Reinado de Dios y ministerios cristianos

Reinado de Dios y ministerios cristianos

Antonio González

"Hubo entre ellos una disputa acerca de quién de ellos parecía ser el más importante. Entonces él les dijo: 'Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que tienen autoridad sobre ellas son llamados bienhechores. Pero entre vosotros no será así. Más bien, el que entre vosotros sea el importante, sea como el más nuevo; y el que es dirigente, como el que sirve. Porque, ¿cuál es más importante: el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Sin embargo, yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. Y vosotros sois lo que habéis permanecido conmigo en mis pruebas. Yo, pues, dispongo para vosotros un reino, como mi Padre lo dispuso para mí; para que comáis y bebáis en mi mesa en mi reino, y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel'" (Lc 22,24-30).

La cuestión del reinado de Dios está íntimamente ligada a la cuestión de los ministerios en la iglesia. En el evangelio de Lucas, la pretensión de algunos discípulos de ocupar los lugares más importantes en el reino que, según creían, Jesús iba a instaurar en Israel, es contestada por Jesús con unas palabras significativas. Jesús contrapone las estructuras de dominación que se dan en las naciones con las estructuras de servicio que han de caracterizar a la nueva sociedad que él pretende instaurar entre sus seguidores. La nueva sociedad no estará caracterizada por la dominación, sino por el servicio.

Este contraste aparece en el texto como un contraste entre reinos. Por una parte, aparecen los reyes de las naciones, ocupados en enseñorearse de sus pueblos, y en legitimar su dominación presentándose como bienhechores. Pero, por otra parte, aparece un reino distinto. Es el reino que Jesús ha estado anunciado a Israel. No se trata, como a veces se suele pensar, de un reino en los Cielos. Los Cielos, en el lenguaje de los judíos piadosos del siglo I, es un modo de designar a Dios. La bendición de los Cielos es simplemente la bendición de Dios. Pecar contra el Cielo es pecar contra Dios (Lc 15,21). El reino de los Cielos es simplemente el reinado de Dios. Este reinado tampoco es una utopía para el futuro, cuando algunos políticos hagan bien su trabajo. El reinado de Dios es precisamente el hecho de que Dios quiere comenzar a reinar ya en el presente. El comienzo de este reinado es justamente lo que Jesús anuncia en los evangelios. Por eso, lo que en opinión de Jesús tienen que hacer los políticos de Israel es devolver a Dios lo que es de Dios, para que él vuelva a gobernar sobre su pueblo.

1, El anuncio del reinado de Dios

En el siglo XIX algunos teólogos pensaron que el reinado que Jesús venía a anunciar representaba el final del mundo. Posiblemente los muchos siglos de la historia de la iglesia occidental habían llevado a muchos a imaginarse el reinado de Dios como una situación de ultratumba, más allá de la historia presente. Y la llegada de esta situación de ultratumba no podía significar para ellos otra cosa que el final de la historia. Sin duda es cierto que el reinado de Dios no se agota en esta historia, sino que tiene una dimensión escatológica. Pero, en la mentalidad de Jesús y, en general, en la mentalidad del judaísmo del siglo I, la dimensión escatológica era la culminación de un comienzo del reinado de Dios en nuestra historia. En realidad, se trataba de que Dios volviera a reinar directamente sobre su pueblo, reproduciendo con creces la situación en la que Dios había hecho lo mismo, al liberar al pueblo de Israel del reinado del faraón y situarlo bajo su propia soberanía (Ex 15,18).

Precisamente por eso, el texto del que estamos hablando nos describe a Jesús dirigiéndose a los doce apóstoles, representantes de las tribus del Israel originario, y hablándoles de su papel es el nuevo reinado de Dios (Lc 22,28-30). Ellos serán como los "jueces" o líderes carismáticos que lideraron al pueblo durante el tiempo de su existencia pre-estatal, cuando Dios mismo era el que reinaba sobre su pueblo, sin necesidad de un estado que introdujera y legitimara las diferencias entre los israelitas (Jue 8,22-23; 1 Sam 8). Como en el tiempo de los jueces, su liderazgo no dará lugar a privilegios que diferencien al juez (o sus descendientes) del resto de sus hermanos hebreos, sino que su liderazgo será un liderazgo de servicio, y por lo tanto no consistente en derechos permanentes, sino limitado a la prestación de ese servicio. El servicio, y no el poder, será la característica de la sociedad que Jesús está proponiendo para sus seguidores.

Al elegir simbólicamente a los representantes de un Israel renovado para convertirlos en los enviados ("apóstoles") a iniciar la nueva sociedad, Jesús claramente está indicando que él no entiende el reinado de Dios sobre su pueblo como el final inmediato de la historia, sino como un cambio inmediato en la historia. Este cambio radical podía expresarlo el judaísmo del siglo I con las imágenes de una transformación cósmica, incluyendo la caída de las estrellas o fenómenos semejantes. Pero con ello no se quería indicar el final de la historia, sino la transformación radical de la historia mediante la intervención de Dios en ella, no para destruir, sino para reinar. Para reinar sobre un Israel reconstituido y renovado, en el que finalmente serían visibles la paz, la igualdad, la justicia y la fraternidad que aparecen allí donde reina Dios mismo, y no los reyes y faraones de las naciones. No una utopía para un futuro lejano, sino una realidad que estaba ya irrumpiendo en la historia, precisamente en el grupo de los seguidores de Jesús (Lc 17,21).

La idea de que Jesús pensaba en un final de la historia llevó a los teólogos de la "escatología consecuente" a resignarse a aceptar un Jesús "apocalíptico", que se habría equivocado en sus previsiones, y que poco podría enseñarnos a quienes vivimos muchos siglos después de que el mundo no se acabó. Otros prefirieron una vía alternativa: asegurar que Jesús no habría dicho nada sobre el futuro, y que todo lo referido a la venida inminente del reinado de Dios tendría que haber sido un invento de la comunidad primitiva. Ciertas imágenes actuales de Jesús como un filósofo cínico todavía provienen de un malentendido sobre las ideas que el judaísmo tenía sobre el reinado de Dios. Lo que se quiere evitar, por incómoda, es la imagen de un Jesús que anunciaba la llegada del reinado de Dios. Ahora bien, el reinado de Dios no es un reino de ultratumba, y su venida no es el final de la historia. El reinado de Dios es el hecho de que Dios comienza a reinar, en la historia, sobre un Israel renovado, repitiendo y llevando a su plenitud la liberación acontecida en el Éxodo.

Desde el punto de vista histórico, se trata de la hipótesis más sencilla y más coherente sobre Jesús. El reinado de Dios, entendido como un reinar de Dios sobre su pueblo, era precisamente lo que esperaba el judaísmo del siglo I, y era también lo que anunciaron los cristianos durante los primeros siglos, algo muy evidente si nos tomamos la molestia de leer sus textos. En el siglo II, Policarpo de Esmirna sigue hablando a las autoridades romanas que lo van a ejecutar en términos del reinado exclusivo de Dios sobre su pueblo. Desde el punto de vista del historiador, no tiene sentido tratar de introducir entre el judaísmo del siglo I y el cristianismo naciente a un Jesús convertido en filósofo cínico que nada tendría que ver con el anuncio del reinado de Dios (cf. N. T. Wright, 1992). De lo que se trata más bien es de entender qué formas concretas adquirió el reinado de Dios anunciado por Jesús para explicar su rechazo por los dirigentes de Israel.

Y aquí la explicación es muy sencilla: frente a la aceptación de la situación de dominación, como quería la aristocracia sacerdotal, y frente a la idea de una realización nacionalista y estatal del reinado de Dios, preconizada por los fariseos (incluyendo su variable revolucionaria), Jesús quiso algo muy distinto. Quiso una renovación de Israel en la que no sería necesario tener un estado como las demás naciones (Lc 22,25 y 1 Sam 8), porque el servicio mutuo daría lugar a una fraternidad en la que desaparecerían la dominación y la violencia. El Sermón del Monte (o del Llano) es la mejor expresión de esta radicalización de las esperanzas de Israel. La alimentación de las multitudes la muestra en la práctica. Un pueblo que ha roto con las estructuras económicas de la vieja sociedad, donde se reparten los bienes, donde el cambio no comienza en los palacios, sino en la base, donde los dirigentes sirven en las mesas, y donde finalmente los recursos alcanzan para todos (Mc 6,30-44).

2. La muerte del siervo

Esta concepción del reinado de Dios es la que inevitablemente causa la oposición de los que querían convivir con la dominación (como querían los saduceos o los herodianos), porque implicaba un cambio radical en las estructuras de Israel y en las estructuras de cualquier sociedad actual. Y también causa inevitablemente la oposición de todos los que sueñan en una victoria sobre la injusticia que consista en utilizar los mismos medios estatales y violentos de los que dispone la injusticia. Porque, al final, los vencedores terminarán siendo muy parecidos a los viejos opresores, repitiendo el ciclo de las dominaciones (Wink, 1992). Si Jesús va a la cruz, abandonado por todas las principales direcciones del judaísmo, es precisamente por su idea radical del reinado de Dios. No sus ideas radicales sobre un reino futuro de paz y justicia, que todos sus contemporáneos podían haber suscrito perfectamente. Sino por sus ideas radicales sobre el modo de aceptar y entrar ya ahora en ese reinado: renunciado al estado, a la dominación, a la violencia, y a los propios bienes para iniciar ya desde ahora una comunidad fraterna de servicio mutuo.

La muerte de Jesús en la cruz selló este proyecto, y los primeros cristianos lo interpretaron como la primera victoria del mismo. El Mesías, es decir, el rey ungido por Dios, había renunciado a la violencia, y había sido derrotado por los dirigentes de Israel, aliados de los poderes paganos. Pero Dios se había identificado con el Mesías, cargando con su proyecto, y haciéndolo viable. El Mesías había sido levantado de la muerte, y el reinado del Mesías era ahora el reinado mismo de Dios. Uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento es un himno que Pablo cita en una de sus cartas, pero que posiblemente es anterior a ellas. En ese himno se nos dice claramente que Dios mismo ha tomado en Jesús la forma de siervo, y ha cargado con esa condición hasta la muerte. Precisamente por ello Jesús puede recibir ahora el título que los judíos reservaban para Dios y los paganos para el emperador: Jesús es Señor (Kyrios) para gloria de Dios Padre (Flp 2,6-11).

3. El reino de sacerdotes

Respecto a la nueva sociedad, el proyecto de Jesús había recibido un sello que lo ponía más allá de las esperanzas más radicales del Antiguo Testamento. Porque ya no se trataba ahora simplemente de decir que el hecho de que Dios reina hace innecesaria la existencia de cualquier otro rey sobre Israel. Ya no se afirmaba únicamente que el reinado de Dios implica el final de cualquier soberanía faraónica y el comienzo de una sociedad fraterna de personas libres. Ahora se podía decir algo más radical. Y es que Dios mismo estaba en el Mesías reconciliando el mundo consigo (2 Co 5,19). Dios mismo estaba en Jesús, no reinando en cualquier sentido usual de la expresión, sino sirviendo hasta la muerte. Esta entrega radical de Dios a nosotros en Jesús era la piedra firme sobre la que se podía fundar la nueva sociedad. Confesar a Jesús como el Hijo crucificado de Dios era el inicio de una nueva forma de comunidad humana caracterizado por el servicio mutuo. El reinado de Dios adquiría así unas características inesperadas de máxima radicalidad.

En primer lugar, el reinado era un reinado compartido. El que tenía que reinar, el Mesías, se había comportado en medio de sus discípulos como el que sirve (Lc 22,27). Su reinado era entregado a sus discípulos. Su reinado era un reinado compartido. El reino de Dios Padre es el mismo reino del Mesías y es el reino de todos los que son miembros del mismo. No solo de los doce apóstoles como representantes de las tribus de Israel, sino también el reinado de las mismas tribus de Israel e incluso de las naciones paganas que se incorporarán a ellas en los tiempos finales (Lc 22,28-30; Mt 8,11; 25,34). El pueblo renovado de Dios es un pueblo sobre el que Dios reina, pero su reinado es tal, que el pueblo de Dios es también un pueblo de reyes (Ap 1,6; 5,10).

En segundo lugar, el reinado de Dios es un reinado sacerdotal. En el Antiguo Israel, el carácter sacerdotal del pueblo de Dios (Ex 19,6) había convivido con la existencia de un grupo sacerdotal en el interior de ese mismo pueblo, encargado del culto y de los sacrificios. La muerte del Hijo de Dios en la cruz es interpretada ahora, especialmente en la carta a los Hebreos, como el sacrificio definitivo, que hace inútiles todos los sacrificios, y que por tanto hace inútil todo sacerdocio. El templo al que Jesús se había enfrentado ha sido declarado con su muerte definitivamente inútil y sin sentido. El único sacerdote es Jesús mismo, pues su sacrificio ha sido definitivo. Como dice expresamente el capítulo séptimo de la carta a los Hebreos, su sacerdocio es perpetuo, para siempre. Ya no necesita pasar a nadie más, ni se necesitan más sacerdotes. Si Jesús es el único mediador, no se necesitan otros mediadores.

En otro sentido, sin embargo, todo el pueblo de Dios, y no una casta del mismo, es sacerdotal. El sacerdocio de este pueblo no consiste primeramente en una cualidad individual que tengan los miembros del mismo, sino en una característica suya como pueblo. Si en la historia humana aparece una sociedad regida por Dios, y caracterizada por el servicio mutuo, la igualdad, y la fraternidad, esta sociedad tiene una función en esa historia, querida por el Señor de la historia. La nueva sociedad no está en la historia humana para considerarse superior o para aislarse. La nueva sociedad está en la historia humana para mostrar una alternativa, distinta pero atractiva, a todos los pueblos de la tierra, que quedan entonces invitados a incorporarse libremente a ella. Y esto es una bendición para toda la humanidad. La nueva sociedad no es sacerdotal porque ofrezca sacrificios inútiles después del sacrificio definitivo del Mesías. La nueva sociedad es sacerdotal porque su función en la historia es la de bendecir a todas las demás naciones. La promesa de Dios a Abraham, comenzada a realizar en Israel como pueblo sacerdotal, adquiere una figura definitiva en la sociedad de servicio mutuo inaugurada por el Mesías (Gn 12,3; Ex 19,6; 1 Pe 2,9). El pueblo de reyes es un pueblo de servidores, y justamente por ser tal, no es un pueblo destinado a dominar, sino a bendecir.

Precisamente por todo ello, las estructuras internas del pueblo de Dios son esenciales para su función en la historia. Si el pueblo de Dios en determinado momento de la historia opta por los "reyes de las naciones" como la vía expedita para alcanzar a todos los pueblos, algunas cosas pueden pasar. En primer lugar, que desaparezca la diferencia entre el pueblo de Dios y la sociedad, y por tanto que desaparezca la posibilidad de que alguien pueda representar una alternativa visible en la historia. En segundo lugar, también puede pasar que las estructuras de dominación características de esa sociedad pasen a adoptarse en las estructuras eclesiásticas, adquiriendo los dirigentes cristianos la misma forma de vida de las clases dominantes en cada momento de la historia. En tercer lugar, si deja de haber un pueblo sacerdotal en la historia, las viajes funciones sacerdotales, y todas las características antropológicas de los personajes sagrados en las diferentes sociedades serán asumidas por una casta religiosa sostenida e incluso pagada por el estado o por las clases dirigentes de esa sociedad, en la que quedará perfectamente desfigurada la concepción del ministerio propia de un pueblo de servidores.

4. El ministerio como servicio

¿Cuál es la concepción del ministerio propia del pueblo de servidores, sobre el que directamente reina el Dios anunciado por Jesús? Algunas características resultan meridianamente claras (cf. Yoder, 1995):

a) Universalidad. En primer lugar, si el pueblo sobre el que Dios reina es un pueblo de servidores, el ministerio no puede significar otra cosa que lo que originalmente significa: servicio. Y este servicio, en lugar de ser una prerrogativa propia de algún tipo de especialistas religiosos, a diferencia del resto del pueblo, es una característica de todo el pueblo de Dios. Todos los creyentes, según Pablo, han recibido un don, y este don está destinado al servicio de los demás miembros de ese pueblo. El ministerio en el Nuevo Testamento es una característica universal del pueblo de Dios. Todos han sido constituidos por el Espíritu en servidores de los demás, para así formar un cuerpo. El ministerio de Nuevo Testamento corresponde a todos y cada uno de los miembros de la comunidad creyente (1 Co 7,7; 12,7.11.18).

Si el ministerio fuera un privilegio, obviamente solamente algunos podrían acceder al mismo; de lo contrario, el privilegio ya no sería privilegio. Pero si los ministerios son un servicio, el servicio es una característica de todos los miembros del pueblo de Dios, desde el mismo Mesías, hasta el más reciente de sus miembros (Lc 22,27). Es posible que muy pronto la recepción de un ministerio estuviera acompañada de la imposición de manos (Hch 6,6; 13,3; 1 Ti 4,14). Pero difícilmente se puede equiparar este signo a las posteriores “ordenaciones”, en el sentido de un “sacramento” que crea una división esencial en la comunidad cristiana. De hecho, la imposición de manos se aplicaba también a grupos enteros en momentos decisivos de su incorporación al pueblo de Dios, en la oración de salud por los enfermos o en el momento de la conversión (Hch 8,17; 9,17; 19,6; 28,8). Si se hubiera intentado simbolizar la introducción de un privilegio, lo normal hubiera sido utilizar la unción. Pero ahora todo el pueblo comparte la unción mesiánica (Yoder, 1995).

b) Diversidad. En segundo lugar, el ministerio del Nuevo Testamento está caracterizado por la diversidad. Baste con considerar algunas de las diferentes menciones de ministerios, a veces en forma de listas, que pueden ser diversas incluso dentro de la misma carta:

a. Profetas, maestros, hacer milagros, sanidad, hablar en lenguas, interpretarlas, discernimiento, sabiduría, conocimiento, fe (1 Co 128-10).

b. Apóstoles, profetas (según 1 Co 14,1 el don más necesario), maestros, sanidad, ayuda, administradores, hablar en lenguas (1 Co 12,28).

c. Apóstoles, profetas, maestros, hacer milagros, sanidad, hablar en lenguas, intérpretes (1 Co 12,29-30).

d. Profecía, hablar en lenguas, entender misterios, conocimiento, fe, entrega (1 Co 13,1-8).

e. Obispos (= "supervisores") y diáconos (Flp 1,1).

f. Profecía, enseñanza, servicio, presidir, misericordia (Ro 12,6-8).

g. Apóstol y diácono, que en dos casos son mujeres (Ro 16,1.7).

h. Apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, maestros (Ef 4,11).

i. Ancianos, pastores, y también el verbo episkopein ("supervisar"), en 1 Pe 5,1-5. Pedro aparece como "anciano" (= "presbítero").

j. Maestros, ancianos (Stg 3,1; 5,14).

k. Servicio (diakonía) cotidiano de las mesas y diakonía de la palabra" (Hch 6,1-6).

l. Profetas y maestros (Hch 13, 1).

m. Ancianos y obispos (Hch 20,17.28; 21,18).

n. Evangelistas (Hch, 21,8).

o. Obispo, diácono, mujeres diaconisas (1 Ti 3,1-13).

p. Viuda como tarea en la comunidad (1 Ti 5,1-16).

q. Ancianos que gobiernan y que además enseñan (1 Ti 5,17).

r. "Hombre de Dios" (1 Ti 6,11).

s. "Esclavo del Señor" (2 Ti 6,11).

t. Evangelistas (2 Ti 4,5).

u. Ancianos, ancianas, obispos (Tit 1,5-7; 2,2-3).

La lista podría seguirse aumentando con otros servicios, como los representados por los colaboradores y colaboradoras de Pablo (Flp 4,2-3). Pero no se trata de ser exhaustivos, sino de reflexionar sobre el significado de esta diversidad. Una tentación común en la historia del pensamiento cristiano ha sido la de tratar de reducir esta diversidad a un esquema más sencillo y manejable. Las iglesias de tipo episcopal o papal podrían tratar de reducir estos ministerios a la tríada de diácono-presbítero-obispo, situándolos tal vez en un orden jerárquico de ascensión en la carrera eclesiástica. Desde otras tradiciones, se podría tratar de reducir la diversidad de los ministerios del nuevo testamento al esquema de un pastor apoyado por un presbiterio, o a un sistema de pastores y diáconos, etc. Sin embargo, hay que caer en la cuenta de que estos intentos no sólo son reducciones de la diversidad revelada en el Nuevo Testamento, sino también intentos de proyectar anacrónicamente sobre el Nuevo Testamento ciertas estructuras surgidas muy posteriormente.

Si queremos tomar el Nuevo Testamento como un texto vinculante para las iglesias en la actualidad, tal vez deberíamos tomarnos en serio la diversidad misma. Porque muy bien podría suceder que esta diversidad no es simplemente el fruto de un entusiasmo "carismático" de los primeros momentos del cristianismo, sino más bien algo profundamente coherente con las concepciones de Jesús sobre el pueblo de Dios. Si el pueblo de Dios es un pueblo caracterizado por el servicio mutuo, es normal que todos los miembros de ese pueblo tengan un ministerio o servicio propio en favor de los demás. Si ese ministerio no se funda unilateralmente en las propias capacidades, sino en los dones que Dios ha dado a su pueblo, es normal pensar que los ministerios tienen que ser necesariamente variados, debido precisamente a la diversidad del pueblo de Dios en sus distintas congregaciones locales, en distintas culturas, y en distintos momentos de la historia. Las listas paulinas de ministerios son esencialmente listas abiertas, susceptibles de ser prolongadas y variadas. No hay que pretender reducir la diversidad de los ministerios del Nuevo Testamento a un esquema posterior más manejable, porque bien pudiera ser que la diversidad misma de los ministerios sea lo que caracteriza al Nuevo Testamento y lo que es verdaderamente vinculante para las iglesias.

c) Pluralidad. A esta diversidad hay que añadir, en tercer lugar, la pluralidad de los ministerios en el Nuevo Testamento. La imagen que nos proporcionan los textos mencionados no es la de una sola persona ejerciendo un solo ministerio, sino más bien diversas personas capacitadas para el mismo ministerio. No parece que en las iglesias hubiera solamente una viuda, un diácono, una persona que hablara en lenguas, o un solo maestro. Más bien parece bastante claro que eran varias personas siempre las que estaban capacitadas por el Espíritu para ejercer éstos y otros ministerios. Los ministerios del Nuevo Testamento no sólo son universales y diversos, sino también plurales. Esto sucede también para el ministerio de los "supervisores" (luego llamados "obispos"). No parece que las iglesias tuvieran un solo supervisor, sino varios. Tanto en la carta a los Filipenses, como en el relato de Hechos sobre los ancianos-obispos de Éfeso, nos encontramos con una pluralidad de "supervisores" en cada comunidad (Flp 1,1; Hch 20,28).

En este punto se puede introducir un argumento evolutivo, que sostendría lo siguiente: ciertamente en los primeros momentos del cristianismo encontramos unos ministerios universales (de todos), diversos y plurales. Pero esta riqueza de ministerios ya habría comenzado a evolucionar muy pronto hacia el modelo monopastoral y monárquico posterior, tal como se mostraría en las llamadas "epístolas pastorales" (1 y 2 Ti, Tit). Como es sabido, la autoría paulina de estas epístolas es discutida, y algunos estudiosos les atribuyen una fecha muy tardía respecto a los otros textos de Pablo. Y en estas epístolas, según algunos, aparecería el ideal monárquico de un obispo gobernando en solitario las comunidades cristianas (cf. Lohse, 1983).

Para discutir esta cuestión en este breve espacio, tenemos que dejar en este momento de lado la cuestión de la autoría paulina. Y tampoco podemos ahondar en el tipo de argumentos falaces que concluyen la composición tardía de estas cartas a partir del tipo de ministerio que se ve en ellas, para después mostrar que claramente ha habido una evolución en el ministerio, puesto que los escritos tardíos muestran un modelo distinto de ministerio. La circularidad de este tipo de razonamientos es más que obvia. Sin embargo, concedamos a quienes introducen el argumento evolutivo que estas epístolas sean más tardías en el conjunto del cuerpo de escritos paulinos. Sin embargo, una mínima sensibilidad al contexto de las mismas nos muestra algo muy importante. Y es que en esas epístolas, por tardías que sean, se está hablando de iglesias recién fundadas, mucho más jóvenes que las iglesias a las que parece dirigirse Pablo en las cartas a los Romanos o a los Corintios. El origen tardío de las iglesias implica que estamos ante iglesias en proceso de constitución, en las que es importante establecer unos mínimos de liderazgo, con ciertos criterios básicos.

Pero esta juventud de las iglesias no desmiente lo que hemos mostrado anteriormente sobre la universalidad del ministerio. Y esto por varias razones internas a las cartas mismas. En primer lugar, el liderazgo de un obispo monárquico no queda asentado en estas cartas. Los verdaderos responsables de la organización de estas jóvenes iglesias son Timoteo y Tito. Y Timoteo y Tito no aparecen como obispos monárquicos, asentados en una comunidad, sino como ministros itinerantes. No son llamados obispos, sino que su ministerio se designa con términos como "evangelista" (2 Ti 4,5), "hombre de Dios" (1 Ti 6,11) o "esclavo del Señor" (2 Ti 2,24). En segundo lugar, el uso del singular a la hora de describir las cualidades ideales de "el" obispo no significa en modo alguno que en esas comunidades solamente hubiera un obispo. También en 1 Ti 5,4-6 se habla en singular de las características que tiene que tener "la" viuda, en un contexto donde resulta claro que hay muchas viudas en la comunidad (cf. Yoder, 1995).

No sólo esto. En el texto de Tit 1,5-9 resulta claro que los términos "supervisor" (= "obispo") y "ancianos" (="presbíteros") designan a un mismo grupo de personas. Es algo que también sucede en Hch 20. Y, sin duda, el resto de las cartas pastorales afirma claramente la existencia de una pluralidad de ancianos en cada comunidad (1 Ti 5,17; Tit 2,2). Y esto significa entonces una pluralidad de “obispos”, y no un obispado monárquico. No deja de ser importante observar, en este sentido, que en la primera carta de Pedro se presenta el apóstol con el título de anciano, dirigiéndose a una pluralidad de ancianos, presentes en cada comunidad, como colegas en el ministerio (1 Pe 5,1.5). Este nombre para su ministerio sería muy improbable si en el momento de la composición de 1 Pe (que también se suele considerar como tardía) hubiera una distinción entre obispos ("supervisores") y ancianos. Si a esto le añadimos el hecho de que todavía en la primera carta de Clemente (42,4) se sigue hablando de una pluralidad de obispos en cada comunidad, resulta difícil entender que se quieran presentar las epístolas pastorales como prueba de una evolución del Nuevo Testamento hacia el ministerio monárquico episcopal.

Lo que podrían mostrar las epístolas pastorales es la importancia de que exista en las comunidades una función de moderación como la desempeñada por los ancianos-supervisores (en plural). Las iglesias jóvenes parecen necesitarla, al igual que las ya constituidas. El que exista este ministerio, ejercido por una pluralidad de personas, no significa sin embargo que este ministerio deba concentrar todos los servicios que una comunidad necesita. El ministerio de los ancianos-supervisores es un ministerio junto a otros, pues todos los miembros del pueblo de Dios tienen ministerios diversos y plurales. La moderación ejercida por los ancianos-supervisores no parece monopolizar todos los ministerios relacionados con el liderazgo. Claramente el anciano-supervisor aparece en el Nuevo Testamento como alguien distinto del maestro, del profeta o del evangelista. Además, ciertos textos parecen dar la primacía al don de la profecía, sin duda muy extendido en el cristianismo primitivo (1 Co 14,1). En la comunidad de Antioquía, eran los profetas y maestros los que, al parecer, dirigían la comunidad y enviaban a los misioneros (Hch 13,1-3). En cualquier caso, no se debe tratar de entender el ministerio de los supervisores del Nuevo Testamento como un ministerio que concentra en sí mismo todas las responsabilidades, al estilo de lo que después ha sucedido en las iglesias episcopales y monopastorales.

d) Laicidad como servicio mutuo. La existencia de ancianos-supervisores no equivale a la existencia de sacerdotes. Con esto llegamos a una cuarta característica del ministerio en el Nuevo Testamento. En las comunidades del Nuevo Testamento no existe el sacerdocio como ministerio, ni dones sagrados especialmente concedidos por Dios, a diferencia de otras tareas puramente "seculares". No deja de ser significativo que los términos utilizados para describir el ministerio de los ancianos-supervisores estén tomados de la sinagoga judía (no del templo), en el caso del ministerio de los ancianos, o del lenguaje secular, en el caso del ministerio de supervisor. Cuando Pablo utiliza ocasionalmente un lenguaje sacerdotal (Ro 15:16; 1 Co 9,13), lo hace en forma metafórica, comparando a los gentiles convertidos por su ministerio con la ofrenda que hacían los sacerdotes a Dios, o comparando su derecho a ser sustentado por la comunidad con los derechos de los antiguos sacerdotes de Israel. Pero más allá de las metáforas, el ministerio de Pablo no aparece como un sacerdocio, sino como un apostolado, que no está ligado a las funciones de culto, sino al anuncio del evangelio (1 Co 1,17). Cuando se pide a las ancianas que se comporten como conviene a personas santas (ieroprepeis), no se las convierte en sacerdotisas ligadas al ejercicio del culto, sino que simplemente se formula de ellas lo que se esperaba idealmente de todo creyente en general o de las mujeres en particular (Tit 2,3-5).

Por otra parte, Pablo reconoce el valor que para el cuerpo de Cristo tienen los dones extáticos, como el hablar el lenguas, si son interpretadas. Sin embargo, estos dones extáticos no son superiores a otros dones menos "espirituales". Los corintios se consideraban "espirituales", y en el lenguaje pagano existía un término para designar los dones extáticos, que era precisamente el de pneumatika, "espirituales" o "dones espirituales" (1 Co 12,1). Frente a esta terminología, últimamente destinada a dar privilegios a unos miembros de la comunidad frente a otros, Pablo introduce una terminología propia, distinta de la del mundo pagano. Pablo habla de los dones como "carismas" (cf. Käsemann, 1960). Y lo interesante es que los carismas no son solamente los dones extáticos, como hablar en lenguas. Cosas mucho más normales y corrientes, como el matrimonio, la soltería, el servicio, la enseñanza, la exhortación, el repartir, el presidir, y la caridad son incluidos por Pablo entre los carismas (1 Co 7,7; Ro 12,6-8).

La razón de este cambio semántico es clara: todo el pueblo de Dios ha recibido dones, de tal manera que todos están llamados a poner estos dones al servicio de los demás. No hay dones destinados a asegurar para ningún miembro del pueblo de Dios una situación de privilegio. El pueblo de Dios no se divide entre sacerdotes y laicos, entre espirituales y no espirituales, entre habladores en lenguas y no habladores en lenguas. No deja de ser curioso que el mismo término "carisma", introducido por Pablo para desmentir la idea de unos dones más sagrados que otros ha terminado por ser utilizado en ocasiones para defender todo lo contrario. En cualquier caso, lo importante es no perder de vista la teología que está de fondo, basada en último término en el anuncio del reinado de Dios por Jesús. El pueblo sobre el que Dios reina es un pueblo caracterizado por el servicio mutuo, y es el servicio mutuo lo que lo constituye como pueblo, de tal manera que todos han de poner sus dones al servicio de los demás. Precisamente por ello, el ministerio universal, diverso y plural es un ministerio no sagrado, sino laical (de laos, pueblo), es decir, propio de todo el pueblo.

En realidad, solamente en la medida en que los ministerios se configuran según el patrón neotestamentario de un pueblo caracterizado por el servicio mutuo, tiene sentido hablar de este pueblo como un pueblo sacerdotal. Si el pueblo sacerdotal es aquel pueblo destinado a bendecir en nombre de Dios al resto de la humanidad, resulta bastante claro que la bendición, desde el punto de vista de las comunidades de los seguidores de Jesús, consiste precisamente en la posibilidad de mostrar al mundo unas relaciones sociales regidas, no por el poder, la dominación o la violencia, sino por el servicio. Se trata de una bendición porque estas nuevas relaciones sociales le muestran a la humanidad con toda claridad que otro mundo es posible, no en el futuro, sino ya desde el presente; no desde el poder, sino ya hoy desde abajo, desde las estructuras básicas de la vieja sociedad.

La bendición es el testimonio de una fraternidad radicalizada desde el punto de vista del servicio. En los textos paulinos, ser hermano es ser un servidor radical y completo. En la carta a Filemón, cuando Pablo le propone a éste que acepte a Onésimo, el esclavo huido y después convertido en Roma, encontramos una frase significativa. Pablo le pide a Filemón que acepte a Onésimo, "no ya como esclavo, sino como más que esclavo, como hermano amado (...) tanto en la carne como en el Señor". Claramente se trata de una fraternidad que no se reduce al ámbito espiritual, sino que atañe a la vida cotidiana. Onésimo es ahora hermano de Filemón también en la carne, y no sólo en el Señor. Pero ser hermano es ser "más que esclavo". Ser hermano es ser "super esclavo" (hyper doulon), justamente porque la nueva sociedad que está naciendo allí donde reina el Mesías es una sociedad caracterizada por el servicio mutuo, en la que todos son siervos de todos, como lo fue Jesús. No tiene nada de extraño, desde este punto de vista, que Pablo concluya la discusión acerca de los dones y ministerios con una exhortación a buscar el don más alto: el del amor (1 Co 12,31-13,13). En esto, como en tantos otros puntos, la continuidad entre el mensaje de Jesús y el de Pablo es completa.

Todo esto significa que, en una comunidad caracterizada por el servicio mutuo, las actitudes espirituales cambian radicalmente respecto a las concepciones habituales fuera de la fe. Usualmente, las personas tienen sus propios fines económicos, sociales, profesionales y afectivos. En ciertas ocasiones especiales, a propósito del nacimiento, de la muerte, del matrimonio, o de una crisis importante en el propio mundo, las personas recurren a Dios o a los dioses. Para acceder a Dios, se busca un personaje sagrado, que sirve entonces como mediador entre la situación particular del individuo y Dios mismo. En el pueblo cristiano, las cosas han cambiado radicalmente. No se trata solamente de que de un modo abstracto se haya aceptado el hecho de que con Jesús ya no se necesitan más mediadores. Lo que ha cambiado es también la actitud de fondo. Los cristianos son seguidores de Jesús, que están tratando de hacer la voluntad de Dios en un pueblo caracterizado por el servicio. No necesitan mediadores que los ayuden en la realización de sus fines porque el fin de su vida es servir ellos mismos a Dios. Y, al servir a Dios, se hacen servidores unos de otros en un pueblo radicalmente nuevo.

e) Servicio para crear servidores. El servicio a ese pueblo no es servir a los fines particulares y egoístas que todavía podrían tener algunos en ese pueblo. El servir a ese pueblo es contribuir a crear un pueblo distinto, caracterizado por el servicio. Los ministerios cristianos, como ministerios de todos, no están para servir a los fines particulares de nadie. Los ministerios cristianos no tienen otro fin que producir otros servidores, otros ministros. Según la carta a los Efesios, el Mesías “dio a algunos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y maestros, a fin de capacitar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo del Mesías, a fin que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud del Mesías" (Ef 4,11-13). Como es sabido, en el Nuevo Testamento, los "santos" no son unos personajes heroicos, sino todas las personas que han sido separadas de la lógica de este mundo para formar parte del pueblo de servidores. Los ministerios cristianos tienen como fin capacitar a los santos, es decir, a los cristianos, para la obra del ministerio. El objetivo del ministerio no es crear un pueblo dividido por los privilegios, sino crear otros servidores que hagan el mismo servicio, y preferentemente que lo hagan mejor.

De ello podemos concluir que ninguna comunidad cristiana está madura si algunos de sus miembros no son ministros o no están siendo capacitados ya para el ministerio. Cuando esto sucede, puede haber razones en la inmadurez de ciertos miembros de la comunidad, sobre todo si se trata de miembros recientes. Pero también puede haber una dificultad causada por las mismas estructuras de la comunidad en cuestión. En iglesias donde las personas pueden limitarse a acudir los días festivos, incluso a veces sin ser saludados por nadie, este tipo de inmadurez es evidente. En realidad, la concepción bíblica del ministerio solamente es realizable en iglesias en la que los miembros se conocen personalmente y tienen la posibilidad de interactuar entre sí. Solamente así las personas irán mostrando cuáles son los dones que el Señor les ha confiado, y el círculo más cercano podrá reconocer, discernir y validar esos dones en su mismo ejercicio. Finalmente, la inmadurez puede estar también en las personas que sí están ejerciendo un ministerio en esas iglesias. Porque según el texto de Efesios, el sentido de su ministerio es producir otros ministros. Y esto significa que su ministerio no habrá llegado a su plenitud hasta que no haya sabido despertar otros servidores, con frecuencia para hacer lo mismo que él está haciendo, y en el mejor de los casos para superar lo que él está haciendo. Quien se aferra a su ministerio como un cargo, puede tener la tentación de querer acaparar para sí su servicio, sin capacitar nuevos servidores. Pero en ese caso, su servicio ya no será un servicio: será un privilegio. Otra lógica muy distinta habrá hecho su aparición en las comunidades.

5. A modo de conclusión

Si consideramos la historia del cristianismo, pocas dudas pueden caber de que la lógica de los privilegios sí apareció de hecho en las comunidades. Los ministerios se convirtieron en algo deseable, e incluso comprable, no por afán de servir, sino por afán de poder. Las estructuras monárquicas monopastorales se llegaron a legitimar como estructuras sagradas inamovibles. Ciertamente, de tales estructuras poca liberación se puede esperar. Ha sido una ingenuidad histórica pensar que la liberación era posible simplemente si se ponía el poder sagrado de unas estructuras incorrectas al servicio de la causa justa. A la larga, esto no funciona. Porque la constante antropológica del personaje sagrado termina siempre haciendo aquello que es su función social: legitimar el orden establecido, incluso con un discurso que lo contradiga. Quien no ha entrado en la lógica de una comunidad de servicio mutuo, puede hacer grandes discursos liberadores, y puede legitimar la necesidad de utilizar el poder para una buena causa. Pero al final su cargo será poder, y su ministerio será el privilegio de una casta autosacralizada, y no el servicio. Las estructuras del mundo no habrán cambiado significativamente y los oprimidos no dejarán de percibirlo.

En realidad, lo que se juega en la cuestión de los ministerios no es una imagen concreta de un ministerio particular. Lo que se juega es más bien la imagen misma de la iglesia. ¿Está la iglesia destinada a ser simplemente la conciencia moral y religiosa de una sociedad, plenamente identificada con ella, y por tanto nunca capaz de contradecirla en sus opciones de fondo? ¿Es la iglesia solamente un conjunto de personas sagradas y poderosas, destinadas a bendecir los fines, buenos o malos, conservadores o progresistas, de la sociedad establecida? ¿O puede ser la iglesia una comunidad de servidores y, por tanto, una novedad en la historia, que muestra ya desde ahora que otro mundo es posible, desde abajo y no desde el poder? Y en la cuestión de la iglesia se juega otra cuestión más amplia, que es la del reinado de Dios. ¿Es el reinado de Dios una realidad de ultratumba o una simple utopía de futuro? ¿O es el reinado de Dios algo que ya irrumpe en la historia donde las personas aceptan la soberanía de Jesús e inician unas relaciones mutuas de servicio? ¿Es nuestra tarea de discípulos la de introducirnos en los palacios de Pilatos o de Caifás para investirnos con las credenciales políticas o sacerdotales que nos permitan cambiar el mundo desde el poder? ¿O no será más efectivo y radical el camino tan poco apreciado de Jesús y de las comunidades apostólicas?


Bibliografía:

Käsemann, Exegetische Versuche, Göttingen, 1960.

Lohse, E., Die Entstehung des Neuen Testaments, 4ª ed., Stuttgart, 1983.

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Wright, N. T., The New Testament and the People of God, Minneapolis, 1992.

Yoder, J. H., El ministerio de todos. Creciendo hacia la plenitud de Cristo, Bogotá, 1995.