Salvación / Soteriología

SALVACIÓN / SOTERIOLOGÍA

Antonio González

La doctrina de la salvación o ``soteriología'' tiene una importancia capital para la teología cristiana, pues en ella se reflexiona en definitiva sobre la relevancia de la fe cristiana para la humanidad. El anuncio cristiano al mundo es indudablemente un anuncio de salvación. La estructuración corriente de los tratados teológicos tiende sin embargo a situar los problemas soteriológicos dentro de otras materias, como el tratado de gracia, el tratado sobre la fe, la cristología o la pneumatología. El problema puede ser, en algunos casos, la falta de clarificación sobre esta dimensión fundamental de la fe cristiana. Los cristianos anuncian al mundo que en Cristo nos ha venido la salvación. ¿Por qué? ¿Realmente necesitamos ser salvados? Y si lo necesitamos, ¿no es el ser humano responsable de liberarse a sí mismo de todo lo que le oprime? Y si necesitamos un salvador, ¿por qué precisamente ese salvador tiene que ser Cristo?

Algunas de estas cuestiones ya han sido tratadas en el artículos obre el ``pecado original'' (véase). La doctrina teológica del pecado original nos muestra la universal necesidad humana de salvación, y la imposibilidad última de una ``auto-salvación''. Aquí trataremos de decir positivamente en qué consiste la salvación cristiana.

1 Imágenes bíblicas de la salvación

Entre la multitud de las imágenes bíblicas para la salvación, la figura de Abraham resulta especialmente significativa. En los relatos del Génesis, las distintas expresiones del pecado humano encuentran algún acto de misericordia por parte de Dios. Adán y Eva reciben unas túnicas de pieles (Gn 3,21), Caín obtiene una marca que le protege de ser asesinado (Gn 4,15), y Noé la promesa de que nunca se repetirá el diluvio (Gn 9,12ss). Después del episodio del imperio Babel (Gn 11), en el que culmina el pecado de Adán, la acción salvífica de Dios consiste precisamente en la elección de Abraham (Gn 12). Se trata por cierto de una elección particular, biográficamente concreta. La salvación no se presenta como algún tipo de norma, regulación, o disciplina promulgada universalmente para toda la humanidad, sino como un hecho histórico concreto. Esta particularidad no es empero excluyente, sino que constituye una bendición que habrá de alcanzar a todas las familias de la tierra (Gn 12,3). Por otra parte, la historia de Abraham nos presenta el carácter gratuito de la salvación. Ningún mérito previo de Abraham es mencionado. La salvación no es obra humana, sino obra de Dios. Por eso la respuesta adecuada de Abraham es la fe (véase). A diferencia de Adán, que prefirió creer a la serpiente, Abraham creyó las promesas de Dios, dando lugar a una nueva forma de justicia (Gn 15,6). Ya no es una justicia basada en los cálculos sobre las regularidades que se observan en el mundo, sino una justicia que pone su esperanza en una promesa que viene de Dios, y que por tanto transciende todo lo que uno por sí mismo puede esperar. La fe de Abraham en la promesa no es un proceso meramente interior, sino que entraña constitutivamente un ponerse en camino, y una ruptura con los lazos familiares y sociales anteriores (Gn 12,1). La fe no es tampoco un proceso exclusivo de Abraham, sino que atañe a todo su clan, y da lugar a un pueblo. No es un pueblo como los demás pueblos, sino un pueblo que, precisamente por tener una misión universal, ha de ser distinto de los demás pueblos, tal como se expresa en la circuncisión con la que se señala el pacto de la comunidad abrahámica con Dios (Gn 17).

El pueblo abrahámico no era, sin embargo, un estado ni un imperio. Más bien Abraham y sus descendientes viven al margen de los estados contemporáneos, de los que reciben más bien amenazas a su continuidad como pueblo (Gn 12,10-20; 20; 26,1-11). El relato del Éxodo, centro de la fe de Israel, expresa justamente la salvación en términos de un enfrentamiento entre el pueblo abrahámico y un imperio. De nuevo se expresa aquí el carácter histórico de la salvación. Esta historicidad es por un lado materialidad. La salvación concierne claramente a la liberación de la opresión social y económica que sufren los israelitas. Y la salvación se concreta, de acuerdo con las promesas hechas a Abraham, en la entrega de una tierra en la que ``mana leche y miel'', y en la constitución, en la periferia del imperio, de un pueblo en el que no se van a repetir las injusticias de Egipto. La ley antes que una exigencia es un don de Dios destinado a posibilitar una existencia colectiva sin pobreza, desigualdad, ni dominación. La historicidad no sólo significa materialidad, sino también particularidad. En un momento concreto del tiempo, un grupo determinado de personas pobres y oprimidas experimenta una liberación. Entre ellas hay muchos que no son descendientes de Abraham (Ex 12,37-38), y que son sin embargo también convocadas a constituir un pueblo particular y concreto, separado (esto significa ``santo'') de los demás pueblos. Esta santidad no significa sin embargo exclusión. El pueblo de Dios está destinado a ser un pueblo sacerdotal (Ex 19,6), porque su tarea consistirá en bendecir a los demás pueblos. La bendición consiste ante todo en mostrar a todos los pueblos la nueva forma de vida que Dios ha creado como algo que otros dioses no pueden crear (Sal 82), y que sin embargo resulta universalmente atractivo para las demás naciones (Dt 4,6-8), que terminarán peregrinando hacia Sión para incorporarse al pueblo de Dios (Is 2,1-5, etc.).

De nuevo la experiencia del Éxodo señala la gratuidad de la salvación. El pueblo no es liberado por sus méritos previos, sino por el amor misericordioso de Dios (Dt 7,7-8; 9,6). De modo que la la liberación obtenida no puede convertirse en un motivo para engreírse atribuyéndose a uno mismo lo logrado (Dt 8,11-20). A esta misericordia solamente cabe responder con fe. Una fe que no es un mero proceso interno, sino que entraña un ponerse en camino sin el cual no acontece la salvación. Este ponerse en camino es una ruptura con las viejas relaciones sociales, y con las seguridades que proporcionaban incluso en medio de la opresión (las cebollas de Egipto...). Ciertamente, esta ruptura misma no puede ser considerada como mérito humano, sino como obra del Dios que, al dividir las aguas del mar, repite la hazaña de la creación (Gn 1,7), dando lugar a una radical novedad histórica. La victoria mitológica sobre el monstruo marino primigenio (Tiamat, Leviatán, Rahab) se convierte ahora en una victoria sobre el imperio egipcio (Is 27,1; 30,7; 51,9; Sal 8,4). La salvación es una nueva creación. En esta nueva creación, el pueblo que ha salido de entre las aguas queda colocado bajo una nueva soberanía. Sobre ellos ya no reina el faraón de Egipto, ni ningún otro nuevo faraón. Sobre ellos reina Dios mismo. El reinado de Dios es la figura concreta que adquiere la salvación. No es un reinado en las nubes, ni una reino utópico del porvenir. Es un reinado fácticamente ejercido por Dios en la historia a partir del momento en que libera a su pueblo de la servidumbre (Ex 15,18).

En la interpretación cristiana, la liberación que tuvo lugar en el Éxodo no fue suficiente para alcanzar el perdón del pecado adámico (véase pecado original) y para lograr una justicia plena (Hch 13,38-39). De hecho, las mismas Escrituras de Israel corroboran este diagnóstico. Desde el principio, el pueblo cayó en la idolatría, y la institución de la monarquía, después de dos siglos de existencia de Israel como una sociedad no estatal, implicó la renuncia al reinado directo de Dios sobre el pueblo, la pretensión de igualarse a los demás pueblos, y la institucionalización de las diferencias sociales en el interior del pueblo de Dios (1 Sam 8). Ciertamente, la figura del rey David y la idea de un reinado vicario de los reyes de Judá, sentados ``en el trono del reinado de Dios sobre Israel'' (1 Cro 28,5; 2 Cro 13,8), sirvieron para articular las esperanzas de una restauración futura del reinado de Dios, mediante un futuro rey ungido (Mesías), descendiente de David. Pero esto no significó ninguna gran ilusión sobre la monarquía tal como había sido experimentada por Israel. De hecho, los escritores deuteronomistas, en los libros de Samuel y Reyes, presentaron a los monarcas de Israel y de Judá como los principales responsables de la aparición de la idolatría y de la injusticia social en el pueblo de Dios. Por su parte, los profetas de Israel, tras denunciar esa idolatría e injusticia social en el pueblo de Dios como dos caras de una misma moneda, van trasladando hacia el futuro la esperanza en una liberación que habría de superar la acontecida en el Éxodo. Y el cristianismo enlaza con la fe de Israel cuando afirma que esa salvación ha tenido lugar en el Mesías Jesús.

2 La salvación en Cristo

La salvación que aparece en Cristo está profundamente enraizada en las concepciones veterotestamentarias de la salvación, y mantiene sus rasgos más característicos. Jesús comienza su misión anunciando la inminente llegada del reinado de Dios. No se trata de la formulación de una utopía general sobre un estado futuro de cosas, sino más bien del anuncio de que Dios va a volver a ejercer su soberanía sobre su pueblo, eliminando por tanto toda injusticia y toda idolatría de en medio del mismo. Por eso el anuncio de la salvación que trae Jesús interesa primeramente a los pobres y a los oprimidos (Lc 6,20). De ninguna manera se puede decir que con Jesús desaparece la historicidad de la salvación. El reinado de Dios que Jesús anuncia es un reinado que está irrumpiendo ya la esta historia. Dios no reina si no tiene un pueblo históricamente concreto sobre el que ejercer su reinado. El que esta salvación interese primeramente a los pobres, y los múltiples relatos sobre las curaciones nos muestran que la materialidad de la salvación no desaparece en el Nuevo Testamento, por más que la salvación en su plenitud no se agote en ella (Ro 14,17).

De este modo, la salvación que aparece en Jesús tiene también un carácter particular, pues Jesús dirige primeramente su misión a un pueblo muy concreto: al pueblo de Israel (Mc 7,24-21-28; Mt 23,35). El rechazo de Jesús por parte de los dirigentes de Israel y el alejamiento de las masas judías no implica sin más una ``universalización'' abstracta del mensaje de Jesús, sino más bien la concentración de Jesús en el grupo más pequeño de sus discípulos, entre los cuales la designación de los doce indica su voluntad de representar en ellos a la totalidad de un Israel restaurado. Sin embargo, la particularidad no significa exclusivismo: la comunidad de los discípulos de Jesús cumple una función universal, destinada -como Sión- a atraer a toda la humanidad (Mt 5,14-16). Por eso la comunidad de los discípulos de Jesús no se puede constituir sobre los mismos principios sobre los que están constituidas las sociedades del mundo, en las que reina la opresión y la violencia (Mc 10,41-45 par.). Y esto implica en último término que la salvación que aparece en Jesús no puede realizarse mediante un mesianismo estatal como el que había aparecido en Israel con la introducción de la monarquía (Jn 6,15). La salvación que trae Jesús es decididamente no-estatal y no-violenta, y da lugar históricamente a una comunidad alternativa (Mt 5, 1-48). No es posible atraer, cuestionar, denunciar y proponer sin mostrar una posibilidad distinta, y el coste de la distinción es la necesaria ruptura con las seguridades de la vieja sociedad (Mt 10,34-38; Mc 10,17-31, Lc 14,25-33) .

La alimentación de las multitudes por parte de Jesús es el único milagro transmitido por los cuatro evangelistas, y en él se muestran claramente algunas las dimensiones fundamentales de la salvación cristiana. En el desierto, en un nuevo éxodo, Jesús da de comer a la multitud que le sigue. Jesús les tiene que aclarar a sus discípulos que la alimentación de las multitudes es una tarea de su competencia, pero que esta alimentación no es posible si los discípulos se limitan a convertirse en mediadores entre el sistema dominante y la multitud hambrienta. La alimentación es eficaz solamente cuando desde ahora y desde abajo los discípulos comienzan a compartir lo poco que tienen. Así se constituye, en torno a Jesús, una sociedad distinta en la que los bienes escasos alcanzan para todos, y aun sobra (Mc 6,30-44 y par.). No estamos por tanto ante un mérito de los discípulos, sino ante algo que Jesús ha posibilitado. Al igual que en las tradiciones veterotestamentarias, la salvación que aparece en Cristo es gratuita, y no reposa sobre unos méritos previos de los que la reciben. Esta gratuidad sin consideración de los méritos es la que posibilita la igualdad de los creyentes (Mt 20,1-6) y lo que permite que los pecadores sean quienes verdaderamente pueden aceptar la salvación que trae Jesús (Mt 9,12; Lc 18,9-14).

La preferencia de Jesús por los pecadores y la preferencia por los pobres no son en realidad más que dos aspectos de la misma salvación. En la lógica adámica (véase pecado original) los pobres, enfermos, y desgraciados aparecen como merecedores de su propia situación. Si, según esta lógica, a los justos les va bien y a los injustos les va mal, esto es en definitiva porque un Dios bueno rige los destinos de la creación. En esta perspectiva, el pobre, el enfermo o el desgraciado es en definitiva alguien que, como pecador, se merece el rechazo de Dios. Y ese rechazo es visible en su situación de pobreza, enfermedad y desgracia. Ahora bien, la salvación que aparece en Jesús rompe con esta lógica. Por eso, el perdón de los pecados y la curación de los enfermos son dos aspectos constitutivos de una misma salvación (Mc 2,8-12). La salvación que anuncia y realiza Jesús rompe con toda posibilidad de autojustificación en términos de méritos, y por ello rompe también con toda pretensión de presentar a la víctima como culpable de su propia situación. La pobreza, el pecado, la enfermedad y la desgracia son ahora más bien el ámbito privilegiado donde se muestra la eficacia y las posibilidades de la salvación que Dios nos trae (Jn 9,1-3; Lc 13, 1-5).

De esta manera, la salvación que se manifiesta en Cristo parece tocar un ámbito radical. La continuidad con el Antiguo Testamento comienza tomar los caracteres de una superación. Porque, en la religión de Israel, la conciencia de la gratuidad de la acción salvífica de Dios nunca había llegado a romper definitivamente con la posibilidad de hallar la justicia como resultado de las propias acciones. La presencia de los sacrificios no deja de ser un indicio de este hecho. En los sacrificios, el beneplácito divino se busca como resultado de la propia acción sacrificial. En los sacrificios expiatorios, la caída de los castigos merecidos sobre una víctima sustitutoria asegura la restauración de las relaciones con la divinidad. Todo esto seguía presente en la religión de Israel. Desde la perspectiva cristiana, esto significa que el ``pecado original'' (véase) aún no había sido superado. Seguía abierta la posibilidad de una autojustificación. La ley de Israel, siendo santa y justa, podía ser utilizada por el pecado para buscar la propia justicia (Ro 7). Pues bien, el cristianismo afirma que con Cristo ha sido superada esta raíz última de todo pecado; que la ``culpa de Adán'' ha sido cancelada. Y, sin embargo, atribuye esta superación a un sacrificio: el sacrificio del Mesías en la cruz. ¿Cómo entender esto?

3 Salvación en la cruz

La muerte de Jesús no se puede entender al margen de su ministerio (Ellacuría, 1977). Es precisamente la continuidad de su praxis con la salvación histórica experimentada por Israel en su historia lo que le conduce al enfrentamiento con los poderes económicos, políticos y religiosos de su tiempo, que a lo sumo aspiraban a constituir a Israel en una monarquía independiente, ``como las demás naciones'', pero no a la renovación de la misión originaria de Israel como sociedad distinta y alternativa. Del mismo modo, la muerte de Jesús no se explica tampoco sin su disposición voluntaria para dar la vida, sin huir ni ejercer la violencia para evitar la muerte o, al menos, para morir matando (Driver, 1991). De hecho, la respuesta a la violencia con violencia no habría significado una salida de la lógica adámica de los méritos y las retribuciones (Mt 5,38-48). Y esto es precisamente lo que Jesús viene a abolir. Y entonces nos encontramos con la inaudita afirmación cristiana de que el aparente fracaso de Cristo, su aparente abandono por Dios y su muerte de esclavo constituyen el núcleo de una salvación nueva y definitiva.

El Nuevo Testamento afirma la muerte de Cristo por nosotros (2 Co 5,14; Lc 22,20; etc.), y trata de describir esta eficacia en favor nuestro con una pluralidad de imágenes. Así, por ejemplo, se presenta la salvación como el hecho de haber sido comprados a un alto precio (1 Co 6,20), lo cual conecta con la idea de la redención de algún bien dejado como prenda o con el precio de la libertad de un esclavo (1 P 1,18). Otra idea es la de la sustitución en la que se señala que el que no tenía pecado murió en lugar de los pecadores (2 Co 5,21). La idea conecta con el sufrimiento vicario del ``Siervo del Señor'', tal como aparece en Isaías (Is 53,5-6). También es importante la imagen de una reconciliación (Ro 5,10) entre Dios y la humanidad, aunque se puede discutir hasta qué punto la reconciliación describe la obra salvífica como tal o más bien el resultado de la misma (Col 1,20). Otras representaciones pueden ser la del derribo del muro de la división entre judíos y paganos (Ef 2,13-16), la de la destrucción de un documento de decretos contra la humanidad (Col 2,14), o simplemente la de pasar por alto o no tomar en cuenta los pecados (2 Co 5,19; Ro 3,25; 4,8). Ahora bien, una imagen dominante es sin duda la del sacrificio (Ef 5,2). Incluso algunas de las imágenes anteriores pueden estar en ocasiones ligadas con ideas sacrificiales (González, 1999, 312-316). Jesús es presentado como el cordero pascual (1 Co 5,7), o como la víctima del sacrificio del pacto (Heb 13,20). Muchas veces se alude explícitamente a la idea de expiación, como cuando se presenta a Cristo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 2,2), o cuando se compara la muerte de Cristo con los sacrificios expiatorios de la antigua alianza (Heb 9,1-18).

A lo largo de la historia del pensamiento cristiano irán apareciendo otras imágenes, como por ejemplo la que presenta la muerte de Cristo como una transacción con Satán, en la que éste habría resultado engañado (Orígenes, Gregorio de Nicea), o la idea de la muerte de Cristo como una manifestación del amor de Dios al ser humano, destinada a conmoverle y a cambiarle (Abelardo). Sin embargo, posiblemente la explicación más influyente de la salvación es la que se remonta a Gregorio Magno, y que tiene una formulación clásica en Anselmo de Canterbury. Posiblemente, la intención de Anselmo era mostrar que el amor y la justicia de Dios no se miden por las cosas creadas, sino en Dios mismo. En Adán, Anselmo ve una ofensa a Dios, que por ser tal no es una ofensa finita, sino infinita. Siendo Dios justo, esta ofensa no podía quedar sin castigo o sin una expiación que satisficiera el deshonor sufrido. Y esto significa que ningún ser humano podía proporcionar esa satisfacción, sino solamente Dios mismo. Sin embargo, la ofensa era humana, y debía ser pagada por la humanidad. De modo que solamente un Dios-hombre podía realizar la expiación requerida (Cur Deus homo II,7). De ahí la necesidad del sacrificio de Cristo. Dado que el sacrificio de Cristo fue voluntario, y que él era inocente, su ofrenda superó las ofensas, y redundó en beneficio de todo el género humano.

La teoría ``anselmiana'' (en un sentido amplio) fue enormemente influyente en la cristiandad occidental, tanto católica como protestante, llegando a conformar en buena medida la piedad popular hasta el siglo XX. Una gran parte de los teólogos posteriores a Anselmo adoptaron esta explicación de la salvación, si bien haciendo algunas matizaciones. Tomás de Aquino señaló que Dios, en su omnipotencia, podía haber determinado otro modo de salvar a la humanidad, pero que, presupuesta su presciencia y su preordenación de la pasión de Cristo, no era posible al mismo tiempo que Cristo no sufriera y que el hombre no fuera liberado (Summa Theologica III, q. 46, a. 2). Los reformadores admitieron fundamentalmente la doctrina anselmiana sobre la necesidad del sacrificio, transformando la imagen de una ofensa al honor de Dios por la de una transgresión de la ley. De este modo, la satisfacción se entiende ante todo como un sacrificio penal para satisfacer la justicia de Dios (Berkhof, 1995, 234). Ahora bien, la teología contemporánea ha ido encontrando cada vez más dificultades en esta comprensión de la obra salvífica de Cristo. Particularmente parecen problemáticas las imágenes de un Dios que exige una satisfacción de su honor ofendido, o la idea de un Dios que no puede o no quiere perdonar las culpas de la humanidad sin exigir previamente un sacrificio. Ahora bien, las insuficiencias de las soteriologías ``anselmianas'' no nos pueden conducir a privar de significado al testimonio bíblico sobre la muerte de Cristo por nosotros, de manera que al cristianismo no le quede más mensaje salvífico que el análisis de las razones que llevaron a Cristo a la muerte, una afirmación vaga sobre el amor de Dios, o una invitación al compromiso ético propio de todo ser humano.

En realidad, la principal dificultad de la teoría anselmiana de la salvación estriba en que nos presenta a Dios actuando según una concepción de la justicia consistente en un sistema de méritos y retribuciones (véase ``pecado original''). Ciertamente, en la historia de las religiones no es infrecuente que las divinidades adopten la función de ser los garantes de que a los justos les va bien mientras que los injustos son finalmente castigados. Sin duda, también en la religión de Israel aparece repetidamente esta concepción. Ahora bien, la desobediencia del ser humano (``Adán'') ha sido descrita por el capítulo 3 del Génesis precisamente como el intento de lograr una autojustificación mediante la correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados. En esta concepción, el culpable merece un castigo. Ahora bien, ya en los relatos del Génesis Dios aparece como aquél que no ejecuta el castigo merecido, sino que más bien protege a Caín de las consecuencias merecidas de su fraticidio. Dicho en otros términos: el ser humano, en la medida en que está situado en la lógica adámica de las retribuciones, no puede perdonar. En cambio, Dios sí puede perdonar (Os 11,9), y el perdón es por ello una prerrogativa exclusiva suya. La soteriología de inspiración anselmiana, por el contrario, nos presenta a Dios como alguien que actúa según la lógica adámica de las retribuciones. Y, por coherente y atractiva que sea tal soteriología, si Dios está preso del esquema adámico de la ley, la salvación del mismo es imposible.

Lo que ha sucedido en la cruz es sin embargo la anulación, por parte de Dios, de la lógica adámica de las retribuciones. La fe cristiana afirma la identificación de Dios con Jesús de Nazaret. Dios estaba en el crucificado reconciliando el mundo consigo. Es decir, Dios mismo, el que presuntamente había de servir como garante de la correspondencia entre las acciones humanas y sus resultados, estaba presente en la cruz. Dios mismo sufrió el destino de los que, según la lógica adámica, han sido rechazados por Dios. El destino de los pobres, de los fracasados, de los derrotados y de los rebeldes. Dios mismos sufrió el destino de los que la lógica de las retribuciones declara como culpables. En el esquema de las retribuciones, la víctima es culpable. En la cruz, Dios mismo es la víctima de ese esquema. De este modo, en la cruz queda anulada ante Dios la lógica de las retribuciones que presuntamente tenía que garantizar. Dicho en la terminología clásica del cristianismo: en la cruz se ha superado y se ha perdonado la culpa de Adán.

Ciertamente, la cruz muestra el amor de Dios a todos los seres humanas. Especialmente su amor a los pobres, a los enfermos y a los derrotados, cuya suerte ha compartido. Pero también el amor a los pecadores. Pues los pecadores, en la lógica adámica de las retribuciones, han de recibir el castigo que merecen. La muerte de Jesús en la cruz, al anular el esquema de las retribuciones, es al mismo tiempo solidaridad con los pobres y perdón de los pecadores. No son dos afirmaciones yuxtapuestas, sino dos aspectos constitutivos de una misma acción salvífica de Dios. En este sentido, la salvación es la reconciliación que Dios ejerce en favor de todos los presuntamente rechazados por él, es decir, en favor de todas las víctimas y de todos los pecadores. En favor de todos nosotros. Pero la reconciliación es también, allí donde los efectos de la obra de Cristo cobran concreción histórica, el inicio de una reconciliación de la humanidad, el derribo del muro entre las víctimas y los verdugos.

Desde esta perspectiva cobran sentido las imágenes bíblicas de la salvación. La muerte de Cristo puede ser entendida como una muerte por nosotros. Dios nos ha rescatado de la esclavitud de la lógica de Adán, y de todas sus consecuencias individuales, sociales e históricas (véase ``pecado original''). Este rescate ha sido la compra a un alto precio, pues Dios mismo, al identificarse con Cristo, ha sufrido el destino de los aparentemente abandonados por Dios. En Cristo, el acta de los decretos que había contra nosotros, y que nos acusaba, ha sido anulada (Col 2,14), pues este acta no era otra que la lógica de las retribuciones según la cual todas nuestras culpas merecen un castigo. La muerte de Cristo puede incluso pensarse como sustitución, no en el sentido de que Cristo sufra un castigo por parte de Dios, sino en el sentido de que, en Cristo, Dios mismo ha experimentado el destino que aparentemente merecen los pecadores: el que no tenía pecado, fue hecho pecado por nosotros (2 Co 5,21).

Ahora bien, la salvación también se puede entender en términos de un sacrificio, si bien de una forma analógica. La salvación no es una expiación en sentido estricto, como se pensó en las teorías anselmianas. Sin embargo, en la cruz hubo, como en las expiaciones, una víctima sustitutoria, y en ella se logró una reconciliación. Ahora bien, la cruz pone fin a todos los sacrificios. Porque los sacrificios se fundan en último término en la lógica adámica de las retribuciones. Ellos pretenden obtener, como resultado de la acción sacrificial, el beneplácito de la divinidad. O pretenden trasladar las culpas merecidas sobre una víctima. Al anular Dios en la cruz la lógica adámica de los méritos y las retribuciones, sobre la que se fundan las sacrificios, los sacrificios han perdido su fundamento. La cruz no sólo perdona pecados particulares, como pretendían los otros sacrificios, sino que anula el pecado fundamental, sobre el que se fundaban todos los sacrificios. Dicho en otros términos: el sacrificio de Cristo ha sido definitivo, y ningún sacrificio más es ya necesario (Heb 10,11-14; 7,11-28; 9,12).

La lógica de las retribuciones constituye la raíz última de todas los pecados particulares, tanto individuales como sociales e históricos, que el Génesis hace culminar en el imperio de Babel (Gn 11). La salvación que ha tenido lugar en Cristo, precisamente porque anula la lógica sobre la que se funda toda forma de dominación, es una radical liberación. No es una liberación que sustituye una forma de dominación por otra nueva, sino una liberación que destruye las raíces mismas de la opresión. Allí donde la salvación de Cristo ha llegado, aparecen unas nuevas relaciones sociales, libres de dominación. Aparece una nueva creación (2 Co 5,17). La comunidad de los discípulos, sobre los que el Mesías reina, se constituye así en un elemento decisivo para la salvación que Dios quiere realizar con toda la humanidad. Lo importante no está primariamente en que esta comunidad sea administradora de algunas provisiones salvíficas concretas. El punto decisivo consiste en que, allí donde la salvación se hace presente, aparecen unas relaciones sociales distintas, libres de la violencia estatal o privada, libres de la pobreza y libres de la dominación. Son las primicias históricas de la salvación definitiva, que llegan a nosotros por la fe (véase).

4 Bibliografía

Berkhof, L., Historia de las doctrinas cristianas, Barcelona, 1995.

Driver, J., ``La cruz de Cristo: la no-violencia de Dios'', Cuadernos de no-violencia (Serpaj-México) 5-6 (1991) 47-55.

Ellacuría, I., ``¿Por qué muere Jesús y por qué le matan?'', Misión abierta 2 (1977) 17-26.

González, A., Teología de la praxis evangélica, Santander, 1999.