La praxeología como filosofía originaria

La praxeología como filosofía originaria

Antonio González

En el libro primero de la Metafísica, en el que Aristóteles hace un recorrido por las ideas de los que filosofaron antes de él, aparece una reflexión famosa sobre el origen de la filosofía. La filosofía, nos dice Aristóteles, surgió cuando la humanidad comenzó a admirarse (θαυμάζειν). Ahora bien, ¿qué es lo que provoca esta admiración? ¿De qué se admiraron los filósofos? Recordemos el famoso texto:

Por el admirarse (θαυμάζειν), los hombres, tanto ahora como primeramente, comenzaron a filosofar, al principio admirándose de las cosas más inmediatas entre las extrañas (τὰ πρόχειρα τῶν ἀτόπων); después poco a poco progresando y sintiéndose perplejos ante cosas mayores, tales como las peculiaridades de la luna y las del sol y los astros, y ante la génesis del todo (τοῦ παντὸς γενέσεως). Pues los que se sienten perplejos y los que se admiran reconocen no saber, y por esto el amante del mito (φιλόμυθος) es en cierto modo filósofo. Como filosofaron para salir de la ignorancia, es obvio que perseguían el saber para conocer, y no por causa de alguna utilidad”[1].

Habría por tanto tres niveles de la admiración. En primer lugar, la admiración ante “las cosas inmediatas de entre las extrañas”. En un segundo momento, la admiración se dirigió hacia cosas de mayor importancia, “como las peculiaridades de la luna, y las del sol y los astros”. Finalmente, “la génesis de todo”.

Thaumázein

Resulta claro que los primeros filósofos griegos se maravillaron ante la luna, el sol y los astros. De hecho, los astros parecen haber sido uno de los objetos preferidos de sus reflexiones. El mismo Tales de Mileto habría predicho, no sabemos exactamente cómo, un eclipse de sol[2]. Cuando este mismo Tales nos dice que todas las cosas proceden del agua, su admiración parece haberse dirigido hacia “la génesis de todo”, siendo el agua su peculiar respuesta. En todos estos casos, la admiración filosófica parece conducir a los filósofos hacia el descubrimiento de ciertas estructuras racionales en el cosmos. Sin embargo, la admiración no es el descubrimiento ni la respuesta a lo admirado. La admiración es una situación anterior, en la que todavía no hay respuesta. Una situación en la que, como nos dice Aristóteles en el mismo pasaje citado, el filósofo como amante de la sabiduría y el amante de los mitos (φιλόμυθος) se encuentran en una situación común. El amante del mito y el amante de la filosofía están perplejos y maravillados por algo que no saben.

Desde una perspectiva adecuada, se puede mostrar que, como dice Aristóteles, hay una extraordinaria continuidad entre los mitos tradicionales de las religiones y la filosofía de los primeros pensadores griegos. Esta continuidad se encuentra en la pervivencia, dentro del pensamiento filosófico, del esquema mítico de las retribuciones como recurso fundamental para entender el orden y la regularidad del universo. La admiración parece haberse dirigido hacia un universo en el que se podían encontrar una regularidades que de algún modo guardaban una correspondencia con el λόγος humano. En la primera filosofía de los griegos, el λόγος se descubre a sí mismo dando cuenta racionalmente del orden de las cosas, por más que esta racionalidad se sirva todavía de recursos míticos como el esquema de las retribuciones. Algo sin duda muy lejano de la actual comprensión del universo por las ciencias naturales. Algo incluso muy lejano de la comprensión del universo que encontramos en el mismo Aristóteles. En determinado momento, el mito parece haber sido abandonado de una forma más radical. Y en ese abandono, Parménides juega un papel decisivo[3].

Ahora bien, en el texto de Aristóteles no se piensa en modo alguno que la admiración haya concluido en el inicio de la filosofía. Según Aristóteles, los hombres comenzaron a filosofar por la admiración, “tanto ahora como al principio” (καὶ νῦν καὶ τὸ πρῶτον)[4]. La admiración sigue siendo para Aristóteles todavía en su tiempo aquello que pone en marcha la filosofía. Traslademos la admiración a nuestro presente. ¿Nos queda hoy algo de que admirarnos? Ciertamente, el mundo del que se admiraron los primeros pensadores griegos nos aparece hoy como un mundo perfectamente conocido, explicado o explicable por medio de las ciencias naturales. El claro amanecer de la φύσις parece haber sido sustituido por un mundo superpoblado y contaminado, en el que pocas cosas admirables quedan por descubrir. La alteridad radical de lo desconocido parece haber sido desplazada por un mundo poseído, dominado y degradado por las técnicas humanas. Lo natural ya no se opone a lo artificial, porque el ser humano es capaz de producir artificialmente elementos naturales. La naturaleza no es lo todavía maravilloso y desconocido, sino algo que la ciencia y la técnica pueden generar por sus propios medios.

Cabe tal vez dirigir la admiración hacia la ciencia y la técnica. Con todos sus efectos nocivos, no cabe duda de que algo admirable se oculta detrás del hecho de que el ser humano sea capaz de descubrir leyes racionales en el universo, y de emplear estas leyes para promocionar su vida. Que estas leyes ya no estén expresadas en el lenguaje mítico de las retribuciones, sino en el bello y sobrio lenguaje de las matemáticas, no le quita ningún punto a la admiración que este hecho se merece. Es el hecho admirable de que el gran libro de la naturaleza esté escrito con caracteres matemáticos”, tal como reza la feliz expresión de Galileo. Resulta sin duda admirable que ciertas construcciones matemáticas, creadas para responder a cuestiones internas de su disciplina, y sin ninguna pretensión de describir la realidad, resulten un día sorprendentemente aplicables en la física. Es lo que sucedió, por ejemplo, con la aplicación de las matrices a la mecánica cuántica, o con la utilización de la geometría de Riemann en la teoría de la relatividad de Einstein. Los ejemplos podrían multiplicarse, y en todos ellos nos encontraríamos con una extraña afinidad entre las creaciones más abstractas de la razón humana y la realidad[5].

Se podría tratar de explicar este hecho acudiendo, por ejemplo, a una “teoría evolutiva del conocimiento” que nos muestre que la mente humana ha surgido precisamente para adaptarse evolutivamente al entorno, de tal manera que no debe parecer extraño que se produzcan coincidencias admirables entre ese entorno y nuestra mente. Sin embargo, es importante subrayar que estas coincidencias van mucho más allá de las provisiones que la mente humana toma para sobrevivir en su entorno, y se extiende a todas las actividades de nuestra inteligencia. Aunque la inteligencia surja por razones evolutivas, una vez surgida, sus capacidades van mucho más allá de las meras tareas de asegurar la supervivencia. Esa mente puede construir diversas geometrías no euclideas, o puede desarrollar una teoría generalizada de la relatividad. Esa mente puede hacerlo, no por la utilidad que ello le reporta, sino por deseo de entender algo que le produce extrañeza[6]. Y también ahí se producen las admirables coincidencias.

Tal vez podría aducirse, claro está, que estas coincidencias no son tales, porque no nos ponen ante la realidad “en sí misma”, sino que simplemente nos encontramos ante modelos ideales más o menos útiles que nos sirven para manejarnos en el mundo. Una teoría científica solamente sería un esquema útil que nos proporciona ciertos aspectos parciales de la realidad, sin nunca agotarla. También esto resulta hoy fácil de aceptar. Ninguna teoría agota la realidad, y las teorías se aceptan mientras funcionan, siendo después sustituidas por otras que por su sencillez y potencia resultan más útiles para describir y manejar las cosas. Sin embargo, el que una teoría funcione, el que esta teoría resulte útil para manejar la realidad, supone cierto grado de coincidencia entre esa teoría y el mundo donde tiene que funcionar. No toda teoría es verdadera sin más. Sin una adecuación al mundo que pretende describir y manejar, la teoría científica carecería de la utilidad que se espera de ella. Se requiere de la verdad. Nuestra admiración puede ser una admiración ante la verdad.

Alétheia

Ciertamente hay todavía muchas cosas en el mundo que todavía no entendemos, y que sin embargo la inteligencia humana puede un día llegar a explicar. Sin embargo, hay algo a la raíz de todo entender y de todo explicar, algo que la inteligencia solamente puede entender entendiéndose a sí misma. Se trata de la verdad. Aquello que en el principio y ahora nos sigue admirando es la posibilidad misma de la verdad. La posibilidad de que la inteligencia humana descubra el mundo y la posibilidad de que el mundo se deje descubrir por esa inteligencia. No se trata de poner en relación dos realidades extrañas, construyendo distintas hipótesis que conviertan a la mente en un trozo del mundo, o que hagan del mundo un simple modelo ideal de la mente humana. Tales construcciones, con toda la fuerza explicativa que puedan tener en cada caso, son solamente verdades parciales. Porque no se trata de agotar uno de los términos reduciéndolo al otro. No hay que aniquilar lo que nos produce admiración, sino más bien aprender a mirar a la esfinge a sus ojos. Lo extraño, lo admirable, no es ninguno de los términos en sí mismos, sino la afinidad que hay entre ambos, su maravillosa intersección.

Podemos llamar “verdad” a ese punto admirable en el que produce la intersección entre la mente y la realidad, ese punto admirable que hace posible nuestras teorías sobre el origen de la mente, y nuestras teorías sobre el valor de las ciencias. Si la filosofía surge de la admiración, la admiración primordial es la admiración ante la verdad. No en vano nos dice Aristóteles que los primeros pensadores griegos comenzaron “filosofando sobre la verdad” (φιλοσοφήσαντας περὶ τῆς ἀληθείας)[7]. Y él mismo llama a la filosofía “ciencia de la verdad” (ἐπιστήμη τῆς ἀληθείας)[8]. La verdad es la que nos produce admiración. Una admiración ante la maravillosa afinidad entre la inteligencia humana y las cosas. Pero, ¿qué es esta afinidad? ¿Cómo estudiarla de una manera rigurosa? ¿Cómo traerla ante nuestro análisis?

Comencemos observando algo muy importante. La afinidad entre la mente y la realidad no se observa solamente cuando se elaboran teorías físicas dotadas de un complejo instrumental matemático. Esa afinidad tiene lugar en el trato más común, inmediato y cotidiano con las cosas. Allí también surge y se manifiesta una afinidad entre las cosas y nuestra mente. Allí también las cosas se hacen presentes ante nosotros. Y esto nos retrae, si nos fijamos bien, a lo que en el texto de Aristóteles se nos presentaba como el primer nivel de la admiración. Era la admiración primigenia ante “las cosas inmediatas de entre las extrañas” (τὰ πρόχειρα τῶν ἀτόπων). El término τὰ πρόχειρα resulta especialmente relevante. Literalmente significa “lo que está ante la mano”. En un sentido más amplio, puede referirse a lo accesible, a lo obvio, o a lo ordinario. También puede tener el sentido más amplio de lo que ya está listo, a lo dispuesto o a lo fácil. En definitiva, lo que está a la mano. No se trata aquí de recuperar la distinción de Heidegger entre lo Zuhandenes y lo Vorhandenes[9], sino simplemente de poner de relieve que la verdad, como afinidad entre inteligencia y realidad, acontece de una manera inmediata en el trato cotidiano del ser humano con las cosas.

En este trato inmediato con las cosas hay ya algo extraño, algo ἀτόπον, algo que provoca la admiración. Es la verdad. Como bien señala Heidegger, la verdad que despierta esta admiración no es primeramente una propiedad de nuestros juicios. Lo más extraño y admirable es el hecho de que las cosas, en su radical diferencia con la inteligencia, se hagan sin embargo presentes en la inteligencia. Es el aparecer radical y originario de las cosas. No el que las cosas estén presentes, sino su llegar a la presencia. Es lo que Heidegger llama ἀλήθεια, entendiendo este término como una negación (ἀ-) del olvido (λήθη)[10]. Es decir, la verdad en sentido originario sería un des-ocultamiento (Ent-bergung), un venir las cosas a la presencia. Antes de maravillarse por el descubrimiento de unas estructuras lógicas en la luna, el sol y los astros, antes de quedar perplejos ante la correspondencia entre la geometría riemanniana y la física relativista, en nuestro trato cotidiano con las cosas asistimos a la maravilla del hacerse presentes las cosas ante nosotros. Porque la maravilla de la correspondencia entre las construcciones más abstractas de nuestra inteligencia y las estructuras más complejas de la realidad tiene su principio radical en el hecho admirable de la afinidad inmediata y cotidiana (πρόχειρος) entre nuestra inteligencia y las cosas.

Érga

Las magníficas descripciones heideggerianas del acontecer de la ἀλήθεια han pasado por alto, sin embargo, un dato fundamental. Heidegger se refería repetidamente a un pasaje de la Ética a Nicómaco de Aristóteles para pensar la ἀλήθεια como des-ocultamiento. Pues bien, precisamente en ese pasaje Aristóteles nos dice algo que Heidegger no consideró: la ἀλήθεια es un ἔργον, es decir, un acto[11] . Para Heidegger, la idea aristotélica de acto estaba intrínsecamente ligada a la concepción metafísica del ser como la pura presencia en reposo, como una ἐνέργεια que se tiene a sí misma al final del proceso del devenir (ἐτελέχεια)[12]. Pero el acontecer del hacerse presentes las cosas no es a su vez una presencia. Es algo más radical y anterior a toda presencia. Hasta aquí tiene razón Heidegger. Y, sin embargo, podemos decir con Aristóteles que este llegar a la presencia es un acto, es un ἔργον. ¿Qué quiere decir entonces el término acto?

Por acto no entendemos aquí los mecanismos físicos, biológicos o psicológicos por los que algo llega a la presencia. Ciertamente, tales mecanismos existirán. Pero antes de explicar aquello de lo que nos admiramos, recurriendo a elementos que no están en lo admirado, es menester permanecer en aquello que se admira, para analizarlo con detenimiento. Y lo que admiramos es el venir a la presencia de las cosas, no los mecanismos que lo puedan explicar. Por eso no estamos obligados a asumir la idea aristotélica de los actos como término de unas potencias. Ni tampoco la idea, derivada de ésta, de los actos como la “plenitud de la realidad de algo”, y por tanto, como simple “actuidad” opuesta a la “actualidad”[13]. Por las mismas razones, tampoco se trata de pensar los actos a partir del sujeto que los ejecuta, como si los actos fueran propiamente tales por ser ejecutados por un “yo” que lo acompaña[14]. Los actos no son activaciones de una conciencia, ni empírica ni transcendental. Los actos son el venir las cosas a la presencia, sean cuales sean las razones del venir a la presencia. En ese venir a la presencia, podemos encontrar elementos personales, pero estos elementos personales no constituyen la definición misma del venir a la presencia.

Ahora bien, si los actos son un “venir a la presencia”, y no la “activación” de unos mecanismos físicos, de unas potencias o de un sujeto, ¿por qué seguir hablando de acto? Hay sin duda razones históricas para hacerlo así. Pero no se trata solamente de asumir una terminología común en la historia de la filosofía. Más bien lo que hacemos es reflejar el carácter intrínsecamente dinámico del venir las cosas a la presencia. Los actos son tales porque ellos consisten en la “actualización” de las cosas. En los actos, las cosas se hacen presentes ante nosotros en su radical alteridad. Ahora bien, es importante observar que ese hacerse presente no es una realidad más entre las cosas que se presentan ante nosotros. No estamos ante la alteridad de una realidad para otra realidad. La genial conceptuación de las realidades como un “de suyo” pasa por alto que los actos nunca se han actualizado como un “de suyo”. Ellos son la actualización misma, y no una cosa real entre las cosas que se actualizan. Hablar de los actos en un sentido filosófico radical significa situarnos en un ámbito distinto de las cosas reales, ya se entiendan éstas como unidades de sentido, como sistemas de notas reales, o como una síntesis de ambas. No hablamos ni de sentido ni de realidad, sino del hacerse presente de algo que tiene sentido y que es real. Se trata de los actos mismos como tema de una filosofía praxeológica.

En el campo de la fenomenología francesa, Michel Henry ha puesto de relieve esta diferencia entre el ámbito de los actos y aquello que en los actos se presenta, que para la filosofía de origen husserliano no puede ser otra cosa que el su término intencional. Por eso Michel Henry ha abogado por una “fenomenología material” que en lugar de atender al término intencional de los actos, se centre en los actos mismos, que constituyen la vida originaria anterior a toda intencionalidad. Estos actos, que Henry suele conceptuar en términos de “vida”, no son ni pueden ser nunca el objeto de una visión intencional, porque ellos consisten justamente en esa visión misma en cuanto manifestación[15]. En el campo de la filosofía de origen zubiriano, era necesario decir algo similar: los actos en los que las cosas se actualizan como reales no son una realidad más, sino el acontecer mismo de tal actualización. Por eso mismo, los actos son invisibles, en cuanto que no se actualizan en otros actos como un “de suyo”, como una alteridad radical que no remite al acto mismo, sino a aquello que se actualiza. El “de suyo”, siendo analíticamente correcto, no toca a los actos como tales. Los actos no son un “de suyo”, sino el acontecer mismo de la actualización.

Sin embargo, el “de suyo” es algo imborrable en los actos mismos. Tal vez se puede llevar a cabo una fenomenología sin intencionalidad, que prescinda del término intencional de los actos para atender simplemente a los actos originarios en los que surge toda intencionalidad. Pero de lo que no se puede prescindir en los actos es de las cosas que en ellos se actualizan. Los actos no son cosas reales, pero son siempre inexorablemente actualizaciones de cosas reales. Si prescindimos de la intencionalidad que nos refiere a una unidad eidética de sentido, no podemos sin embargo prescindir de la alteridad radical que toda cosa presenta en todo acto. De ahí que la praxeología jamás pueda ser confundida con un idealismo. Frente al camino sin salida de un dualismo “neo-gnóstico” que pretende escindir los actos del mundo, la praxeología afirma que los actos son siempre actualizaciones. Las actualizaciones son siempre actualizaciones de algo, sean cosas materiales, personas, ficciones o ideas. Incluso el viejo Parménides, el padre de todos los dualismos, lo reconocía expresamente: nunca encontrarás el pensar sin el ser[16]. El más íntimo y recóndito acto emocional es siempre actualización de algo sentido o querido. No hay actos sin mundo, porque los actos consisten justamente en el hacerse presente del mundo, por más que este hacerse presente acontezca en alteridad radical.

Prágmata

En los actos tenemos entonces un logro filosófico capital, al mismo tiempo que un problema de primera magnitud. Por una parte, los actos constituyen el ámbito originario en el que acontece la vinculación entre el ser humano y la realidad. Antes de toda dualidad entre objeto y objeto, antes de toda dualidad entre la cosa aprehendida y el aprehensor, tenemos el acontecer mismo de la verdad. La verdad en sentido originario es una verdad anterior a toda dualización. No es la verdad de la patencia de algo ante algo. Es la verdad del acto mismo en que la patencia como actualización consiste. Estamos ante el concepto más radical y simple de verdad. La etimología de la palabra “verdad” en la lengua náhuatl (nelli) remite a nelhuayotl, que significa raíz, principio, fundamento o base[17]. Toda dualidad entre la realidad y la inteligencia tiene su raíz en una afinidad primordial entre ellas, que es justamente la actualización de las cosas como acto. La verdad de este acto como fundamento firme en el que se enraíza y se basa toda dualidad es la verdad primera de los actos.

Si quisiéramos utilizar la terminología más conocida de los primeros pensadores griegos, podríamos recordar el τὸ γάρ αὐτὸ νοεῖν ἔστιν τε καὶ εἴναι de Parménides[18]. El τὸ γάρ αὐτὸ designaría precisamente ese ámbito primordial en el que se vinculan el pensar y la realidad[19]. Pero se trata solamente de una vinculación, y no de una identidad idealista. La razón está en que, si los actos son actualizaciones de cosas, las cosas se actualizan siempre en una alteridad radical. Esta alteridad radical es la traducción praxeológica de la aportación permanente de Zubiri: el “de suyo”. Las cosas sentidas, queridas, imaginadas, temidas, ideadas, o soñadas no se actualizan nunca como parte de nuestros actos, sino como radicalmente distintas de ellos. La verdad originaria es la verdad de unos actos en los que se constituye una inexorable diferencia. No estamos ante el privilegio de ciertos actos, como pudieran ser los actos intelectivos. Todo acto es una actualización de cosas en alteridad radical. Los actos (ἔργον) no se contraponen a los movimientos (κίνησις), como quería Aristóteles[20], sino que también los movimientos corporales son un modo de actualización de las cosas en nuestra praxis. Y la praxis no designa tampoco cierto tipo de actividad más elevada, contrapuesta a otras, como podrían ser las actividades productivas. Por praxis entendemos simplemente el conjunto de los actos humanos en sus diversas estructuraciones.

Ahora bien, los actos así entendidos nos plantean un problema filosófico de primera magnitud. Y es que los actos no son visibles, ni audibles, ni palpables, como son las cosas. Ningún acto se nos da como se dan las cosas reales. Los actos propiamente no son realidades, sino el acontecer mismo de la actualización de las cosas reales. Ciertamente, cuando se actualiza una cosa real, podemos decir que también se co-actualiza mi propia realidad. Pero aquí no hablamos de realidades sentidas o co-sentidas, sino del acontecer mismo de tal actualización. Esta actualización no es una cosa real, sino el acontecer mismo de la realidad. Y este acontecer no se actualiza a sí mismo como cosa real. Ya Aristóteles nos decía: ἔχει δ’ἀπορίαν διὰ τί καὶ τῶν αἰσθήσεων αὐτῶν οὐ γίνεται αἴσθησις[21]. Dicho en nuestros términos: hay una aporía, y esta aporía consiste en que no acontece (γίνεται) la actualización de los actos. El acto no se actualiza en otro acto. El acto es justamente la actualización. Aquello en que consiste la verdad más originaria y más inmediata a nosotros es algo invisible. Es algo sobre lo que ha llamado la atención el Michel Henry, al que ya nos hemos referido.

Hay un camino sin embargo hacia los actos por sí mismos, no in recto, sino un camino oblicuo. No es el camino de la mística ni el camino de la gnosis. Frente a todo dualismo entre actos y mundo, hemos señalado que los actos son actualizaciones de cosas. La cosa actualizada es nuestro acceso a la actualización. Un acto visual nos es accesible en la cosa vista. Un acto auditivo nos es accesible en la cosa oída. Un acto de imaginación nos es accesible en las cosas imaginadas. Es una manera distinta de ver las cosas. Las cosas, así consideradas, no son simplemente una unidad eidética de sentido (Husserl). Tampoco son solamente un sistema de notas sensibles (Zubiri). Pero tampoco es necesario derivar hacia una convocación de los cielos, de la tierra, de los mortales y de los humanos (Heidegger)[22]. Las cosas son aquello que se actualiza en nuestros actos. En todos los actos que integran nuestra praxis. Las cosas son πράγματα. No es la fórmula de ningún pragmatismo, sino la manifestación originaria de las cosas, tal como las experimentaron los griegos. Las cosas no son lo que nos interesa que sean. Ellas se actualizan en alteridad radical. Pero, en su alteridad radical, ellas llevan inexorablemente la huella de la actualización.

La cualidad de los actos en los que se actualizan las cosas colorea inexorablemente las cosas actualizadas. Ellas son cosas queridas, sentidas, oídas, vistas, ideadas, imaginadas, soñadas o temidas. La cualidad del acto concierne no sólo al acto, sino a lo actualizado en el acto mismo. Los actos “dan color” a las cosas, las cualifican, y por eso las cosas nos desvelan los actos. Son las cosas como prágmata; si se me permite la expresión: como “pragmas”. Un inveterado intelectualismo en la filosofía occidental ha conducido a tratar de prescindir, en la actualización de las cosas, de todos los aspectos afectivos, volitivos, nocionales, y de todas las posibilidades que las cosas nos abren para quedarnos con la “pura actualización” de las cosas, o con la “pura percepción”. Sin embargo, no acontecen tales puridades. La cosa actualizada está siempre teñida por nuestros afectos, por nuestros deseos y temores. La cosa está presenta además un sentido, enlazado directamente con el sentido mismo de nuestras actuaciones. Algo es “vaso” solamente para alguien que en algún momento actúa bebiendo de un vaso. Y la cosa nos abre un abanico de posibilidades para nuestra actividad. La cosa es por eso un momento de nuestra historia, y ella misma es histórica. Aunque en la actualización de las cosas acontece una dualización entre lo actualizado y la actualización, las cosas actualizadas mantienen sin embargo la cualidad de la actualización. Las cosas actualizadas son pragmas. Y la realidad de quien trata con las cosas ya no es entonces la realidad de un puro observador desinteresado. Tampoco somos sujetos prometeicos constituyendo la realidad de las cosas. Ante los pragmas, nuestra realidad es la de agentes, a veces haciendo cosas (autores), a veces siendo determinados por ellas (actores).

La lengua hebrea tiene un magnífico concepto para “cosa”: dabar. Según Gesenius, los paralelos árabes, arameos y asirios indican que lo que subyace a este término es la idea de impulsar hacia adelante, conducir, o mover. El término también conecta con la imagen de “impulsar” o emitir expresiones, de forma que dabar también puede significar “palabra”. Pero la idea fundamental es la de impulsar o mover, de modo que ciertos derivados pueden indicar el camino por el que se conduce el ganado (dober), las almadías en las que se transporta algo por un río (dobrot), o el lugar adonde alguien puede ser expulsado: el desierto (midbar)[23]. La idea de “impulsar” conecta esencialmente las cosas con la praxis en la que ellas se hacen presentes. Son cosas cualificadas por nuestros actos. Es interesante observar que el vocablo griego πρᾶγμα deriva últimamente de la raíz indoeuropea *per-, que contiene la idea de “conducir a través de” algo. Con el deíctico –ko- habría dado lugar al jónico πρήσσω y al ático πράττω, en el sentido de “conducir a través” de algo, “realizar”, “hacer”[24]. También en el griego, la idea de mover algo habría sido determinante en el concepto de cosa. En cualquier caso, la conexión de los πράγματα con nuestra praxis resulta obvia. También podríamos recordar que en algunas latitudes de América, el término “asunto” (del latín assumptus, lo que se ha tomado) no se utiliza solamente para designar ocupaciones y negocios (donde es clara la conexión con nuestro hacer), sino también cosas materiales. Son las cosas teñidas por nuestra praxis. Son la vía de acceso a nuestros actos.

Prósopa

Algo queda, sin embargo, fuera de los conceptos de πρᾶγμα, de dabar, de asunto. Son las personas. Las personas no son simplemente un sistema de notas con un sentido especial, distinto del sentido de las cosas. Además, las personas estén caracterizadas por el hecho de que cada uno de nosotros se puede actualizar ante los demás con un sentido especial, distinto del que tienen las cosas. Y esta actualización ante los otros diferencia a los otros de las cosas. Por supuesto, esta línea se puede continuar indefinidamente. Porque cada uno de nosotros aparece en la praxis de los demás como alguien ante quien se actualizan los demás y las cosas. Y cuando los otros se actualizan ante nosotros como alguien ante quienes nos actualizamos los otros y las cosas. Estas cualidades pertenecen sin duda al sentido que los demás presentan cuando se actualizan ante nuestra praxis. Pero no se trata solamente de sentido. Tampoco hablamos simplemente de una nota real, como la inteligencia, que tengan los otros a diferencia de las cosas. Todo esto es muy cierto, pero hay algo más y distinto en la experiencia de los otros. Algo que no tiene que ver con el sentido ni con la realidad, sino con nuestra praxis.

No estamos hablando simplemente de una dialéctica del reconocimiento mutuo entre dos sujetos. Tampoco se trata solamente de decir que nuestro mundo es un mundo para cualquiera. Ni pensamos solamente en los especiales desafíos éticos que pueden surgir, en algunas culturas al menos, ante el rostro de los otros. A todos estos posibles procesos subyace algo más radical. Es la presencia de los otros en la praxis de cada uno. Es el hecho de que la praxis humana es desde su raíz una praxis “habitada” por los demás. Zubiri ha hablado de una presencia de los otros en la propia vida, permitiendo o impidiendo el acceso a las cosas[25]. Desde nuestra perspectiva, tendríamos que hablar más bien de una presencia de los otros en los propios actos, en la propia praxis. Esto tiene varias dimensiones. Por una parte, las actualizaciones que tienen lugar en la propia praxis están desde su raíz moduladas por los demás. No se trata simplemente de que los otros se actualicen en la propia praxis, sino que cualquier cosa actualizada está determinada por la praxis de los demás. Los demás me permiten o me impiden el acceso a las cosas. Los demás intervienen en la determinación de qué cosas se actualizan en los propios actos. Hay una proto-economía en la praxis humana, en toda praxis humana. Y esta proto-economía determina incluso la constitución de lo que tan impropiamente se ha llamado “subjetividad”.

Pero eso no es todo. Hay un estrato más radical. Se trata de que en la propia praxis se actualizan en alguna forma los actos de los demás. En ciertos momentos, podemos sentir lo que otros sienten. Sentimos su tristeza, su alegría, su desconfianza, su dolor, etc. Estamos ante un verdadero co-sentir. No entramos ahora en los mecanismos biológicos, psíquicos o lingüísticos que puedan conducir a este co-sentir. Lo que nos importa subrayar es que este co-sentir tiene lugar. Es una estricta co-actualización. Y esto significa entonces que nuestros actos son co-actualizaciones abiertas a las actualizaciones de los demás. Los demás, desde esta perspectiva, no se actualizan como realidades específicas, dotadas de un sentido específico. Los demás se actualizan o se pueden actualizar como quien está participando en una misma actualización. Los demás son ingredientes de la propia praxis no como cosas, sino en virtud de su propia praxis, en virtud de sus propios actos. Y, sin embargo, los demás son al mismo tiempo realidades corpóreas, dotadas de notas sensibles. Tenemos entonces un acceso nuevo a los actos. No es el acceso por las cosas teñidas por nuestros actos (πράγματα), sino es el acceso que en los demás tenemos a cualquier actualización, precisamente porque es una actualización compartida. Estamos ante πρόσωπα, ante personas. Las personas no se definen primeramente por la subjetividad, ni por la autoposesión. Las personas son aquellos y aquellas en los que resuenan (personare) los actos que compartimos en una comunidad de co-actualización.

Se nos presenta de esta manera una nueva dimensión de la verdad. La actualización como aquella forma primigenia e inmediata de verdad la habíamos llamado ἀλήθεια. Ella era el fundamento (nelli) de toda otra verdad. Ahora bien, en esta actualización fundamental encontramos ahora una nueva dimensión de la verdad. Es la verdad como co-actualización primigenia de las personas cuya praxis se entrelaza y que comparten un mismo sentir. La verdad como consenso lingüístico se enraíza en un “con-senso” fundamental. Es la comunidad en un mismo sensum, en una misma actualización. Es la dimensión interpersonal de la verdad. Pero no se trata de contraponer la verdad entendida en términos interpersonales a la verdad de la actualización de las cosas. Lo interpersonal de la verdad radica en la misma ἀλήθεια en que la actualización consiste. Por eso la verdad como aemunah no se contrapone a la verdad como ἀλήθεια. En realidad, en la misma raíz indoeuropea del término “verdad” (*uer-) está la idea de lo amigable, o de mostrar amistad y confianza. De ahí el adjetivo *uero-s, el digno de confianza, el verdadero. La veritas latina y la Wahrheit alemana derivan justamente de ahí. Por eso el severus no es, como a veces se ha dicho, el firme, sino el que carece de amistad, el que solamente se fía de sí mismo[26]. En cualquier caso, más allá de las etimologías, en la verdad como actualización primigenia encontramos ya la dimensión interpersonal de la co-actualización.

Perspectivas

Hemos expuesto hasta aquí los principios mismos de la praxeología, aquello que la constituye en filosofía primera. Ella es filosofía primigenia en cuanto análisis de lo más inmediato, en cuanto filosofía que versa sobre la verdad en su primordial radicalidad. Sin embargo, estas consideraciones radicales abren perspectivas hacia todos los campos de la filosofía. En otro lugar he tratado de mostrar de qué forma la praxeología es capaz de esbozar una fundamentación de la ética que pueda englobar, en una perspectiva más radical, muchos de los logros de las éticas del discurso. También he intentado indicar, aunque la propuesta necesitaría desarrollos más extensos, que la perspectiva praxeológica podría servir para elaborar una teoría de la sociedad mundial a la altura de nuestro tiempo. Y es que la idea de praxis, tal como aquí la hemos expuesto, nos permite pensar los vínculos sociales como vínculos más radicales que los vínculos de sentido o de significado, haciéndonos capaces entonces de conceptuar nexos sociales más amplios que los tradicionalmente pensados dentro del estado nacional y sus derivados[27]. De este modo, la praxeología podría convertirse, si encuentra los desarrollos adecuados, en el embrión de una teoría crítica no eurocéntrica y post-ilustrada.

Ciertamente, el análisis praxeológico no pretende ser una filosofía regional, orientada en exclusiva a los problemas de una determinada parte de la humanidad. Sin embargo, América Latina ha sido el contexto en el que han surgido algunos de los enfoques decisivos que nos han llevado a un planteamiento estrictamente praxeológico. En América Latina se inició una interpretación práxica de la obra de Zubiri, que enlazaba, en los años ochenta del siglo pasado, con algunos elementos de las “filosofías de la praxis” que se inspiraban en el joven Marx. Con este planteamiento se quería establecer el diálogo entre la filosofía de Zubiri y el marxismo, no en torno a diversas metafísicas de la materia, sino en planteamientos que conectaban al último Zubiri con los primeros escritos de la izquierda hegeliana. Y en América Latina surgió también la superación de este planteamiento cuando la pregunta por el punto de partida de la filosofía puso de relieve que la filosofía moderna dejaba en la oscuridad aquello que sin embargo era el centro de su planteamiento: los actos en los que Descartes anclaba sus meditaciones. La necesidad de plantear con toda radicalidad la pregunta por los actos no sólo nos llevó de regreso a la fenomenología, sino también a radicalizar el planteamiento husserliano en una línea que guarda ciertas semejanzas con la que siguieron otros pensadores latinoamericanos de inspiración fenomenológica[28]. En este sentido, aunque toda filosofía tiene una vocación universal, no cabe duda que las experiencias centroamericanas constituyeron el ámbito en el que se gestaron las primeras intuiciones de la praxeología.

Esto puede explicar muchas conexiones, cercanas o lejanas, con la filosofía elaborada en América Latina. La praxeología comparte con la filosofía latinoamericana su aliento práctico[29], el diálogo crítico con algunos planteamientos derivados del joven Marx, el interés por el problema central de la alteridad, y la idea de que la ética se ha de insertar en la filosofía primera. Sin embargo, la praxeología no se justifica filosóficamente por sus orígenes, ni por su contexto, ni mucho menos por sus intereses éticos. Cualquier filosofía de inspiración fenomenológica sabe que la filosofía no se puede justificar más que desde sí misma, en un esfuerzo nunca concluso de radicalización. Justamente por eso, cualquier atisbo de auténtica filosofía que pueda aparecer en el planteamiento praxeológico es lo que verdaderamente la legitima como esfuerzo intelectual, y la que la hace accesible a todo auténtico interesado en la filosofía, sea cual sea su situación geográfica o sus problemas morales. La inspiración fenomenológica, precisamente por su poca piedad con los presupuestos con los que carga cada pensador, posibilita hacer filosofía en diálogo con toda la tradición filosófica, al mismo tiempo que prohíbe cualquier pretensión de verdad que no pueda apelar más que a la tradición. Y esto implica en concreto tanto la necesidad de rigor como el imperativo de trascender toda justificación regional del filosofar, tanto eurocéntrica como del cualquier otra índole. Ni el rigor “europeizante” y descontextualizado, ni la retórica sin rigor son auténticas opciones para una filosofía que se tome seriamente su propia condición de tal.

La praxeología muestra cómo de una manera real y concreta es posible superar la metafísica de la subjetividad sin perder el rigor de la filosofía clásica y moderna. La praxeología muestra, en continuidad con Heideger y Zubiri, la posibilidad de ir más allá del ser, de la sustancia, del sujeto y del λόγος que han determinado el devenir concreto de la filosofía occidental. Y, al mismo tiempo, desde una perspectiva praxeológica es posible mostrar en qué sentido concreto el análisis filosófico de los problemas sociales, políticos o incluso teológicos no puede partir ni de la hermenéutica de la cultura, ni de la metafísica de al realidad social, ni desde la pregunta subjetiva por el sentido. La praxeología muestra en qué manera concreta el enfoque filosófico de estas cuestiones queda radicalmente alterado cuando toma como punto de partida la praxis humana, y cuáles son las consecuencias concretas de ese nuevo punto de partida. Al menos desde los tiempos de Sócrates, es aspiración de la filosofía servir realmente a la liberación de la humanidad. Y, sin embargo, también desde los tiempos de Sócrates, la filosofía ha eludido la praxis humana como principio de todo planteamiento que aspire al rigor y a la apodicticidad. En este sentido, el enfoque praxeológico hace posible una aspiración originaria de la filosofía, mostrando cómo sus intenciones éticas adquieren realmente todas sus virtualidades cuando el punto de partida puede quedar rigurosa y radicalmente anclado en praxis.

Otros muchos campos se abren a la investigación. Pensemos, por ejemplo en las posibilidades de elaborar una teoría de la materia que ya no parte de la sustancia ni de la sustantividad. ¿Se puede decir, por ejemplo, que el barión y el kaón que resultan de una colisión entre un pión negativamente cargado y un protón de hidrógeno tienen sustantividad? Su inmediata conversión en protones y piones, ¿puede considerarse como una transformación estructural? ¿O no estamos más bien ante la aparición misma de los elementos que ulteriormente entrarán en una sustantividad concreta? En el caso de la aparición de partículas iguales a aquellas que han reaccionado, ¿se puede decir que estamos ante una forma de transformación estructural? Zubiri habla de la “repetición” como un tipo de “transformación” estructural[30]. Pero ¿no nos encontramos más bien ante el surgimiento mismo de las estructuras? Es decir, ¿no tocamos en el campo de las partículas elementales con fenómenos que nos invitan a pensar la realidad de una forma más radical que en términos de sustantividad? ¿No estamos en esos momentos básicos del devenir ante fenómenos que en lugar de ser atribuidos a una transformación de las estructuras sustantivas, tendrían más bien que ser pensados como la constitución primaria de tales estructuras? Son reflexiones puramente iniciales, que aquí no podemos más que dejar indicadas.

Quedan también algunas preguntas radicales, como las que tienen que ver con “la génesis de todo” (τοῦ παντὸς γενέσεως), a la que aludía Aristóteles. A mi modo de ver, no sería correcto excluir estas preguntas del campo de la filosofía, con el pretexto de que su origen no está en la filosofía griega, sino en la idea judeo-cristiana de creación, o indicando que las preguntas que no tienen respuesta es mejor no plantearlas. Es posible que la idea de creación haya dado a esta pregunta una radicalidad que no tenía en Grecia, porque la pregunta incluyó verdaderamente todo, impidiendo respuestas a partir de una materia primordial, cuya génesis también tendría que ser explicada. Pero esto no impide que la radicalidad de la pregunta pueda ser perfectamente asumida por la filosofía como pregunta propia. Tampoco se puede impedir plantear las preguntas, aun cuando estas preguntas, por su radicalidad, hagan difícil o incluso imposible una respuesta que se mueva estrictamente en el campo de la filosofía. Desde una perspectiva praxeológica, lo que podemos hacer es simplemente señalar que la pregunta se tiene que plantear desde su origen mismo en nuestra praxis. No se trata solamente de decir que tales preguntas no podrán ser nunca ni meramente cosmológicas ni meramente subjetivas. Se trata también de estudiar la praxis misma en cuanto que en ella se generan tales preguntas. Es un tema que aquí no podemos más que dejar insinuado, pero que sin duda nos admira.


[1] Cf. Aristóteles, Metafísica, I, 2, 982b. Sigo la edición de W. Jaeger en la Oxford University Press, Oxford, 1957.

[2] Diógenes Laercio, Vida de filósofos famosos, I, 23.

[3] Es lo que he tratado de mostrar en mi trabajo sobre “El juramento de los dioses. Sobre el origen de la filosofía griega”, Diálogo filosófico 58 (2004) 37-60.

[4] Cf. Aristóteles, Metafísica, I, 2, 982b.

[5] Puede verse el famoso texto de Eugene Wigner, Premio Nobel de Física: “The Unreasonable Effectiveness of Mathematics in the Natural Sciences”, Communications in Pure ad Applied Mathematics, vol. 13, no. I (Febrero 1960).

[6] Como el mismo Aristóteles dice en el texto citado (Metafísica, I, 2, 982b).

[7] Cf. Aristóteles, Metafísica, I, 3, 983b.

[8] Cf. Aristóteles, Metafísica, II, 1, 993b.

[9] Cf. M. Heidegger, Sein und Zeit, Tübingen, 2001 (18ª ed.), pp. 68-72.

[10] Cf. Heidegger, “Aletheia”, en sus Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, 1954 (5ª ed.), pp. 249-254.

[11] Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139b.

[12] Cf. M. Heidegger, Nietzsche, vol. 2, Pfullingen, 1961, pp. 404-410.

[13] Cf. X. Zubiri, Inteligencia sentiente, vol. 1: Inteligencia y realidad, Madrid, 1981 (2ª ed.), p. 137.

[14] Cf. E. Husserl, Ideen, vol. I, Hua. III/1, pp. 178-179.

[15] Cf. M. Henry, Phénomenologie matérielle, París, 1990. Prescindo aquí de discutir la conveniencia del término “vida”.

[16] Cf. Parménides, fr. 8: οὐ γάρ ἄνευ τοῦ ἐόντος ... εὑρήσεις τὸ νοεῖν, en H. Diels – W. Kranz, Fragmente der Vorsokratiker, vol. 1, Zürich, 1996, fr. B 8, p. 239.

[17] Cf. A. González, Estructuras de la praxis, Madrid, 1997, p. 67.

[18] Cf. Parménides, fr. 3, en H. Diels – W. Kranz, Fragmente der Vorsokratiker, vol. 1, Zürich, 1996, B 3, p. 231.

[19] Cf. M. Heidegger, Identität und Differenz- Identidad y diferencia, ed. bilingüe de A. Leyte, Barcelona, 1990 (2ª ed.). Lamentablemente, Heidegger se separó de la subjetividad de Husserl en modo tan radical que nunca pudo recuperar un ámbito primordial de análisis de lo inmediatamente dado.

[20] Cf. Aristóteles, Metafísica, IX, 6, 1048b.

[21] Cf. Aristóteles, De anima, II, 5, 417a.

[22] Cf. M. Heidegger, “Das Ding”, en sus Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, 1954 (5ª ed.), pp. 157-179.

[23] Cf. W. Gesenius, Hebräisches und aramäisches Wörterbuch, Leipzig, 1921 (17ª ed.), pp.153-155.

[24] Cf. J. Pokorny, Indogermanisches etymologisches Wörterbuch, vol. 1, Bern-München, 1959, p. 811.

[25] Cf. X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid, 1986, 233-234.

[26] Cf. Cf. J. Pokorny, Indogermanisches etymologisches Wörterbuch, vol. 1, op. cit., p. 1166.

[27] Cf. A. González, Estructuras de la praxis, op. cit., pp. 124-138 y 171-182.

[28] Cf. D. Cruz Vélez, Filosofía sin supuestos, Buenos Aires, 1970.

[29] Cf. J. B. Alberdi, Ideas para presidir la confección de un curso de filosofía contemporánea, México, 1978, p. 12.

[30] Cf. X. Zubiri, Estructura dinámica de la realidad, Madrid, 1995 (2ª ed.), p. 140.