Prólogo a Jordi Corominas

PRÓLOGO a a Jordi Corominas, Ética primera. Aportación de X. Zubiri al debate ético contemporáneo, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2000, pp. 13-16.

Decía Nietzsche que la moral es la "Circe de los filósofos", aquella mítica figura que, después de atraer a los navegantes con sus encantos, termina por convertirlos en ... cerdos. El dicho de Nietzsche ha de ser contextualizado, por su puesto, en su crítica al dualismo y al idealismo de la tradición metafísica occidental. Para Nietzsche, lo que ha movido a los filósofos a postular "trasmundos" ha sido en buena medida su deseo de asegurarse un orbe de valores morales estables, a salvo del devenir que corroe todas las cosas del mundo. Ahora bien, el dicho nietzscheano puede tener relevancia más allá de esta crítica concreta. Y es que toda filosofía, incluso la que no quiere renunciar al "sentido de la tierra", puede ser fácilmente desviada de su tarea propia por el deseo de ponerse al servicio de algún programa ético. No se trata, obviamente, de que la filosofía no tenga nada que aportar al campo de la ética. Lo que sucede es más bien que el apresuramiento por resolver los problemas éticos puede hacer perder a la filosofía la radicalidad que le es propia, aceptando presupuestos intelectuales no suficientemente examinados. Ni siquiera las categorías "ontológicas" del propio Nietzsche se liberan plenamente de esta sospecha, por cuanto que su comprensión de la "vida" y del "devenir" no dejan de ser deudoras de los diversos vitalismos y materialismos de finales del siglo XIX.

Existe un modo de hacer filosofía, que podemos llamar "fenomenológico", y que se caracteriza precisamente por la voluntad de cuestionar radicalmente todos los supuestos recibidos de las tradiciones, de las escuelas y de las modas, incluyendo por supuesto tradiciones, escuelas y modas que se presentan a sí mismas con el venerable título de "filosóficas". Es cuestionable, por supuesto, el sentido y la viabilidad de esta comprensión fenomenológica de la filosofía. Pero lo que no se puede negar es la fecundidad que ella ha tenido dentro del pensamiento filosófico del siglo XX. Los nombres de Husserl, de Heidegger, de Scheler, de Merleau-Ponty, de Ricoeur o de Levinas están vinculados, con mayor o menor intensidad, a lo que en un sentido todo lo amplio que se quiera podemos llamar el "movimiento fenomenológico". Dos de los grandes filósofos de habla hispana, Ortega y Zubiri, pertenecen plenamente a esta corriente filosófica. Es indudable que, para referirnos a todos ellos, no queda más remedio que dilatar el concepto mismo de la fenomenología, transcendiendo lo que Husserl entendió por tal. Este necesidad no es adventicia, sino que se deriva de la índole misma de este movimiento filosófico. La pretensión de radicalidad crítica del mismo no se dirige únicamente contra los conceptos filosóficos recibidos de otras corrientes de pensamiento, sino también contra la propia tradición fenomenológica. De ahí precisamente que en el movimiento fenomenológico se hayan cuestionado no solamente los pilares mismos de la filosofía de Husserl (la subjetividad y la conciencia), sino también algunos de los conceptos básicos del pensamiento occidental (el primado del ser, del logos o del sentido), abriendo de esta manera la filosofía europea a una recepción crítica de otras formas de pensamiento ajenas a su tradición.

Por eso mismo, no entiende bien la dinámica más creativa del pensamiento fenomenológico quien, instalado en una determinada tradición o moda, le reclama a un determinado pensador no haber prestado suficiente atención a los temas más queridos de su propia escuela filosófica. Así, por ejemplo, tiene poco sentido cuestionar el pensamiento de Zubiri por una presunta falta de atención al problema del lenguaje, teniendo en cuenta la importancia que este problema tiene para tales o cuales escuelas filosóficas del siglo XX. Para entender a un pensador que ha dedicado lo mejor de sus esfuerzos filosóficos a cuestionar la primacía de la sustancia, del sujeto, del ser y del logos en el pensamiento filosófico occidental, poco ayuda apelar a la prioridad de la subjetividad en el pensamiento decimonónico o a la importancia del lenguaje en la filosofía del siglo que ya termina. En realidad, la crítica a la primacía del logos en la tradición filosófica occidental es el punto de partida que posibilita un tratamiento del lenguaje que no sólo evita muchos lugares comunes y pseudoproblemas, sino que puede integrar en sí mismo algunos de los logros más importantes de la reflexión filosófica sobre el lenguaje a lo largo del siglo XX.

Teniendo esto en cuenta, no es difícil columbrar que, cuando los problemas de la ética se enfrentan desde una perspectiva "fenomenológica" (en el sentido antedicho), hay al menos en principio ciertas posibilidades de que la moral no vaya a funcionar necesariamente como una Circe destinada a arruinar lo más propio de la radicalidad filosófica, poniendo la filosofía al servicio de prejuicios de diversa índole. Al contrario: cuando los problemas de la ética se enfrentan con un espíritu verdaderamente filosófico, muchos de los presupuestos clásicos comienzan a mostrar sus debilidades. Es algo que se puede decir no sólo del naturalismo clásico o del formalismo kantiano, sino también del mismo vitalismo de Nietzsche. No sólo eso: la radicalidad fenomenológica puede dirigirse contra la propia tradición, y mostrar las insuficiencias de la pretensión de edificar la ética sobre una teoría de los valores. Incluso las propuestas más recientes, como la filosofía de la alteridad de Levinas, pueden ser cuestionadas fenomenológicamente, al menos en la pretensión de ser utilizadas como punto de partida para fundar una ética universal. Esto puede llevar a pensar entonces que el método fenomenológico es inviable para abordar los problemas de una fundamentación de la ética. El enfrentamiento radical con todos los presupuesto sería algo así como un ácido corrosivo que acabaría con todo programa de fundamentación de la ética, de modo que una filosofía verdaderamente crítica estaría condenada a limitarse a una mera descripción de experiencias morales concretas (incluyendo, por ejemplo, la descripción de la experiencia del rostro interpelante del otro), sin que la descripción de estas experiencias pudiera pretender la obtención de algún tipo de prescripciones con alcance universal. De hecho, la lectura de algunas reflexiones de Zubiri sobre el hecho moral bien puede producir esta impresión. El filósofo se limitaría a constatar ciertas estructuras del hecho moral, sin poder mostrar filosóficamente la vigencia universal de algún tipo de obligaciones, por más abstractas y generales que éstas fueran. No habría entonces más ética que la que cada quien recibe en la "moral concreta" de su grupo social. De este modo, la radicalidad fenomenológica desembocaría en un relativismo hermenéutico, según el cual no habría otra fuente de normatividad que las prescripciones que cada quien halla en su propia tradición. De aquí no habría más que un pequeño paso hasta la afirmación "comunitarista" y "neoaristotélica" según la cual no habría otra filosofía ética que la que se esfuerza en conservar y comentar las riquezas morales contenidas en los roles y los criterios que las mejores tradiciones de un grupo social han ido refinando a lo largo del tiempo. Paradójicamente, la radicalidad fenomenológica desembocaría, tras una travesía hermenéutica, en las aguas tranquilas del neoconservadurismo.

Sin embargo, no es ésta la única trayectoria posible para el pensamiento de estirpe fenomenológica en el campo de la ética. Si la investigación filosófica adquiere suficiente radicalidad, es posible detectar, en la misma estructura de los actos humanos, un dinamismo que nos posibilita mostrar filosóficamente la existencia de obligaciones universales. Un análisis de la praxis humana puede mostrar que que ciertos actos, los actos de razón, tienen una dimensión inexorablemente ética. No se trata, como en el caso del Faktum der Vernunft kantiano, de unos actos racionales al margen de nuestras inclinaciones "sentientes" ni de las convicciones éticas arraigadas en el grupo social al que pertenecemos. De hecho, las cuestiones éticas "fundamentales" solamente aparecen en el momento en que nuestra "moral concreta", en la que espontáneamente nos movemos, es sacudida por la aparición de problemas morales imprevistos o por el encuentro con otros sistemas morales que desafían nuestras más profundas convicciones. Sin embargo, la existencia, en el corazón mismo de nuestra praxis, de un dinamismo de obligación ética racional tiene importantes consecuencias para la filosofía ética. En un mundo donde el diálogo no se puede dar por supuesto, una fundamentación "praxeológica" de la ética puede mostrar no sólo la obligación moral de entrar en un discurso que incluya realmente a todos los que fácticamente han sido excluidos de él, sino también la necesidad de cuestionar las ideologías sobre las que se sostienen ciertos diálogos y consensos en las naciones industrializadas. La posibilidad de mostrar esto de un modo más radical que la ética del discurso constituye, a mi modo de ver, la ventaja de enfocar los problemas de la ética desde el punto de vista de un análisis de nuestra praxis.

El libro de J. Corominas ha sabido recoger estas intuiciones fundamentales del planteamiento "praxeológico", insertándolas en un diálogo fecundo con diversas corrientes de pensamiento ético contemporáneo. La profunda raigambre zubiriana del planteamiento mencionado se muestra en la posibilidad de llevar a cabo una relectura de la ética de Zubiri desde esa nueva propuesta de fundamentación. De este modo, el estudio de J. Corominas posibilita una interpretación de la filosofía de Zubiri que va más allá de la repetición mecánica de sus escritos, y saca a la luz muchas de las posibilidades filosóficas todavía ocultas en su trilogía sobre la Inteligencia sentiente. Ojalá el público filosófico hispanohablante, tan tentado por las modas filosóficas de diversa índole, sepa apreciar la frescura socrática de un modo de pensar que no se nutre de nombres, sino de problemas, y que no desecha la necesidad de los tecnicismos filosóficos con tal de alumbrar alguna modesta solución. La importancia práctica de este modo de proceder resulta obvia cuando lo que en definitiva se propone no es alguna nueva legitimación de las instituciones que rigen este planeta, sino los principios de una ética global a la altura de nuestro difícil tiempo.

Antonio González

Guatemala, mayo 1999

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