Un pacto social para El Salvador

UN PACTO SOCIAL PARA EL SALVADOR

El día dieciséis de enero, en el solemne acto organizado en castillo de Chapultepec de la capital mexicana, dirigentes y delegados del FMLN y del gobierno salvadoreño, rodeados de los altos representantes de las Naciones Unidas, México, Venezuela, Colombia, Cuba, España y Estados Unidos, firmaban el acta de paz para poner fin a una guerra civil que ha durado ya doce años y ha causado más de 70.000 muertos. El documento, por el que se pacta un cese del enfrentamiento armado a partir del día 1 de febrero, incluye acuerdos sobre derechos humanos (y su verificación internacional), la depuración y reducción de ejército, la desmovilización de la guerrilla y la integración del FMLN en la vida política, la disolución de los cuerpos militares y paramilitares de seguridad con la consiguiente creación de una policía civil, la reforma del sistema judicial y electoral, así como algunas medidas económicas y sociales referidas sobre todo a la propiedad de las tierras ocupadas en zonas de control de la guerrilla.

1. El largo camino hacia la paz.

Shafik Handal, líder del partido comunista salvadoreño (una de las cinco organizaciones que integran el FMLN) y uno de los artífices de la negociación, tuvo en su discurso dos significativas menciones, que en cierto modo ilustran el proceso seguido en los últimos años para el logro de estos acuerdos: recordó entre otras muchas víctimas de la guerra a los seis jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA) asesinados en 1989 por el ejército, y agradeció a los Estados Unidos, representados por James Baker, su empeño desde septiembre del año pasado por alcanzar una salida negociada de la guerra civil.

En realidad, la guerrilla salvadoreña venía proclamando desde el año 1988 su decisión de poner un pronto fin al conflicto por medios políticos para convertirse en un partido dentro del marco constitucional vigente, que era nada menos que el fijado por una asamblea conservadora formada en pleno conflicto bélico. En ese mismo año se produjeron también el ascenso al poder en el seno del ejército de la llamada tandona, promoción militar de línea dura, y el triunfo electoral de ARENA, que si bien por una parte sentaba en el gobierno a la extrema derecha fundadora de este partido, por otra parte otorgaba la presidencia a Alfredo Cristiani. Este representa a un sector mucho más pragmático de la burguesía salvadoreña que, a diferencia de la vieja oligarquía cafetalera, estaba decidido a dar fin al conflicto en la mesa de diálogo. Paradójicamente, el ascenso al poder de la derecha iba a sacar las negociaciones de paz de la vía muerta en la que se encontraban tras los cuatro encuentros entre el FMLN y el gobierno de Napoleón Duarte: la democracia cristiana, más dependiente de la política de contrainsurgencia fieramente anticomunista de Ronald Reagan que de su clientela interna y enfrentada además a la fuerte oposición de ARENA y del ejército, no estaba a pesar de sus intenciones en condiciones reales de negociar.

Sin embargo, el proceso de paz no entró en una vía de franco progreso hasta después de la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989. Esta supuso una demostración de la capacidad militar del FMLN así como el hecho de que por primera vez las zonas residenciales de San Salvador se vieron afectadas directa y masivamente por los enfrentamientos. Pero sobre todo el bombardeo por la Fuerza Aérea de los barrios populares y el asesinato a sangre fría de los seis jesuitas, comprometidos en la causa de la paz, puso ante los ojos del mundo, en el mismo momento en que caía el muro de Berlín, la brutalidad del ejército salvadoreño y la necesidad de dar pronta salida a la sangrienta guerra civil.

Lo más decisivo, en este aspecto, fue la sacudida que experimentó la opinión pública norteamericana y la consiguiente ruptura del consenso entre demócratas y republicanos sobre la política de intervención militar en El Salvador. La presencia de asesores norteamericanos en el cuartel de la unidad que perpetró el asesinato de los jesuitas, las implicaciones de las agencias de inteligencia norteamericanas y de su embajada en San Salvador en varios intentos de encubrimiento y, sobre todo, el mentís radical a la supuesta profesionalización del ejército salvadoreño mediante las enormes inversiones en ayuda militar levantaron un interrogante serio, en los mismos Estados Unidos, sobre la moralidad y la efectividad de su política en El Salvador. Por otra parte, el fin de la guerra fría y la crisis económica interna han conducido a la nueva administración norteamericana, tras largos años de desconfianza hacia las negociaciones ("en el diálogo ganan siempre los comunistas"), a apostar decididamente por una solución política. Tras el convenio de septiembre de 1991 en Nueva York, el más importante desde el reinicio de las conversaciones bajo el auspicio de las Naciones Unidas en abril de 1990, y donde se determinaron las líneas generales y los pasos hasta el documento definitivo de paz, los Estados Unidos empujaron al gobierno de Cristiani firmar antes del fin del año un acuerdo, apoyándolo en este intento frente a las resistencias de los sectores más derechistas y, sobre todo, frente a la Fuerza Armada.

La guerrilla, por su parte, habiendo perdido con el derrumbe del bloque socialista varios de sus principales respaldos internacionales, estaba decidida a formalizar cuanto antes arreglo de paz para integrarse a la vida política del país. Si bien, a su juicio, la vía militar había sido una ultima ratio tras el agotamiento de los canales democráticos a final de los años setenta, el perpetuamiento de la guerra no hacía más que legitimar la existencia un ejército que, habiendo nacido para defender los intereses de la oligarquía cafetalera, se había convertido, mediante el negocio de la guerra y las abundantes ayudas extranjeras, en una fuerza autónoma e interesada en perpetuar el conflicto. Ahora bien, para la guerrilla del FMLN no ha sido fácil convencer a muchos de sus experimentados combatientes de la conveniencia de llegar a un alto el fuego y a una desmovilización y, sobre todo, de que el contenido de los acuerdos de paz sea suficiente para compensar los largos años de lucha, de modo que la simpre compleja unidad interna de los grupos que la componen ha exprimentado fuertes tensiones durante la última fase de la negociación.

2. Hacia una sociedad desmilitarizada.

El día 1 de febrero, fecha oficial del comienzo del alto el fuego, fue una fiesta en San Salvador, donde las celebraciones del FMLN y de ARENA tenían lugar a pocos metros de distancia y los discursos de la izquierda se confundían con la música de baile del gobierno. Hasta octubre de este año el calendario de ejecución prevé la desmovilización completa de la guerrilla y una reducción del ejército hasta aproximadamente la mitad de sus efectivos. Las temidas Guardia Nacional y Policía de Hacienda, así como las llamadas "defensas civiles", serán disueltas, aunque sus miembros pueden integrarse en el ejército. Los "Batallones de Infantería de Reacción Inmediata", pieza clave de la estrategia militar norteamericana e implicados en varias matanzas colectivas de civiles (entre ellas la de la UCA) serán también disueltos, aunque su desaparición completa tendrá lugar después de octubre. Este proceso, delicado y plagado de dificultades, será supervisado por boinas azules de las Naciones Unidas, y ha de dar paso a la supremacía de la sociedad civil sobre los cuerpos militares. Elemento central de los convenios de paz es la creación de una policía civil, que ha de convertirse en el único cuerpo policial armado con competencia nacional. En el período transitorio el cumplimiento de lo pactado será supervisado por COPAZ, un organismo ad hoc creado con representantes del gobierno, de la guerrilla y de los partidos políticos y dotado de amplias competencias para controlar y concretar los aspectos legislativos y ejecutivos de la pacificación. La detallada supervisión internacional y el papel asignado a COPAZ son importantes garantías para la buena ejecución, este período crucial, del calendario acordado. También habla a favor de un desarrollo favorable el hecho de que ambos bandos militares tienen un grado bastante alto de disciplina, lo que hace esperar que los fenómenos de desintegración del poder coactivo y de bandolerismo sean evitables o alcancen grados menores que los observados en Nicaragua. Además, tanto la derecha como la izquierda han inaugurado la nueva era de paz haciendo gala de gran flexibilidad. El líder de la extrema derecha y fundador de ARENA, Roberto D'Abuisson, ha "bendecido" la negociación, y los partidos representados en la Asamblea Legislativa, a pesar de sus posiciones iniciales fuertemente divergentes y de la oposición del ejército, supieron alcanzar el 23 de enero un consenso respecto de la ley de amnistía propuesta por COPAZ, señalando de algún modo que la convivencia política es posible en El Salvador.

Sin embargo, las dificultades están también a la vista. Por una parte, la tentación de sustraer armas y unidades a la reducción y verificación puede ser demasiado grande para ambas partes. Pero sobre todo, sectores de la extrema derecha y del ejército han mostrado su oposición a las negociaciones mediante diversos atentados y asesinatos políticos, incluyendo el de una conocida líder sindical el día cuatro de febrero. Esta oposición puede agravarse cuando el cumplimiento de acta de paz exija licenciar a muchos militares: existe el peligro real de que los "escuadrones de la muerte", que han operado estos años en el seno de la Fuerza Armada, se conviertan en grupos armados privados, como ya sucedió después de 1979. Algunos han hablado incluso de peligro de golpe militar, pero hay que tener en cuenta que dentro del ejército se está produciendo un relevo de la "tandona" y es muy posible que los oficiales en ascenso apuesten por la nueva institucionalidad. En cualquier caso, no hay que olvidar el grave problema social que representa la existencia de importantes sectores de la población joven que se han formado para las armas y han vivido de la guerra, en último término de una ayuda militar extranjera que va a desaparecer.

Un problema paralelo se presenta para la guerrilla, que ha de asegurar una salida digna para sus militantes armados y, sobre todo, enfrentar el reto de convertir una organización militar altamente efectiva en un partido político y en un amplio movimiento de masas. Muchos hábiles líderes militares no tienen por qué serlo en el ámbito político, y esto puede suponer graves tensiones internas. Los acuerdos de paz supondrán movimientos de la población, pérdida de presencia militar y difuminarán el hasta ahora vigente mapa de "zonas controladas", y con ello las estructuras de poder que la guerrilla ha mantenido, lo cual entraña la necesidad de nuevos modos de organización de sus bases campesinas. Además, una guerra tan larga y cruel ha supuesto el retirada por miedo o desconfianza de muchos de quienes eran sus seguidores y votantes naturales en los años setenta y principio de los ochenta, cuando la izquierda era capaz de ganar elecciones (naturalmente invalidadas a continuación por el ejército) y de movilizar grandes sectores de la población. La celebraciones de estos días han mostrado la gran popularidad de que aún disfruta el FMLN, pero el interrogante es si ella se mantendrá y expresará a la hora de las contiendas electorales.

3. Un nuevo espectro político.

En este ámbito cabría preguntarse hasta qué punto se conservará el actual mapa político de la derecha y, en concreto, del partido ARENA. En el fondo, se trata de una organización surgida en el contexto de la guerra civil y que, por eso mismo, ha aglutinado dentro de sí sectores muy diversos, cuya unidad es más que dudosa. Las discrepancias han llegado en ocasiones hasta el punto de verse en la necesidad de enviar dos representantes a muchos de los encuentros de partidos políticos que han acompañado las conversaciones de paz. El futuro democrático de El Salvador pende en buena medida de la conversión de los sectores más extremistas a la convivencia política pacífica o, en caso contrario, de su aislamiento por parte de la derecha más cívica. Aquí le compete al propio presidente Cristiani, fortalecido ahora por el éxito de las negociaciones y por el respaldo internacional, una gran responsabilidad.

También es un interrogante qué fórmulas buscará la oposición. Una vez transformado el FMLN (que de suyo une ya cinco partidos distintos) en una fuerza política, habrá de definirse su relación con la Convergencia Democrática, integrada en buena parte por antiguos aliados políticos (el socialdemócrata MNR y el socialcristiano MPSC) durante la mayor parte de la guerra. Si bien la legislación electoral salvadoreña favorece a los partidos más que a las coaliciones, la disgregación suele obrar de forma negativa sobre los votantes. El fracaso en las pasadas elecciones municipales a la hora de presentar un candidato conjunto entre la Convergencia Democrática y la UDN (cercana a un sector de la guerrilla) muestra que la alianza no carece de dificultades, por más que en este momento sea algo que ambas partes parecen desear.

Sin embargo, no hay que excluir siquiera la formación de una coalición no sólo de la izquierda política, sino de toda la oposición, incluyendo al Partido Demócrata Cristiano, que desde su fraccionamiento y paso a la oposición ha mantenido posiciones cercanas a la izquierda. Por su parte, el FMLN viene propugnando desde hace unos años un programa político de corte socialdemócrata, de modo que, en realidad, las diferencias fundamentales en la actual oposición no son ideológicas, sino más bien de carácter táctico y organizativo. Un gran reto para la izquierda salvadoreña es su capacidad de esbozar, en un momento de crisis de los modelos clásicos de la izquierda, un proyecto político atractivo para la mayor parte de la sociedad salvadoreña y que pueda superponerse a los intereses partidarios más inmediatos.

4. Los problemas fundamentales

De hecho, las dificultades fundamentales que se le presentan a El Salvador en la nueva época que ha comenzado no son de tipo político sino económico y social. Por una parte se ha de resolver aún el problema que está en los orígenes mismos del conflicto armado: la enorme desigualdad en el reparto de la riqueza. Uno de los principales desafíos para los próximos años será la realización efectiva de la ley de reforma agraria y de los acuerdos económico-sociales logrados en la negociación. De hecho, una vez alcanzado un compromiso sobre la reducción y depuración de la Fuerza Armada, estos apartados constituyeron una de los puntos más espinosos en la última fase de las conversaciones, y estuvieron cerca de provocar una retirada de la guerrilla de la mesa de diálogo, dadas las esperanzas puestas por muchos de sus militantes en resultados espectaculares en este campo.

En general, lo que se ha estipulado en este capítulo de los acuerdos consiste, más que en decretar nuevas reformas sociales, en asegurar el cumplimiento de las ya estipuladas por las leyes vigentes. En realidad, la reforma agraria anclada en la constitución y las leyes dictadas bajo el gobierno democristiano aportaban un proyecto importante de reforma social; lo que sucede es que de hecho no se han realizado en sus aspectos más decisivos. Por otro lado, el acta de paz dispone que la tenencia actual de las tierras en la zona de presencia de la guerrilla será legalizada, si bien incluyendo el pago o indemnización a los propietarios originales. Los acuerdos prevén también un plan nacional de reconstrucción, que contará con fondos de las Naciones Unidas, de la Comunidad Europea y otros Estados, pero hay que contar también con la retirada de capitales extranjeros que hasta ahora se han invertido por interés político en el marco de la "guerra de baja intensidad".

Y es que el conflicto mismo ha originado nuevo e importantes problemas. Muchas estructuras sociales, económicas y legales han surgido durante la guerra y en función de ella. Así, por ejemplo, la economía salvadoreña ha vivido todos estos años no sólo a pesar de la guerra, sino también, en buena medida, también de la guerra misma y de las ayudas prestadas en este contexto, hasta el punto de que el ejército se ha llegado a convertir en uno de los principales grupos económicos del país. Su reducción, aun cuando se cumpla cabalmente, no significa de modo automático la pérdida de su poder e influjo sociales.

Además, conviene no olvidar las profundas heridas humanas que un enfrentamiento civil de esta magnitud deja durante generaciones en la población afectada: familias destruidas, traumas psicológicos, una cultura de la violencia, resentimientos arraigados. Los acuerdos de paz, aunque cuentan con una amnistía, parten del principio de que el verdadero perdón incluye la investigación y aclaración de las responsabilidades, y así lo expresa también el decreto legislativo emitido al respecto. Ciertamente, el entusiasmo que ha rodeado la llegada de la paz, los gestos de buena voluntad de ambos bandos y las profundas convicciones religiosas de una buen parte del pueblo son motivos de esperanza. Pero a nadie se le oculta que en este campo, como en los otros, todavía queda mucho camino por recorrer.

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Los salvadoreños, haciendo gala de sus mejores virtudes, se han propuesto al comienzo de este año enfrentar estos enormes retos. Y lo han hecho con la conciencia de que la paz no significa solamente el cese de las hostilidades bélicas sino una verdadera reconciliación, que pasa por la democratización y las reformas sociales profundas. En este sentido, los acuerdos de paz, más que un mero compromiso militar o político, representan el esbozo de un verdadero pacto social destinado a sanar en su raíz los problemas fundamentales de la sociedad salvadoreña. En ellos se refleja en cierto modo el anhelo de quienes durante todos estos años no ha pedido simplemente la paz, sino la "paz con justicia", un lema constantemente repetido en todas las esquinas del país. Muchos tal vez se sientan desilusionados por lo conseguido, y así lo han manifestado ya algún sector de la izquierda revolucionaria. Y es que los acuerdos firmados en México no son más que un esbozo. En realidad, la verdadera construcción de la paz ha comenzado el día 1 de febrero.

Antonio González