La vigencia del método teológico de la teología de la liberación

LA VIGENCIA DEL MÉTODO TEOLÓGICO DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

Antonio González

Hoy en día se acepta comúnmente que el término "teología de la liberación" no designa un determinado sistema de pensamiento dotado de unos contenidos delimitados y de una estructura interna, sino que más bien se alude con ese término a un movimiento teológico en el que en ocasiones se incluye también la práctica pastoral de la que surge y a la que acompaña. Además, la teología de la liberación no es sin más un sinónimo de la "teología latinoamericana". No se trata solamente de que hayan surgido teologías africanas y asiáticas que se también se entienden a sí mismas como "teologías de la liberación". Además, no toda la teología latinoamericana ha aceptado siempre gustosamente el ser considerada como tal. Esto no obedece necesariamente a los deseos de originalidad que pueda tener cada teólogo, sino también a una diversidad objetiva en las elaboraciones teológicas. Sin entrar en discusiones internas, aquí nos referiremos a la teología de la liberación como un movimiento teológico de dimensiones mundiales y de estructura plural.

Por eso resulta demasiado aventurado hablar de "el" método de "la" teología de la liberación. En el caso de un movimiento teológico plural y de amplias dimensiones, es difícil pensar en la unicidad de un método. Probablemente, más que de "método" se podría hablar de algunas ideas fundamentales que, en lugar de marcar las fronteras que definen la pertenencia al mismo, constituyen un núcleo de intuiciones que inspira la producción de teólogos diversos que en diversas partes del mundo tratan de responder a problemas que también son diversos. Probablemente hay que decir que estas intuiciones ya las formuló Gustavo Gutiérrez indicando que la teología de la liberación parte de dos descubrimientos capitales: la primacía de la práctica y de la perspectiva del pobre. En estas líneas quisiera sostener que la relevancia de estas dos tesis es capital para toda teología del futuro, independientemente de su calificativo como teología de la liberación.

1. La primacía de la práctica.

En ocasiones se ha entendido apelación la "primacía de la práctica" como una prueba inequívoca de las perversas influencias marxistas que infectarían la teología de la liberación. Ciertamente, Marx ha sido uno de los pioneros en mostrar, después de Hegel, la relevancia filosófica de la praxis como alternativa al idealismo. Sin embargo, ya san Basilio señalaba que la acción es el principio del conocimiento, y algunos pensadores como Blondel han hecho de la acción el punto de partida de una apologética católica. La filosofía contemporánea, tanto en las corrientes analíticas como en las fenomenológicas, ha prestado una creciente atención a la acción. Cabría mencionar también el pragmatismo norteamericano, algunas filosofías latinoamericanas y las pragmáticas transcendentales de los alemanes. Ahora bien, no es suficiente con mencionar autores y tendencias que se podrían aducir para sustentar una determinada tesis teológica. Se requiere más bien fundamentar filosófica y teológicamente la relevancia de esta intuición fundamental de la teología de la liberación.

Naturalmente, no pretendemos realizar aquí esa tarea. Pero es conviene subrayar su relevancia. La teología cristiana ya no dispone como antaño de un sistema de verdades filosóficas comúnmente aceptadas. Al contrario, la crisis de la escolástica aristotélico-tomista ha abierto paso a una utilización ecléctica de tesis filosóficas muy diversas. Esto ha aportado un enriquecimiento importante en el tratamiento de muchos temas teológicos. Piénsese solamente en la importancia que ha tenido el descubrimiento de la historicidad constitutiva del ser humano para nuestra comprensión actual de la revelación. La contrapartida de esta pluralidad en los recursos filosóficos es el sometimiento frecuente de los teólogos a las diversas modas filosóficas. Así, por ejemplo, cuando las modas intelectuales europeas dictan dialécticas negativas, la eucaristía es una dialéctica negativa. Cuando éstas dictan comunidades de diálogo, la eucaristía se convierte en una unidad comunicativa. Sin duda tiene su importancia el acercamiento a esas modas. Sin embargo, el resultado puede ser un diletantismo que, sin penetrar en los problemas, produce la impresión de que en teología todo se puede decir con tal de que suene bien a los oídos de los oyentes, ya sean conservadores o progresistas.

Por eso es importante que la teología se preocupe por la justificación rigurosa de la filosofía utilizada. Si la teología de la liberación entiende que su punto de partida se ha de situar en la praxis, no le basta con recurrir a una filosofía que de alguna manera coincida con ese interés. Es menester mostrar filosóficamente que ese punto de partida está verdaderamente justificado. Puede que ésta no sea una tarea propia del teólogo. Pero es una tarea urgente para la teología. En un mundo donde los lazos humanos se estrechan cada vez más, somos cada vez más conscientes no sólo de la diversidad cultural del planeta, sino también de los grandes problemas sociales, económicos y ecológicos que afectan a la humanidad como un todo. El punto de partida de la teología determina decisivamente la perspectiva utilizada para abordar teológicamente estos problemas. Si la teología arrancara, por ejemplo, de la pregunta por el sentido de la vida, el diálogo cultural entre las distintas cosmovisiones se situaría en el primer plano de interés, mientras que otros problemas humanos se relegarían a un segundo término o se excluirían del campo de la teología. La elección adecuada del punto de partida de la teología puede determinar decisivamente la formulación del mensaje que el cristianismo quiere trasmitir a una humanidad atravesada por enormes conflictos.

En la antigedad, el cristianismo consideró que su anuncio concernía a todos los aspectos de la realidad humana, entendida entonces como naturaleza. Hoy en día nos enfrentamos a una enorme reducción de esas pretensiones originales. Quienes han acusado a la teología de la liberación de reduccionista, con frecuencia lo han hecho desde una previa y radical reducción del cristianismo a una cosmovisión que da sentido a la vida y de la que se derivan implicaciones éticas. Para la teología es urgente superar esta gran unilateralidad que amenaza con convertir al cristianismo en un conjunto de palabras vacías y de tediosos deberes morales. El Reino de Dios, nos decía san Pablo, no consiste en palabras, sino en un dinamismo (1 Co 4, 20). Es muy cierto que en la actualidad no podemos volver a pensar a la persona humana como naturaleza, pues esto significaría mutilarle aspectos esenciales, como son la historicidad efectiva (no sólo pensada) y la presencia operante de la gracia. Sin embargo, la actividad puede ser el ámbito de acceso teológico tanto a la persona humana integralmente considerada, como también a la acción de la gracia. El cristianismo es un dinamismo suscitado por Cristo en la historia, y no una mera cosmovisión religiosa y moral del mundo.

Naturalmente, la primacía de la práctica como punto de partida de la teología está cargada de relevancia ecuménica. Los conflictos eclesiales sucedidos en torno a la reforma protestante tienen en su trasfondo, junto con otras muchas razones históricas, el enfrentamiento entre el naturalismo y el subjetivismo como concepciones de la persona humana y de la obra de la gracia sobre ella. Si la teología pone su punto de partida en la acción, puede que allí encuentre un ámbito para superar los conflictos entre fe y obras, mostrando que tanto la fe como la ley constituyen dimensiones inscritas en la acción humana. Esto podría ser importante para el diálogo del cristianismo con otras religiones. Desde la neoescolástica española hasta la teología actual de las religiones se viene diciendo que las religiones se encuentran en la práctica de la justicia. Ahora bien, muchas veces estas afirmaciones han tendido a un cierto moralismo, del que no está exento la teología de la liberación. Y el moralismo no es sólo un reduccionismo, sino una grave desviación de la experiencia religiosa, especialmente de la experiencia religiosa cristiana. Este problema se obviaría si se mostrara que la práctica de la justicia no es la mera consecuencia moral de una cosmovisión religiosa, sino el ámbito privilegiado para encontrar la gracia y la fe, también en las religiones no cristianas.

Todo esto exige serias reflexiones filosóficas y teológicas. La primacía de la práctica no puede significar una tiranía del inmediatismo pastoral. Los grandes problemas prácticos que el cristianismo tendrá que enfrentar en el futuro próximo requieren de trabajo teórico riguroso. Sin él nunca se podrá responder adecuadamente a unos desafíos que son nuevos e inesperados. Habría que preguntarse si el gran movimiento de renovación surgido en la Iglesia católica a partir del Concilio Vaticano II no ha sido parcialmente truncado por el descuido de una suficiente formación intelectual. Congregaciones completas, antes caracterizadas por su alto nivel filosófico y teológico, se entregaron con generosidad y frenesí a las tareas apostólicas más inmediatas, descuidando toda reflexión sistemática y fundada sobre su praxis. Ni lo urgente ni lo cómodo es necesariamente lo más importante ni lo más práctico. No debiera extrañarnos que muchos cristianos, al encontrarse sin iluminaciones teológicas serias ante los problemas que les ocupan, regresen a las fórmulas seguras de antaño. Tal vez el presente invierno intelectual de la Iglesia católica no sea solamente una consecuencia de la llamada involución, sino también una causa importante de la misma.

2. La perspectiva del pobre.

La "perspectiva del pobre" es la otra gran intuición que configura el modo de proceder de la teología de la liberación. Si la primacía de la práctica es susceptible de una fundamentación filosófica, la perspectiva del pobre parece constituir un criterio estrictamente teológico. Probablemente se trata de una de las mayores gracias que el Espíritu ha hecho a las iglesias en la segunda parte del siglo veinte. Ciertamente, la pobreza como ámbito para el encuentro con Dios constituye un tema esencial de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos. Las grandes inconsecuencias de la Iglesia en este aspecto no han logrado nunca hacer olvidar esa dimensión esencial del Evangelio de Jesucristo. Ahora bien, el que esa pobreza adquiera unos rostros concretos en los realmente empobrecidos de nuestro mundo no es algo que haya estado siempre presente con la misma intensidad en la conciencia cristiana. En cualquier caso, cuando esa pobreza en todas sus dimensiones se convierte en un lugar teológico de primera magnitud, nos encontramos sin duda alguna con una radical novedad en la historia de la teología cristiana.

La justificación de este punto de partida requiere una reflexión teológica rigurosa. Ciertamente, la perspectiva de los pobres como lugar privilegiado para el encuentro con el Dios misericordioso y fiel de la revelación cristiana no constituye en modo alguno un patrimonio de los teólogos, quienes más bien reflexionan en acto segundo sobre la experiencia de muchos cristianos. Sin embargo, esto no obsta para que la teología tenga que preocuparse por entender esa experiencia utilizando los recursos exegéticos, históricos y conceptuales que son propios de la labor teológica. La teología de la liberación tuvo sin duda una fase inicial en la que se descubrieron y formularon sus grandes intuiciones. Ahora bien, su productividad como movimiento teológico tiene que mostrarse hoy en su capacidad para fundamentar y sistematizar esos descubrimientos. En las bibliotecas europeas, la teología de la liberación suele aparecer en el sección de teología pastoral. Esto tal vez refleja una cierta petulancia de la vieja teología. Pero el prejuicio podría considerarse parcialmente confirmado si la teología de la liberación no pasara más allá de sus intuiciones y programas.

Esta elaboración sistemática de los grandes contenidos de la teología también serviría para mostrar que la teología de la liberación no consiste en una mera reflexión sobre las consecuencias morales del mensaje cristiano. En realidad, la perspectiva del pobre como punto de partida de la teología se adulteraría si perdiera su carácter eminentemente gratuito. Es cierto que en ocasiones determinados teólogos pueden haber dado motivos para que su discurso se interpretara como primariamente moral. No cabe duda de que el mensaje cristiano tiene una constitutiva dimensión moral. Sin embargo, la irrupción del pobre tanto en la vida de las iglesias como en la reflexión teológica es ante todo una gracia de Dios. Esta gracia ha llevado a una renovación profunda de la espiritualidad cristiana, de la vida religiosa y de la pastoral. La radicalidad de esa gracia se podrá mostrar también en la capacidad de la teología para pensar todos los contenidos de la fe cristiana desde la luz que los pobres han encendido en su Iglesia.

Naturalmente, esto no obsta para que la teología tenga que pensar también en las consecuencias éticas de la fe cristiana. En este punto, no cabe duda de que la teología de la liberación, por mucho que tenga que dar cabida a muchos temas de la moral tradicional que necesitan ser actualizados, tendrá que seguir interesándose especialmente por los problemas de la ética social. Los cambios sucedidos en el orden mundial necesitan ser reflexionados con rigor. Y esto significa necesariamente una independencia de los que cínicamente se suben al carro de los vencedores, como si los triunfos históricos representaran algún tipo confirmación teológica, difícilmente aplicable en el caso de Jesús. Pero también hay que tomar distancia del dogmatismo de quienes solamente pueden pensar haciendo uso de viejos dogmas. La exigencia de buscar alternativas al desorden vigente no le viene a la teología de la fidelidad a ninguna doctrina ni a ninguna utopía, sino de los rostros demacrados de los derrotados de la tierra. De ahí precisamente la necesidad de un pensamiento social que enfrente honrada y radicalmente los graves problemas que sufre la humanidad. En muchos casos, la situación de los pobres se ha agravado con el fin de la guerra fría. Y son los pobres, no la guerra fría, los que siguen haciendo urgente una teología de la liberación.

Tanto para la teología sistemática como para la moral social, la perspectiva de los pobres ha impuesto un modo inquieto, no sólo de hacer teología, sino de ver cristianamente el mundo. La inquietud agustiniana del corazón sigue siendo un carácter esencial de la vida cristiana sobre este mundo. El pensamiento conservador quiere convencerse y convencer a los demás de que el mundo está bien como está o que, al menos, no puede estar mejor. Por eso, cuando el conservador hace teología, tiende a ponerse en una posición que podríamos llamar "hegeliana". El teólogo se instala en la mente de Dios y desde ella nos intenta aclarar lo que sucede en el mundo. El mal, el dolor, el sufrimiento y la pobreza quedan entonces "explicados" y, por tanto, teológicamente justificados. Naturalmente, este modo de pensar acaba en una enemistad con la cruz de Cristo (cf. Fil 3, 18), la cual acaba siendo excluida de la teología. La teología de la liberación no puede menos de insistir en el carácter misterioso de un Dios que, en lugar de legitimar el sufrimiento del mundo, carga personalmente con él. La perspectiva del pobre es irreconciliable con la perspectiva del espíritu absoluto. No se puede pretender convertir a la teología en un tribunal para juzgar a Dios y las criaturas.

Desgraciadamente, la teología, especialmente en la Iglesia católica, sabe mucho de tribunales. Los problemas de incomprensión eclesial que se le han presentado a la teología de la liberación no han tenido por lo general relación alguna con cuestionamientos a la integridad del dogma. De hecho, las teologías que se hacen en el primer mundo, y a las que los mismos censores eclesiásticos recurren con frecuencia, representan en muchos casos desafíos mayores a la tradición católica. Piénsese solamente en el fideísmo o en el racionalismo de muchas teologías al uso. Las dificultades que ha enfrentado la teología de la liberación se deben fundamentalmente a su cuestionamiento de la estructura eclesiástica. La Iglesia católica es gobernada, de hecho y en gran medida, por la acomodada burocracia del Estado Vaticano, carente de toda base en la Escritura o en la Tradición, y que ejerce su poder mediante un conjunto de diplomáticos de carrera, más cercanos por su profesión a los centros de poder político y económico que a la pobreza real de la mayor parte de los católicos. La colegialidad de los obispos en torno al sucesor de Pedro poco tiene que ver con esto. Mientras no se corrija este sometimiento estructural de la Iglesia de Cristo a un sistema de gobierno espurio es difícil esperar una aceptación real, y no sólo retórica, de la perspectiva de los pobres.

Ahora bien, el desafío de las mayorías pobres también atañe a la propia teología de la liberación. El teólogo, como cualquier intelectual, no está exento de las tentaciones propias de su oficio, tales como la vanidad, el acomodamiento o la búsqueda de los aplausos fáciles. Estas tentaciones pueden arruinar cualquier vocación intelectual, arrastrándola hacia una improductiva superficialidad. En el caso del teólogo, los riesgos son mayores, pues la búsqueda de audiencias benévolas en el primer mundo puede acabar opacando precisamente aquello que la teología quiere ayudar a anunciar: el Evangelio de Jesucristo. Mucho más en el caso de una teología que pretende asumir explícitamente la perspectiva del pobre. Los medios de comunicación de la sociedad de consumo se encuentran frecuentemente enfrentados con una Iglesia que se opone a los patrones de conducta que ellos tratan de difundir. Sin duda es lamentable que este enfrentamiento no se deba tanto al carisma profético de los cristianos del primer mundo como a su conservadurismo. Sea como sea, la teología de la liberación ha de tener la suficiente astucia como para no convertirse en la fórmula de un cierto liberalismo eclesial más cercano a los sectores presuntamente progresistas del primer mundo que a las mayorías pobres del tercero.

Para evitar estos escollos no hay nada más eficaz que la cercanía real a los pobres y la entrega profunda a la tarea intelectual que la Iglesia tanto necesita. Cuando los pobres se acercan a la Iglesia, no lo hacen primariamente buscando el financiamiento de una ONG europea para sus gallinas, ni tampoco pretenden oír grandes arengas moralizadoras. Más bien buscan pronunciar y escuchar una palabra auténtica de fe. El crecimiento de grupos pentecostales entre los sectores más empobrecidos no se explica solamente mediante factores sociológicos o recurriendo a turbias maquinaciones de los Estados Unidos. En la Iglesia católica, probablemente debido a la formación de sus clérigos, hay una cierta incapacidad de proclamar la fe sin caer en la repetición de fórmulas dogmáticas, en su presunta explicación secularizante, o en los pesados sermones moralizadores, tanto de derechas como de izquierdas. Hace años se podía presuponer la existencia de grandes masas populares ancladas en una religiosidad popular católica. No es la realidad de los pobres de Asia, de frica, y probablemente tampoco lo es ya en grandes sectores de América Latina. La urgencia para los pobres no parece ser ni la crítica secular de la religiosidad tradicional, ni la mostración de las consecuencias morales de la misma. La teología más bien habría de ayudar a articular un lenguaje de fe que parta de los pobres y que conecte liberadoramente con su situación. Y para ello se necesita tanto la cercanía a esa situación como el trabajo intelectual riguroso.

3. A modo de conclusión.

Las intuiciones fundamentales que caracterizan al movimiento de la teología de la liberación siguen siendo fuente de grandes desafíos teóricos y prácticos, no sólo para los poderosos de este mundo o para ciertos sectores eclesiásticos ligados a ellos, sino también para la propia teología de la liberación. Para responder a ellos se requiere una fidelidad renovada al Espíritu de Jesús y un trabajo intelectual serio. Más allá de las modas y de las vanidades intelectuales, más allá de la fidelidad a las fórmulas o a las ideologías, la teología de la liberación sigue encarnando la voluntad de elaborar un pensamiento que responda a las necesidades reales de los pobres de este planeta. Tal vez los pobres ya han sido abandonados por las ideologías y las modas del primer mundo. Tal vez por eso la teología de la liberación no esté ya de moda. En realidad, esto es una buena señal. Si la teología de la liberación no está de moda, y sin embargo se sigue haciendo teología según sus intuiciones fundamentales, es que la teología de la liberación no fue solamente una moda. Los teólogos no son cantantes ni futbolistas que tengan que aparecer continuamente en la prensa (o en los tribunales de la inquisición) para mantener alta la propia estima. Tal vez la oscuridad del trabajo riguroso es la mejor fidelidad a quienes viven y mueren en la oscuridad.

En realidad, el proyecto teológico de la teología de la liberación parece estar en buenas condiciones para hacer una teología a la altura de los tiempos que nos ha tocado vivir. Ya el cingalés Tissa Balasuriya hablaba desde Asia de la necesidad de una "teología planetaria". De hecho, los contenidos fundamentales de la fe cristiana necesitan ser pensados en un horizonte que no es ya ni el horizonte griego de la naturaleza ni el horizonte europeo de la subjetividad. Y toda teología cristiana no puede pasar por alto el hecho de que la mayor parte de la humanidad (y la mayor parte de los católicos) pertenecen a las mayorías más empobrecidas del planeta. Manteniendo la riqueza incuestionable del pluralismo teológico, hay buenas razones para pensar que las intuiciones fundamentales de la teología de la liberación no sólo están vigentes, sino que pueden constituir los ingredientes fundamentales de toda teología que quiera reflexionar a la altura planetaria del siglo que se avecina.