Tras la teología de la liberación

TRAS LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

Antonio González

¿Qué ha sido de la teología de la liberación? Después de una cierta moda editorial en los años ochenta, muchos cristianos y cristianas se preguntan por la vitalidad de este movimiento teológico, por su relevancia para la coyuntura histórica en la que vivimos, y por su capacidad para orientar la praxis cristiana en el porvenir. Mientras que algunos proclamaron frívolamente que, con la caída del muro de Berlín, la teología de la liberación habría perdido su sentido, otros mantienen tenazmente su validez para un mundo en el que no sólo no han caído las escandalosas diferencias entre los ricos y los pobres, sino que más bien se han agudizado. No faltan tampoco los creyentes que, inquietos por encontrar una respuesta cristiana a las injusticias del presente orden mundial, de algún modo sospechan que el discurso clásico de la teología de la liberación ha dejado de resultar un instrumento adecuado para aclarar el juicio de la Palabra de Dios sobre el mundo presente.

Esa inquietud es la que nos conduce a pensar y escribir "tras la teología de la liberación". El término "tras" es deliberadamente ambiguo. "Tras" puede indicar una sucesión temporal, con lo que la "teología de la liberación" quedaría situada en un pasado ya superado. Pero "tras" puede indicar también un seguimiento o una continuidad, con lo que se subrayaría el hecho de que toda producción teológica honesta en este mundo de pobreza, destrucción ecológica y desigualdad, tiene que ser de algún modo heredera de las grandes intuiciones espirituales e intelectuales que las iglesias cristianas descubrieron e hicieron explícitas mediante aquella teología. Naturalmente, esperamos que estas líneas puedan despejar esa ambigüedad, mostrando de algún modo el sentido y las posibilidades que puede tener una teología cristiana que quiera aclarar el significado del Dios revelado por Jesucristo para el mundo en que vivimos.

Las siguientes consideraciones tienen una pretensión limitada. Ellas no quieren caracterizar el desarrollo de la teología de la liberación en todas sus variantes, no sólo latinoamericanas, sino también africanas y asiáticas. Más bien se intenta evaluar la situación de la teología de la liberación a partir de su impacto y su desarrollo en la región centroamericana. Tampoco se intenta evaluar el trabajo especializado de los distintos teólogos, sino más bien tener en cuenta los efectos de la teología de la liberación sobre los distintos movimientos sociales, tanto en el interior como en el exterior de las iglesias.

1. La teología de unas comunidades vivas

En términos muy generales, podemos decir con Gustavo Gutiérrez, uno de los fundadores de este movimiento teológico, que la teología de la liberación surge de dos grandes intuiciones: la perspectiva del pobre y la primacía de la praxis1. A partir del Concilio Vaticano II y de los encuentros episcopales de Medellín y de Puebla, los pobres irrumpen en la vida y en la conciencia de la iglesia católica no sólo como objetos de la actividad misionera o caritativa, sino como destinatarios privilegiados de la Palabra de Dios. La teología de la liberación puso muy especialmente de relieve que la idea de una "Iglesia de los pobres", tal como había sido formulada por el papa Juan XXIII apuntaba a que los pobres habían de convertirse en verdaderos sujetos de su iglesia, al mismo tiempo que se convertían en sujetos de su historia en las diferentes luchas de liberación. La fe cristiana no podía ser considerada como un momento puramente intelectivo y contemplativo, sino como un momento de una praxis liberadora. Ni que decir tiene que la teología de la liberación formula estas intuiciones en una situación histórica en la que las diferentes luchas políticas parecían poder conducir a una buena parte de América Latina hacia cambios sociales y económicos semejantes a los que se habían producido en Cuba a partir de la revolución socialista.

Es importante subrayar que esta conversión de los pobres en sujetos de su propia praxis tuvo en América Latina una importante concreción eclesial y social: las llamadas comunidades de base. Estas comunidades, formadas en los sectores populares, recibieron el impacto de la difusión de las Escrituras que tuvo lugar entre los católicos latinoamericanos a partir del Concilio Vaticano II. A partir de la Escritura, las comunidades pobres de América Latina comenzaron a interpretar su propia situación y a buscar alternativas a la misma. Indudablemente, estas comunidades suponían una novedad y un desafío respecto a las estructuras tradicionales de la iglesia católica, centradas sobre la figura del párroco. Frente a una estructura feudal territorial, aparecían comunidades más vinculadas a un grupo social que a un espacio físico. Frente al clásico ministerio clerical, aparecían nuevas formas ministeriales (como los delegados de la palabra), accesibles también a la mujer. Frente a una participación pasiva en una liturgia fuertemente ritual y sacramental, la escucha y el comentario comunitario de la Palabra de Dios se situaba en el centro del culto. Nada extraño de que algunos católicos hablaran de una "reinvención de la iglesia"2 o que algunos protestantes reclamaran el carácter netamente "evangélico" de la nueva teología.

En cualquier caso, no cabe duda de que la nueva praxis eclesial posibilitó a muchos latinoamericanos una fe cristiana más auténtica. Frente a las imágenes tradicionales de la divinidad, frente a concepciones mágicas de la religión, frente a fórmulas tradicionales desligadas de su sentido cristiano originario, muchos latinoamericanos se encontraron con el Dios de Jesucristo en comunidades cristianas vivas, leyendo la Escritura, e interpretando desde ella la voluntad de Dios para su vida personal, familiar y social. La "nueva evangelización" de Latinoamérica no comenzó en los años ochenta y noventa, cuando la palabra se hizo usual entre la jerarquía católica más tradicional, sino mucho antes, a partir de la conferencia de Medellín. Es más: en muchos casos esa evangelización no fue "nueva", sino verdaderamente primera, pues grandes masas de latinoamericanos, a pesar de pertenecer formalmente a la iglesia católica y de participar de sus ritos y fiestas, no habían tenido nunca antes la posibilidad de un acceso tan directo al Dios revelado en Jesucristo mediante comunidades vivas centradas en su Palabra y en su memoria.

Sin embargo, difícilmente encontraremos hoy en muchos lugares de Centroamérica verdaderas "comunidades de base". Más bien encontraremos algunas parroquias en las que los sacerdotes católicos desarrollan una pastoral progresista, entendiendo por tal la denuncia pública de las injusticias sociales, la organización de estructuras parroquiales destinadas a incidir sobre los distintos problemas económicos y sociales de la comunidad, y la colaboración con algunas agrupaciones políticas de izquierda. Pero encontraremos pocas comunidades de base con una estructura autónoma, y el número de miembros será reducido. En varias de ellas las prácticas más explícitamente cristianas habrán perdido relevancia frente a diversas actividades sociales y políticas.

Las razones de este aparente fracaso son enormemente variadas y complejas. En muchos casos, las comunidades fueron simplemente aniquiladas físicamente por la represión militar y policial. En Centroamérica tenemos numerosos ejemplos de este testimonio martirial de tantos laicos que entregaron su vida anónimamente por los compromisos a los que los condujo su descubrimiento del Cristo de los Evangelios. En otros casos, las comunidades sufrieron una auténtica hostilidad eclesiástica. Su trabajo fue en ocasiones desautorizado por la jerarquía católica, la cual desplegó en algunos países de Centroamérica una estrecha colaboración con aquellos grupos sociales, políticos y militares que en aquella época estaban entregados a una sangrienta persecución de las comunidades cristianas. En esta circunstancia, muchos cristianos optaron por la lucha política o incluso por la lucha militar, y su identidad cristiana pasó a un segundo plano. Una vez terminados los conflictos, muchos de estos cristianos se encuentran desilusionados respecto a sus esperanzas pasadas, y, si conservan algún tipo de militancia, es más social y política que explícitamente cristiana.

Por otra parte, hay que tener en cuenta los procesos de cambio social y cultural, cuya incidencia se ha hecho más explícita y consciente tras el fin de los conflictos revolucionarios. La penetración cada vez más intensa del capitalismo ha acelerado la urbanización, la disolución de los vínculos familiares tradicionales, y la secularización de la imagen del mundo. A ello hay que añadir la pérdida de credibilidad por parte de la iglesia católica, que muchos defectores de la misma achacan de un modo genérico a su "politización". A veces se trata de sectores conservadores irritados con el compromiso de izquierdas de algunos clérigos, pero también es posible encontrarse con sectores populares escandalizados por las alianzas de una buena parte de la jerarquía con la burguesía y con el ejército. En otros casos, se trata de un cierto escepticismo religioso motivado por las obvias divisiones al interior del catolicismo, o por el estilo de vida de los clérigos. En cualquier caso, Centroamérica ha dejado de ser uniformemente católica. En algunos países como Guatemala, el número de protestantes supera el 40% de la población. En otros países como El Salvador, casi un 30% declara que no pertenece a ninguna religión.

2. Los límites de la teología de la liberación

Otros muchos factores sociales y políticos podrían aducirse para explicar la pérdida de vitalidad de las comunidades cristianas populares. Sin embargo, puede que, además de los mencionados factores, haya también razones estrictamente teológicas que expliquen el relativo fracaso de las comunidades populares en Centroamérica. Concretamente, en lo que sigue quisiera plantear la pregunta por aquellos elementos de la teología de la liberación que pueden estar ligados al agotamiento de las comunidades de base. De este modo, pudieran ponerse de relieve algunos límites de la teología de la liberación, al menos tal como se elaboró en el pasado, y se obtendrían al mismo tiempo algunas orientaciones para el futuro de la tarea teológica en un mundo como el presente.

(1) A mi modo de ver, los límites de la teología de la liberación en Centroamérica penden en buena medida del supuesto según el cual el pueblo latinoamericano sería un pueblo básicamente cristiano, un pueblo creyente. Los latinoamericanos no necesitarían recibir la buena nueva de Jesucristo, pues ésta ya les habría llegado muchos siglos antes, configurando su cultura y su visión del mundo. Lo que el pueblo latinoamericano necesitaría sería una conciencia más clara de las implicaciones sociales y políticas de su fe. Se trata de un presupuesto que los clérigos progresistas adscritos a la teología de la liberación han mantenido en común con los jerarcas que apelaban a la más clásica "doctrina social de la iglesia". Ambos grupos del clero católico partían del presupuesto de que la religiosidad popular denotaba la existencia de una fe auténticamente cristiana, por más que en esa religiosidad se mezclaran algunas impurezas necesitadas de corrección. Mientras que el clero conservador trataba de someter esa religiosidad a su dominio (llegando al extremo de secuestrar imágenes religiosas populares para controlar su devoción), el clero progresista criticaba algunos aspectos de la religiosidad popular desde una perspectiva básicamente secularista. Pero en ambos casos se suponía que esa religiosidad era fundamentalmente cristiana.

En realidad, los modos concretos en los que el pueblo creía fueron poco analizados. Del desprecio secular hacia la religiosidad popular se pasó fácilmente a una idealización de la misma desde categorías culturalistas o folklóricas. Aunque en ocasiones se admitía programáticamente el principio de "evangelizar la religiosidad popular", nunca quedaba muy claro en qué consistía esa evangelización. Como se pensaba que esa religiosidad era fundamentalmente cristiana, la evangelización de la religiosidad popular se limitaba a cuestionar algunas supersticiones manifiestas, y a subrayar los aspectos de conciencia social que la religiosidad popular transmite. Pero el presupuesto fundamental sobre el carácter cristiano del pueblo latinoamericano no fue cuestionado. De hecho, todas las críticas al "quinto centenario" se dirigieron contra los efectos económicos, sociales, culturales y políticos de la conquista. Pero no contra sus efectos religiosos. Mientras que las estructuras sociales latinoamericanas aparecían como producto de una imposición injusta, la religiosidad popular era idealizada por el clero católico como expresión de la profunda sabiduría cristiana de los conquistados.

(2) De este presupuesto se derivan algunas consecuencias prácticas muy importantes. Para el clero progresista que se apropió de la teología de la liberación, lo religioso no suponía un problema especialmente grave desde el punto de vista pastoral. El escándalo consistía en que un pueblo básicamente cristiano viviera sometido a injusticias sociales y económicas como las existentes entonces y hoy en América Latina. No es extraño que la pastoral pusiera el acento en la liberación política, y no en las dimensiones más explícitamente teologales de la redención. No se trataba de un reduccionismo, como denunciaban hipócritamente los conservadores, muy poco interesados en ningún tipo de emancipación, fuera religiosa o política. Pero una liberación entendida por los progresistas como integral tenía que poner forzosamente el acento en aquellas dimensiones más urgentes de la misma, que serían las económicas, sociales y políticas. La situación entonces se analizó fundamentalmente mediante categorías económicas y sociológicas, y las soluciones se pensaron fundamentalmente como terapias revolucionarias de tipo político. La conquista (democrática o violenta) del Estado nacional era, en esta perspectiva, la clave para iniciar el proceso de una auténtica liberación de los pueblos latinoamericanos.

En esta perspectiva, el juicio teológico de la situación no aportaba grandes novedades a los juicios científicos y éticos ejercidos por las ciencias sociales. La Palabra de Dios confirmaba el juicio sociopolítico, mostrando que la injusticia constituye un pecado contra Dios. Del mismo modo, la predicación del Reino de Dios por parte del Jesús histórico sería la confirmación teológica de las aspiraciones de justicia, igualdad y fraternidad por parte de los pobres y de los revolucionarios de América Latina. Pero de nuevo la Palabra de Dios vendría a corroborar unos análisis previos y a bendecir teológicamente unas esperanzas ya existentes. Mientras que, frente a la religiosidad popular, los clérigos progresistas podían pretender ejercer una labor orientadora, frente al ateísmo y al agnosticismo de los progresistas (latinoamericanos y extranjeros) la teología de la liberación podía mostrar que el cristianismo no es necesariamente el opio del pueblo. El anuncio de Jesucristo no aportaría en realidad una gran novedad a la visión progresista de la situación. Más bien se limitaría a proporcionar una valoración teológica de una miseria ya detectada por otros medios, y a confirmar en términos religiosos las estrategias de liberación previamente diseñadas. A lo sumo, el cristiano sería alguien capaz de añadir nuevas motivaciones (de tipo religioso) a la lucha sociopolítica y de aportar un estilo más humano y misericordioso al enfrentar problemas como el de la violencia, la venganza, etc.

No hay que pensar que por ello el aporte de la teología de la liberación fue escaso. Todo lo contrario. Al confirmar el juicio sociopolítico con un juicio teológico, grandes masas de la población pudieron ser ganadas para la causa revolucionaria. La teología de la liberación, una vez que tomó cuerpo en la predicación del clero progresista y en la visión del mundo de las comunidades de base, barrió las legitimaciones ideológicas de la explotación, y dispuso a miles de oprimidos en Centroamérica y en toda América Latina para entregarse generosamente a las luchas revolucionarias. Posiblemente, estas luchas no fueron en vano, aunque no haya acarreado los frutos que las vanguardias progresistas previeron al comienzo de las mismas. En cualquier caso, no se puede dudar del enorme efecto que tuvo la teología de la liberación en la movilización popular. Ahora bien, si la teología que acompañaba esta movilización no destacó especialmente la novedad de la Palabra de Dios frente a otros análisis socio-históricos, esto tuvo también consecuencias prácticas. Si el cristiano se limita a coincidir con el revolucionario no creyente en el análisis de la situación y en las alternativas a la misma, la militancia explícitamente cristiana pierde relevancia frente a la militancia política. O ambas se confunden. El abandono de la militancia cristiana explícita o la instrumentalización política de las comunidades cristianas de base es el correlato práctico de una teología que no puso suficientemente de relieve la novedad de la Palabra de Dios frente a otros análisis sociociopolíticos de una situación histórica de opresión.

(3) No es ésta la única consecuencia práctica de la idea, común a la teología de la liberación y a la doctrina social de la iglesia, de proporcionar orientación socio-política a un pueblo ya presuntamente cristianizado. Esta perspectiva no cuestiona la estructura clerical de la iglesia católica ni los privilegios sociales del clero en la misma. Bajo el influjo de la teología de la liberación, el clero se convertía ahora en el encargado de proporcionar al pueblo sencillo esa orientación socio-política de la que la religiosidad tradicional carecía. Y para esta tarea el clero necesitaba no sólo mantener sus prerrogativas tradicionales en la predicación y en la administración de los sacramentos, sino también nuevos medios de transporte, de organización, de administración, y de comunicación. Muchos generosos donantes en los países industrializados estaban dispuestos a proporcionar recursos económicos que no se "malgastaran" en simple caridad tradicional, sino que se emplearan en la animación social y política. Y esto significaba, en la práctica, que el flujo de donativos ya no se dirigiría directamente a los estómagos de los pobres, sino a las manos de sus animadores sociales o religiosos. Antes de la aparición de la teología de la liberación, el clero católico estaba perdiendo relevancia social en muchos lugares de América Latina, pues la penetración salvaje del capitalismo desbarataba su función tradicional de legitimar sacralmente un orden agrario relativamente inalterado a lo largo de los siglos. La teología de la liberación le proporcionó al clero joven una nueva relevancia social, que se desplazaba desde la administración de los sacramentos hacia la animación socio-política.

Los conflictos atravesados en Centroamérica en las décadas pasadas no cuestionaron la relevancia social del clero sino que, en algunos aspectos, más bien la afirmaron. En muchos casos, el clero asumió valientemente la protección de los perseguidos y la crítica de los perseguidores. En otros casos, el clero favoreció los procesos de diálogo que condujeron a la firma de los acuerdos de paz. Frente a la creciente desintegración social producida tanto durante las guerras revolucionarias como después de ellas, la jerarquía católica se ha mantenido como una institución relativamente estable. En cambio, muchos líderes laicos fueron eliminados, intimidados, o integrados a tareas exclusivamente sociopolíticas. Las comunidades cristianas de base que sobrevivieron, lo hicieron bajo la protección de las parroquias u otros organismos marcadamente clericales. Los puestos directivos de universidades, colegios y otras instituciones católicas comprometidas fueron generalmente ocupados por miembros del clero. Las clases media y media-alta, que en algún momento proporcionaron a la iglesia dirigentes laicos con cierto nivel cultural, se fueron paulatinamente secularizando por influjo de los modos de vida occidentales. En otros casos, se distanciaron de la iglesia católica debido a sus posiciones sociales y políticas. De este modo, el clero tiende a ser el único ámbito en el que se producen líderes cristianos con alguna formación teológica, afianzándose así su superioridad respecto al laicado. No es de extrañar que un clero de este tipo resulte temporalmente atractivo para muchos jóvenes, especialmente entre las clases populares.

(4) Sin embargo, el fin de las guerras revolucionarias pone en crisis esta forma de relevancia del clero. En el contexto actual, se hacen más patentes los límites de la teología de la liberación. En un contexto revolucionario, la teología de la liberación parecía sumarse al sentido que las ciencias sociales otorgaban a los acontecimientos presentes y futuros. Una vez que los movimientos revolucionarios han entrado en crisis, la teología de la liberación aparece en muchos aspectos como el último abogado que les resta a los pobres. Naturalmente, se trata de una abogacía mediada por los intereses particulares del clero progresista. Pero ello no obsta para que en muchos casos funcione mucho más eficazmente que la ejercida por grupos políticos y organizaciones de desarrollo. Ahora bien, una vez que la liberación socio-política no se ha producido, la teología de la liberación carece de una historia secular emancipatoria a la que proporcionar un refrendo teológico. Por eso, la teología de la liberación asume fácilmente el carácter de un moralismo teológico progresista, destinado a criticar agriamente el presente sin formular ninguna esperanza para el futuro. Pero la raíz última de este moralismo no estriba solamente en el agotamiento de los proyectos seculares de liberación. La cuestión decisiva está en la pregunta sobre si la Palabra de Dios proporciona algo más que una condena de la injusticia y un imperativo de transformarla. Si además de estos aspectos obvios (sobre los que la teología de la liberación llamó la atención desde un inicio), el mensaje del Evangelio anuncia también una novedad de gracia, la teología cristiana nunca contentarse con un moralismo, por progresista que éste sea.

Ciertamente, la teología de la liberación no quiso nunca reducirse a un moralismo, y subrayó ortodoxamente el carácter gratuito de la invitación al Reino de Dios. Pero su construcción sistemática no permitía entrever la novedad de esa gracia, que se tendió a reducir a una fuerza que impulsaría a los creyentes para entregarse a las tareas históricamente necesarias. Algunos podrían decir que una teología que se entendió a sí misma como reflexión cristiana sobre la praxis estaba desde un principio condenada a terminar en alguna forma de discurso moral. Ahora bien, lo decisivo parece estar en lo que se entienda por praxis. La teología de la liberación utilizó fundamentalmente dos conceptos de praxis. Por una parte, se pensó que la praxis era la actividad social en la que de hecho se encuentra envuelto un grupo social. La praxis, en este sentido, designaba a la realidad social e histórica efectivamente dada. Por otra parte, la praxis también designaba el llamado "compromiso", en el sentido de una entrega de los cristianos al servicio de los demás, especialmente de los más necesitados. Estos conceptos de praxis, con ser aceptables, no permiten poner suficientemente de relieve la novedad y la gratuidad con que el Evangelio irrumpe en la vida humana. ¿Es la praxis puro hacer humano o hay en ella un lugar para la gracia? ¿Es la praxis el esfuerzo consciente de los seres humanos para lograr fines sociales, éticos, políticos y religiosos, o hay en la praxis un lugar para la apertura a un Dios que transforma y supera todos los proyectos humanos? De la respuesta a esta cuestión pende en buena medida la posibilidad de una teología de la praxis que quiera hacer justicia a la perspectiva actual de los pobres, una vez que ellos han experimentado en su propia carne los límites de los grandes esfuerzos revolucionarios.

3. Nuevas propuestas

Desde posiciones católicas conservadoras se ha presentado la "nueva evangelización" como un alternativa a la teología de la liberación. El encuentro episcopal de Santo Domingo, en el que las ideas de la teología de la liberación fueron sistemáticamente marginadas por un episcopado dócil a las directrices del Vaticano, ha hecho suyo precisamente el lema de la "evangelización". La idea de una "nueva evangelización" parece poner el énfasis en el anuncio del Evangelio, y por tanto aludir de algún modo a los límites de la teología de la liberación. Sin embargo, la crítica a la teología de la liberación tiene un sentido puramente conservador. Si la "evangelización" que se propone es "nueva", de algún modo se sigue compartiendo el presupuesto clásico según el cual el pueblo latinoamericano ya era cristiano porque había sido evangelizado desde hace siglos, a partir del descubrimiento y la conquista hispano-portuguesa. Con esto se admite que la religiosidad popular tradicional era fundamentalmente cristiana. Ahora bien, el pensamiento católico conservador es más optimista que la teología de la liberación, pues no sólo piensa que aquella religiosidad popular tradicional era cristiana, sino que también admite la función legitimadora del viejo orden social que aquella religiosidad desempeñaba.

¿Por qué se necesita entonces una "nueva" evangelización? No se trata fundamentalmente de ninguna novedad, sino de un intento de restaurar la relevancia social que el catolicismo había desempeñado en América Latina a partir de la colonización. El clero católico conservador percibe que su relevancia social es amenazada, en primer lugar, por los procesos de secularización ligados a la penetración de la cultura occidental capitalista. Sin embargo, tiende a desligar la cultura secularizada de sus agentes económicos, para limitarse a considerar sus agentes ideológicos y culturales. De este modo, el catolicismo conservador percibe que sus enemigos se encuentran en los representantes del hedonismo, del individualismo moral, y de diversas formas de indiferencia religiosa. Los restos de marxismo son percibidos, y no sin razón, como una simple variante de la cultura secular occidental, aunque más peligrosa por su carácter revolucionario. La teología de la liberación es considerada igualmente como una teología secularista, que en nada contribuye a la "nueva evangelización". En segundo lugar, el clero católico conservador entiende que la nueva evangelización ha de dirigirse contra la llamada "amenaza de las sectas protestantes", que en algunos países han hecho perder a la iglesia católica una buena parte de su feligresía tradicional. No se trata, en muchos casos, de combatir frontalmente a las iglesias evangélicas, pero sí de devolver a la iglesia católica un atractivo suficiente que reduzca la competencia del protestantismo. Para eso, el clero católico tradicional está dispuesto a asumir algunas de las técnicas de los predicadores pentecostales protestantes, especialmente en lo que se refiere al uso de los medios de comunicación. Finalmente, la nueva evangelización pretende en ocasiones afrontar el desafío de nuevas formas de religiosidad, al estilo de la "nueva era", las cuales en muchas ocasiones tratan de conectar con las religiones prehispánicas, purificándolas de los elementos católicos que asumieron a lo largo del tiempo.

Frente a la nueva evangelización, la teología de la liberación ha reclamado el hecho de que, tras el Vaticano II y la Conferencia de Medellín, ya comenzó en la iglesia católica una auténtica evangelización, cuyo sujeto fueron las comunidades cristianas de base. Sin embargo, allí donde los procesos políticos de liberación se encuentran estancados y donde las comunidades de base han perdido su vitalidad, la teología de la liberación tiene pocas alternativas que presentar a la "nueva evangelización" conservadora. Por eso, sus representantes se ven cada vez más arrinconados en posiciones político-proféticas testimoniales. En algunos sectores de la teología de la liberación, han aparecido nuevos campos de interés en los que se esbozarían las líneas futuras de la teología de la liberación. Un campo de interés es la ecología, a la cual ha dedicado sus últimos esfuerzos alguno de los teólogos clásicos de la liberación, como Leonardo Boff. Otro campo de interés son las cuestiones de género, donde ha aparecido toda una generación de teólogas de la liberación. No menos importante es el interés por las culturas autóctonas de los pueblos indígenas que han sobrevivido desde la conquista. Se trata de dimensiones a las que ni el socialismo clásico ni las primeras teologías de la liberación prestaron suficiente atención, y que ahora se proponen como verdadero eje de una teología liberadora en el porvenir. Mientras antes se pensaba que la conquista del poder político del Estado era la clave que abriría la puerta a los cambios sociales y económicos necesarios, hoy la ecología, la cultura autóctona y el género constituyen metas cuya consecución remite a las luchas cotidianas y locales, sin que por ello haya que abandonar el horizonte de las grandes transformaciones sociales a largo plazo.

Sin embargo, habría que preguntarse si estas nuevas perspectivas suponen una superación de los límites de la teología de la liberación, tal como nos han aparecido en el apartado anterior. No cabe duda de que, en ocasiones, las nuevas orientaciones de la teología de la liberación apuntan a la superación de algunos de los mencionados límites. Así, por ejemplo, la teología feminista pone de algún modo en entredicho las estructuras clericales que la teología clásica de la liberación no cuestionó. Sin embargo, la crítica feminista de las estructuras patriarcales no intenta primariamente la superación de las estructuras clericales del catolicismo, sino más bien el acceso pleno de las mujeres a esas estructuras, tal como ya sucede, por ejemplo, en las iglesias anglicanas. En cualquier caso, el problema de fondo no siempre es abordado: se sigue presuponiendo que el pueblo latinoamericano ya es cristiano, y simplemente se busca proporcionarle una orientación en los nuevos ámbitos. Lo específico del Evangelio cristiano no se presenta, por tanto, como una ruptura novedosa y gratuita, sino más bien como una continuidad con la visión del mundo que se recibe de otros ámbitos. Del mismo modo que la teología clásica de la liberación aceptó (al menos parcialmente) la visión progresista de la historia para proporcionarle un refrendo teológico, las nuevas orientaciones de la teología de la liberación asumen las preocupaciones de los sectores progresistas occidentales (el medio ambiente, la igualdad de la mujer, la cultura), para administrarles una bendición teológica. De este modo, el clero progresista consigue de nuevo asegurar su relevancia, que ahora no se obtiene tanto mediante el activismo político, sino más bien convirtiéndose en cadena de transmisión de las ONG's occidentales, administrando sus donativos y proyectos.

No parece previsible que las nuevas teologías de la liberación vayan a conocer el grado de movilización popular que se alcanzó en los años setenta. Tampoco parece que la "nueva evangelización" conservadora vaya a tener un efecto difusor del catolicismo tradicional, aunque probablemente sí logrará fortalecer las estructuras clericales existentes y reducir el ritmo de abandono de la iglesia católica. No cabe duda que los grandes éxitos en términos de expansión popular corresponden desde hace años al protestantismo. Indudablemente, en muchos casos su éxito se debe a que las iglesias protestantes proporcionaron un refugio a salvo de las convulsiones sociales de la década pasada. No es extraño, sobre todo si se tiene en cuenta que las guerras revolucionarias, en la medida en que se hicieron crónicas, perdieron progresivamente toda legitimidad entre los sectores populares, que de un modo imaginario les ponían fin en las agrupaciones pentecostales. En otros casos, el éxito del protestantismo se ha de explicar mediante factores análogos a los que condujeron hace siglos a la Reforma en Europa. Pensemos en factores tales como la penetración creciente del capitalismo, los empobrecimientos y enriquecimientos acelerados, las guerras campesinas, la desarticulación de los modos tradicionales de vida, la búsqueda de una salvación personal, la existencia de un clero poderoso, pero ignorante y corrupto, etc. De ahí que el protestantismo siga creciendo numéricamente tras el fin de los conflictos, al tiempo que el número de católicos se reduce.

Por otra parte, no está de más observar que las iglesias evangélicas latinoamericanas se hacen fuertes precisamente en algunos de los puntos en los que hemos detectado como límites de la teología de la liberación. En primer lugar, las iglesias evangélicas (no tanto el protestantismo liberal) no aceptan que la religiosidad popular tradicional pueda ser considerada como cristiana, y arremeten muy directamente contra ella. Sin embargo, saben asumir y utilizar en su favor algunos aspectos "bíblicos" de la misma (milagros, curaciones), cosa que el clero católico progresista nunca podría hacer. En segundo lugar, las iglesias evangélicas invitan a sus fieles a establecer una relación personal con Jesucristo, al que todo nuevo creyente tiene acceso directo mediante una lectura espiritual de las Escrituras. De este modo, el Evangelio se convierte en una novedad destinada a cambiar decisivamente la vida de las personas. Ciertamente, estos cambios se limitan generalmente a la esfera privada y familiar, pero en ocasiones superan con creces a lo que el catolicismo puede ofrecer. Y es que, en tercer lugar, las ofertas del clero católico (sacramentos, ilustración socio-política, proyectos de desarrollo) mantienen a los fieles en profunda dependencia respecto a los donantes, mientras que las ofertas protestantes tienden a afianzar la autonomía personal del creyente, tanto en su vida personal como en materias específicamente dogmáticas. De ahí que, en cuarto lugar, la oferta protestante, aunque sea realizada por pastores corruptos, sea experimentada por los creyentes como una gracia, mientras que la oferta católica, aunque sea realizada por clérigos bienintencionados, se experimente primariamente como una exigencia, ya sea de acción o de obediencia.

En ambientes católicos progresistas se suele considerar al protestantismo popular como una simple manipulación religiosa al servicio del imperialismo. Sin embargo, convendría matizar este juicio en muchos aspectos. Ciertamente, muchas agrupaciones protestantes fueron utilizadas por los gobiernos o por las respectivas embajadas norteamericanas al servicio de sus intereses políticos. Pero es importante no olvidar que manipulaciones semejantes se producen constantemente en el catolicismo, no sólo respecto a las jerarquías locales, sino también respecto a su jerarquía central. Incluso habría que señalar que estas manipulaciones, aunque son más fáciles en el protestantismo, tienen menos alcance, debido a la inexistencia de un clero poderoso y de una única estructura organizativa. Sin duda, el protestantismo guarda conexiones con la mentalidad individual capitalista, pero no menos cierto es que el catolicismo conecta con las viejas estructuras autoritarias de un mundo agrario y feudal. La flexibilidad organizativa del protestantismo permite incluso esperar una cierta apropiación y transformación del mismo por las mayorías populares.

En realidad, algunos desafíos sociales de esta época pueden ser asumidos con más facilidad por el protestantismo que por el catolicismo. Así, por ejemplo, el protestantismo está abocado a aceptar el pluralismo y la tolerancia en grados desconocidos tanto para el catolicismo tradicional como para el marxismo que se desarrolló en América Latina. Y esto puede impulsar verdaderas novedades culturales en la historia autoritaria del continente. Mientras que en el pasado se pensaba que los cambios sociales en América Latina podrían hacerse prescindiendo del pluralismo y de la tolerancia, hoy resulta cada vez más evidente que los cambios sociales duraderos requieren una profundización de la democracia, no sólo en la vida estatal, sino también en la vida institucional cotidiana. Por otra parte, muchas de las luchas populares de la actualidad tienen que hacerse a partir de estructuras comunitarias locales, y el protestantismo es capaz de desarrollar tales estructuras con total independencia de una vigilancia clerical. El protestantismo popular latinoamericano, con todas sus ambigüedades, es de hecho el que ha desarrollado aquellos dos elementos que caracterizaron a la teología de la liberación en sus comienzos: las comunidades populares y la entrega de la Biblia al pueblo. Si además el protestantismo carece de algunos límites propios de la teología de la liberación, no es necesario pensar que su avance signifique indefectiblemente una frustración de las esperanzas cristianas de liberación.

4. Hacia una nueva teología

Lamentablemente, la teología que utilizan los dirigentes evangélicos latinoamericanos es frecuentemente una teología políticamente conservadora, directamente traducida del fundamentalismo norteamericano. Aunque los protestantes liberales se acercan a la teología de la liberación, lo hacen al precio de aceptar sus límites, incluida la tendencia a imitar el clericalismo católico. No faltan, sin embargo, excepciones interesantes, como las que se agrupan en torno a la Fraternidad Teológica Latinoamericana. Sea como sea, es importante pensar cuáles han de ser las líneas generales de una teología que quiera responder adecuadamente a los graves desafíos económicos, sociales y políticos por los que atraviesan las iglesias cristianas en este mundo de injusticia y pecado.

Una teología que pretenda servir auténticamente a los pobres ha de ser una teología netamente evangélica. Con esto no nos referimos primariamente a una adscripción confesional, sino a un carácter propio de cualquier teología, más allá de las diferencias denominacionales. La teología cristiana ha de estar al servicio del Evangelio, es decir, de la proclamación de una "buena nueva". Lo propio de una buena nueva no es primariamente refrendar otras concepciones del mundo, ni satisfacer las necesidades ya existentes. La buena nueva es una noticia inesperada. En cuanto tal, introduce en la praxis humana una novedad. Esta novedad no es algo que pueda explicarse a partir de la praxis social e histórica vigente. Tampoco es simplemente la respuesta que la praxis social e histórica vigente está exigiendo, sino más bien algo que desborda las expectativas y las exigencias del orden establecido (kósmos). Indudablemente, una teología en un contexto de opresión y de miseria como el latinoamericano no puede ser una teología de la existencia, ni una teología de la conciencia. Ha de ser, tal como la teología de la liberación pretendió, una teología de la praxis. Pero esta praxis no puede reducirse a la actividad sociohistórica ni a la respuesta ética a la misma. Si la teología pretende ser teología de la praxis, es que la praxis misma no consiste en una pura reacción moral de los cristianos ante un mundo de injusticia. La praxis misma ha de ser evangelizada. Ella ha de ser internamente habitada por la fe, liberándonos de todo vano intento de justificarnos por el propio esfuerzo, al margen del Evangelio de Jesucristo. Una teología de la praxis ha de ser una teología de la praxis evangélica para poder ser radicalmente liberadora3.

En segundo lugar, esta teología evangélica ha de ser una teología netamente bíblica. Con esto tampoco se prejuzga una cuestión confesional, pero se pone un acento decisivo. Mientras que otros documentos eclesiásticos resultan solamente accesibles y comprensibles a una elite de teólogos, las Sagradas Escrituras están escritas con el lenguaje del pueblo, y tienen a éste por destinatario. En el ámbito de la teología de la liberación se habló en ocasiones de que los pobres habían de ser el sujeto de la teología. Pero se trataba de expresiones gratas para un clero que, si bien veía con suspicacia el trabajo especializado de los teólogos, por otra parte no estaba dispuesto en modo alguno a perder sus privilegios sacrales en la iglesia católica. Los pobres no serán en modo alguno sujetos de la teología si primariamente no son sujetos de la Iglesia. Y no serán sujetos de la Iglesia si no se apropian de la Escritura. Ella es el mejor antídoto contra cualquier monopolio clerical de la Iglesia de Cristo. La misión del teólogo o del predicador es posibilitar a todos los llamados un contacto directo con la revelación de Dios en Jesucristo, sin pretender convertirse él mismo en mediador de la salvación. "Los pobres son evangelizados" (Lc 7:22), significa mucho más que la conversión en los pobres en objeto de la caridad paternal o política del clero, correlato idealizado del amor de Dios. "Los pobres son evangelizados" significa: ellos pasan a ser sujetos del Evangelio. Ahora bien, para que el contacto con el Evangelio sea auténtico, las comunidades cristianas necesitan desarrollar una hermenéutica adecuada, que evite los despropósitos del fundamentalismo al que tan fácilmente se inclinan algunos sectores del protestantismo de origen norteamericano. La hermenéutica bíblica es una de las tareas más urgentes para una teología que pretenda dar lugar al mensaje novedoso de la Palabra de Dios en una situación de injusticia sin encadenar esa Palabra a intereses previamente determinados al margen de la misma.

En tercer lugar, una teología de este tipo ha de tener un marcado carácter profético. Los movimientos más netamente bíblicos y evangélicos han tendido a reducir su predicación a los aspectos más individuales y familiares, sin prestar atención a la dimensión pública de la Palabra de Dios, tal como aparece en las Escrituras, especialmente en los libros proféticos. En cambio, el clero católico y sus colaboradores laicos más estrechos han asumido de un modo heroico y martirial posturas marcadamente proféticas. Lamentablemente, no en todos los casos el clero ha sabido comunicar las motivaciones evangélicas de sus denuncias. En algunos casos, los clérigos progresistas, provenientes de países muy secularizados, reservaban la manifestación de estas motivaciones para la esfera privada, mientras que las declaraciones públicas tenían un carácter exclusivamente ético y político. En países con culturas extremadamente religiosas, era fácil para los enemigos políticos acusar al clero progresista de haber secularizado su mensaje religioso, o de estar persiguiendo los intereses particulares de su grupo social. Sin embargo, el testimonio de la sangre derramada por tantas religiosas y sacerdotes católicos constituye una de las páginas más gloriosas de la historia del cristianismo. Católicos y protestantes, en ocasiones enfrascados en diferencias confesionales sobre la naturaleza de la verdadera iglesia, no deberían olvidar aquella nota que Lutero consideraba como característica de toda iglesia auténtica: el ser perseguida4. Si el cristiano ha de dar testimonio de su fe y de su esperanza en la transformación escatológica de este mundo, necesariamente ha de enfrentarse a todo intento religioso de sacralizar el presente social o eclesiástico.

En cuarto lugar, una teología cristiana que quiera abrir vías de liberación, ha de tener necesariamente una perspectiva eclesiológica. Los cristianos no pueden denunciar un mundo de desigualdades desde iglesias en las que reina la desigualdad. No pueden denunciar un mundo de hipocresías desde iglesias en las que se teme la verdad. No pueden denunciar un mundo de desesperanza desde iglesias en las que reina el temor a la novedad. Tal vez muchos cristianos deban, por bien de unidad, permanecer en sus iglesias, tengan éstas una estructura presbiteriana, episcopal, sinodal, o absolutista. Sin embargo, tales estructuras tienen enormes dificultades para dar testimonio de Jesucristo en un mundo de desigualdad e injusticia. Por eso, sea cual sea la estructura de cada iglesia particular, es esencial elaborar una eclesiología de las comunidades cristianas de base. Estas comunidades tienen que dejar de ser simples delegaciones de estructuras eclesiásticas más amplias, como las parroquias o las diócesis, pues de este modo no se supera el problema de su dependencia clerical. Las comunidades de base, sin romper la comunión con los demás cristianos, tienen que desarrollar suficientes estructuras de autogobierno que impidan su manipulación por instancias extrínsecas a ellas, tales como el clero o los partidos políticos. Una eclesiología de las comunidades populares no sólo presenta una enorme importancia teológica, sino que está cargada de consecuencias sociales. Las propuestas más recientes de alternativas al sistema socioeconómico capitalista no pretenden abolir el mercado, sino más bien democratizar las empresas5. Un cristianismo con mentalidad congregacional puede prestar innegables contribuciones a la tarea de transformar este mundo tan carente de democracia en sus ámbitos fundamentales de decisión.

Finalmente, una teología del futuro ha de tener una marcada inclinación ecuménica. Aunque la teología de la liberación en sus inicios presentó caracteres, tales como la lectura comunitaria de la Biblia, que la acercaban de un modo interesante a las corrientes protestantes, en muchos casos ella se convirtió en una teología inaccesible para los creyentes evangélicos. Su aceptación acrítica de los diagnósticos socio-filosóficos de la historia cumplió en ocasiones una función semejante a la antigua teología natural, ante la que muchos protestantes sienten inevitables recelos. Sin embargo, es imposible pensar en la actualidad en una liberación de los pobres que no tenga teológicamente en cuenta la perspectiva protestante. De hecho, un gran porcentaje de los cristianos practicantes en América Latina son ya protestantes, y su número no deja de crecer. Es más, el porcentaje de evangélicos tiende a aumentar cuanto más se desciende en la escala social. Pero no por ello dejan de tomar un profundo interés en formarse acerca de su fe, aunque no siempre sobre las dimensiones prácticas de la misma. En cambio, muchos católicos nominales viven al margen de toda información, tanto acerca de su fe como de sus dimensiones prácticas. Una teología católica tiene la posibilidad de hacerse más evangélica (en el sentido arriba señalado) y más bíblica, sin por ello dejar de ser católica. Con ello no sólo se acercará a la sensibilidad protestante, sino que también se acercará a la sensibilidad de muchos católicos que desean un cristianismo menos clerical. Por otra parte, una teología protestante que tome en serio la situación de los pobres en América Latina tiene la oportunidad de hacerse verdaderamente "católica", no en el sentido de pertenecer a un aparato jerárquico centralizado, ni en el de una vaporosa iglesia invisible, sino en el sentido visible de abrirse universalmente a todos los destinatarios del mensaje liberador de Jesús.

Todo ello no obsta para que una nueva teología aborde los grandes problemas de la ecología, el feminismo o la cultura. Pero de los temas particulares no provendrá ninguna auténtica renovación si ellos no son tratados en una perspectiva teológicamente adecuada.

5. Conclusión

Llegados a este punto, cabe señalar lo siguiente: para los cristianos que habitan y sufren en los dos tercios pobres de este mundo, algunas de las grandes intuiciones de la teología de la liberación permanecen en pie. La perspectiva del pobre y la primacía de la praxis parecen ser claves de toda teología que quiera responder adecuadamente a los retos que los cristianos pobres enfrentan en el mundo. Estas intuiciones no son viables sin una realización de aquello que fue la expresión viva de la teología de la liberación en sus inicios: las comunidades eclesiales de base reunidas en torno a la Palabra de Dios. Sin embargo, muchos elementos que acompañaron el desarrollo concreto de la teología de la liberación, tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico, no favorecieron la vitalidad de esas comunidades, sino que en muchos aspectos la frenaron. Por eso, las intuiciones originarias de la teología de la liberación exigen, para su cabal realización, la elaboración de una teología, centrada sí en la praxis de liberación, pero cuyo énfasis se sitúe en las dimensiones evangélicas de esa praxis. Sería algo así como una teología de la praxis evangélica.

1Cf. G. Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, Salamanca, 1982, p. 257.

2Cf. L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Santander, 1979.

3Así se podría hablar de la teología como intellectus gratiae, cf. J. Sobrino, "La teología y el 'principio liberación', Revista latinoamericana de teología 35 (1995), p. 140.

4Cf. M. Luther, Von den Konziliis und Kirchen, WA 50, pp. 628 y ss.

5Cf. D. Schweickart, Against Capitalism, Oxford, 1996.

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