La cruz del Mesías como Kol Nidre

La cruz del Mesías como Kol Nidre

Antonio González

1. El Kol Nidre

Antes de la puesta de sol en el Día de la Expiación (Yom Kippur), cuando la comunidad judía se ha reunido en la sinagoga, el arca conteniendo las Escrituras es abierta, y dos rabinos, o dos líderes de la comunidad, toman de ella los dos rollos de la Torah. Una vez que se sitúan a ambos lados del cantor (hazzan), entonan una fórmula introductoria:

”En el tribunal de Dios y en el tribunal de la tierra, con el permiso de Dios -bendito sea- y con el permiso de esta santa congregación, sostenemos que es legal orar con los transgresores”.

Entonces el hazzan inicia un canto en arameo, cuyas palabras iniciales son Kol Nidre, con una melodía impresionante, que recuerda la música litúrgica gregoriana, y que repite tres veces, cada vez con mayor volumen, las siguientes palabras:

”Todos los votos (kol nidre), obligaciones, juramentos, y anatemas, sean los llamados konam, konas, o por cualquier otro nombre, que nosotros podamos tomar en voto, o jurar o prometer, o por los que en cualquier forma estemos vinculados, desde este día de la Gran Expiación hasta el siguiente (cuya feliz venida esperamos), nosotros nos arrepentimos de ellos. Que ellos sean declarados absueltos, perdonados, anulados, vanos, y dejados sin efecto. Que ellos no nos vinculen ni tengan poder sobre nosotros. Los votos no serán considerados votos; las obligaciones no serán obligatorias, los juramentos no serán juramentos”.

Entonces todos los miembros de la sinagoga pronuncian juntos las siguientes palabras de la Torah:

”Será perdonada toda la congregación de los hijos de Israel, y el extranjero que reside en ellos, pues sucedió a todo el pueblo por error” (Nm 15,26).

Ni que decir tiene que la oración del Kol Nidre ha sido un lugar común en el antisemitismo durante siglos. Los judíos pueden ser retratados, en base a esta oración, como personas de poco fiar, incapaces de asumir obligaciones solemnes, y predispuestos a romper sus promesas y juramentos. Con personas de este tipo resultaría difícil negociar, y mucho menos se les podrían ofrecer cargos de responsabilidad. Sus juramentos no serían verdaderos juramentos, pues una vez al año los declaran nulos en una ceremonia de su religión.

Pero el Kol Nidre ha resultado también embarazoso a los propios judíos, pues difícilmente se puede evitar la apariencia de que se trata de una fórmula de eludir las propias obligaciones. Por ello los propios judíos han intentado diversas explicaciones para justificar semejante oración. Así, por ejemplo, durante mucho tiempo se dijo que el Kol Nidre era un recurso que habían introducido los judíos españoles, obligados forzosamente a asumir el judaísmo. Con el Kol Nidre aquéllos que seguían practicando el judaísmo en secreto se desligaban de los juramentos y obligaciones asumidas con el catolicismo. Sin embargo, la ceremonia del Kol Nidre es anterior a esta situación, y está ya atestiguada al menos en el siglo X.

De hecho, una buena parte de los maestros judíos se opuso con frecuencia al Kol Nidre, pues parece contradecir directamente lo que afirma la Torah: quien hace un voto debe cumplirlo (Nm 30,2). Esta oposición de muchas autoridades condujo a que en el siglo XIX el Kol Nidre fuera expurgado del libro judío de oraciones en la mayor parte de Europa occidental. Sin embargo, el Kol Nidre estaba profundamente arraigado en la piedad judía, y ha sido posteriormente rehabilitado. La explicación usualmente dada por muchos maestros judíos consiste en decir que el Kol Nidre absuelve solamente de los votos particulares que la persona ha hecho ante Dios, y que le conciernen solamente a él mismo. Todos los votos y obligaciones que el judío haya contraído con los demás (incluyendo niños y gentiles) no serían afectadas por el Kol Nidre.

Ciertamente, el texto de la oración es más amplio, y parece afectar a todos los votos, sean particulares o públicos. Sin embargo, la autoridad de los maestros puede sin duda corregir las interpretaciones más espontáneas, tanto de los judíos como de sus enemigos. De hecho, el judaísmo siempre se ha preocupado por determinar en qué condiciones ciertos votos podrían ser considerados nulos, y esto tendría poco sentido si todos los votos hechos por judíos fueran siempre nulos. Por otra parte, no se puede ignorar tampoco que en el Talmud (Nedarim 23b) está prevista la posibilidad de alguna fórmula anticipatoria que declare nulos todos los votos que se van a hacer a lo largo del año. Hasta qué punto esto incluye el Kol Nidre no es claro, pues originariamente parece que el Kol Nidre se refería a los votos pasados, y no futuros.

No podemos aquí solucionar estas controversias, que en buena medida son intrajudías. Pero sí podemos preguntarnos como cristianos qué podemos aprender de ellas, y cómo nosotros nos comportamos ante una cuestión semejante. Pues de fondo no cabe duda que en el Kol Nidre se hacen presentes diversas cuestiones religiosas de gran importancia. Por una parte, la tendencia humana a asegurar sus propios propósitos, ante los demás y ante sí mismo, mediante fórmulas como los votos y juramentos. Por otra parte, la importancia de cumplir con la propia palabra, y de asumir todas las promesas hechas ante los demás y ante Dios. Pero también, además, el problema de cómo proceder con aquellas promesas, votos y juramentos que la persona, por las razones que sea, no ha hecho con pleno conocimiento de causa, o no se encuentra en condiciones de cumplir.

2. La estructura del juramento

¿En qué consisten los votos, promesas y juramentos religiosos? Ciertamente, los juramentos no se encuentran solamente en la tradición bíblica, sino que parecen constituir una constante antropológica de enorme difusión. Quien jura, se sitúa de algún modo en presencia de Dios o de los dioses, y apela a ellos para sostener la verdad de sus afirmaciones. En este sentido, los juramentos ponen a Dios por testigo. Como se dice frecuentemente en la Escritura: ”el Señor será nuestro testigo” (Gn 31,50; 1 S 20,12). La expresión ”vive Dios” (Jue 8,19) enuncia la presencia de este testigo de la verdad o falsedad de la palabra humana. Tan cierta como la vida de Dios es la verdad de lo que uno afirma.

Ciertamente, el Antiguo Testamento conoce afirmaciones solemnes en las que solamente se apela a la vida del alma de quien las recibe. La verdad de lo que uno afirma es puesta en relación con la vida del que recibe la afirmación, señalando de este modo que tan cierta y querida es la vida del que escucha como la verdad de las propias palabras: ”vive tu alma que yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando al Señor”, le dice Ana o Elí (1 S 1,26; cf. 17,55). Ahora bien, estas afirmaciones reciben toda su fuerza cuando no sólo se refieren a la vida del alma de quien las recibe, sino también a la vida de Dios. Es lo que hace David cuando le dice a Jonatán: ”vive el Señor y vive tu alma que apenas hay un paso entre mí y la muerte” (1 S 20,3[4]). En este caso, las propias afirmaciones quedan situadas en la presencia de Dios. Dios es entonces de forma explícita el testigo de lo que se afirma.

Sin embargo, el puro poner a Dios por testigo no agota la esencia de un juramento. En un juramento, Dios no es sólo testigo. Dios es también, de alguna forma, el sancionador de la verdad o de la falsedad de lo que se afirma. Si quien jura no dice la verdad o no cumple lo prometido, se hace entonces merecedor del rechazo por parte de Dios. En fórmulas antiguas de juramento que nos encontramos en el Antiguo Testamento, aparecen expresiones tales como ”el Señor me castigue si...”, con las que se enuncian aquellos males que habrían de sucederle a quien realiza el juramento en el caso de perjurio. Es el caso, por ejemplo, de las aseveraciones que hace Jonatán a David (1 S 20,10-16). Ciertamente, Dios es testigo de las promesas que hace Jonatán (1 S 20,12). Pero no solamente es testigo. Dios también será el ejecutor de un castigo en el caso de que el que realiza el juramento cometa perjurio. Por eso dice Jonatán a David, cuando le jura su lealtad: ”si mi padre quiere hacerte mal, que así haga el Señor a Jonatán y aun le añada si no te lo hago saber” (1 S 20,13). De esta manera, la exigencia de cumplir los propios votos, juramentos y promesas (Lv 19,12; Nm 30,2; Dt 23,22) queda situada bajo la amenaza de la maldición divina en caso de incumplimiento

La misma terminología hebrea para ”juramento” nos recuerda esta relación esencial del mismo con la maldición divina. El verbo hebreo para ”jurar” (šaba‘) está relacionado con el número siete (šeba‘), en alusión a que en los primeros tiempos el juramento estaba unido al sacrificio de siete animales (Gn 15,10; 21,30-31), posiblemente para indicar que quien no cumpliera el juramento debería correr la misma suerte que los animales sacrificados. La relación entre el juramento y la maldición es tan estrecha que en ocasiones la Septuaginta traduce el hebreo ’alah, que significa ”maldición” o ”fórmula de maldición”, por hórkos, la palabra griega para ”juramento” (Pr 29,24 LXX). Quien no cumple lo que ha jurado, se sitúa bajo la maldición de Dios. Esta relación se plantea explícitamente en múltiples pasajes del Antiguo Testamento, por ejemplo a propósito de la ley de celos (Nm 5,21), de juramentos hechos durante una campaña militar (1 S 14,24) o de la función específica del Templo de Jerusalén como ámbito para pronunciar juramentos solemnes (1 R 8,31-32). Pero no se trata de una estructura exclusiva del Antiguo Testamento. La idea de que el juramento implica el rechazo por parte de la divinidad en caso de perjurio nos aparece en multitud de culturas. Así, por ejemplo, entre los romanos era frecuente que quien juraba tuviera una piedra en la mano (la Juppiter Lapis), indicando que quería ser arrojado como esa piedra en caso de faltar a su palabra. En este caso, Júpiter sería el encargado de castigar a quien cometa perjurio.

En el Nuevo Testamento encontramos también esta estructura que vincula el perjurio con la maldición divina. Así, por ejemplo, cuando Pedro niega a Jesús, Mateo nos dice que ”comenzó a maldecir y a jurar: ’¡Yo no conozco a ese hombre!’” (Mt 26,74). El verbo utilizado para ”maldecir” (katathematízein) no se refiere aquí a que Pedro estuviera lanzando imprecaciones contra alguien, sino al hecho de que Pedro estaba situándose bajo maldición en el caso de faltar a la verdad. En este sentido, ”maldecir y jurar” no son dos acciones separadas, sino que el ”maldecir”, en cuanto situarse a sí mismo bajo maldición en el caso de mentir, es una parte de la estructura misma del jurar. De nuevo el juramento, además de poner a Dios como testigo, sitúa a la persona bajo una maldición en el caso de faltar a la verdad. Dios no es un testigo que se desentienda de aquello que observa. Dios es también el ejecutor de la justicia, que habrá de castigar de alguna forma a quien falte a la verdad.

De esta forma, el juramento es parte de una estructura más amplia en la que se percibe la acción de Dios en el mundo. Dios es considerado como el juez justo que interviene en la historia para premiar a los buenos y para castigar a los malos. No cabe duda que, desde esta perspectiva, Dios nunca dejará de castigar de algún modo a los que mientan. Un juez justo habrá de castigar la mentira, con independencia de que quien miente haya jurado o no. El juramento no hace entonces más que situar explícitamente al que jura dentro de esa estructura. Dios es invocado como el testigo y como el juez justo que castigará al mentiroso. De este modo, las propias afirmaciones quedan puestas de un modo solemne y explícito delante del tribunal divino, con el fin de subrayar la disponibilidad del que jura a ser castigado en el caso de estar faltando a la verdad. Quien jura está convocando a Dios de manera expresa para que ejerza su función de premiar la verdad y castigar la mentira. Por supuesto, fuera de Israel, esta función la pueden desempeñar otros dioses o instancias divinizadas, destinadas también a asegurar la correspondencia entre las propias acciones y los resultados merecidos. Los justos (en este caso los sinceros) serán premiados, mientras los injustos (en este caso los mendaces) serán castigados.

Ahora bien, esta idea de una correspondencia entre la acción humana y sus resultados se funda en una estructura general de la praxis humana, que en otro lugar he llamado ”esquema de la ley” o ”esquema de las retribuciones”. Según este esquema, nuestra práctica requiere un sistema de correspondencias entre acciones y resultados que esté de alguna manera garantizado por alguna instancia transcendente a la praxis misma. En sentido propio, el esquema de la ley es un sistema de autojustificación. Las regularidades de la praxis humana ponen de manifiesto que, para conseguir los resultados correctos, hay que actuar de la forma correcta. Dios, los dioses, o alguna otra instancia transcendente son quienes garantizan que habrá una correspondencia entre las acciones correctas y sus resultados. De este modo, quien consigue los resultados correctos, puede presentarse a sí mismo como el justo merecedor de los mismos. Igualmente, quien de alguna manera no consigue los resultados correctos, puede ser considerado también como culpable de su situación. Dios (o alguna instancia transcendente) sería entonces el garante de una correspondencia entre la acción humana y sus resultados, según la cual el ser humano puede obtener su propia justicia. Los juramentos no hacen más que invocar esta estructura general de la praxis humana, ”con-jurando” la maldición divina sobre quien no dice la verdad. El que jura se sitúa expresamente en el interior de esta estructura, aceptando la maldición divina en el caso de mentir.

Sin embargo, hay un tipo de juramento que se escapa a esta regla. En el Antiguo Testamento, frecuentemente Dios jura por su propia vida. Así, por ejemplo, Dios dice ”vivo yo, que toda la tierra será llena de la gloria del Señor” (Nm 14,21). Dios jura ”por sí mismo” (Gn 22,16; Am 6,8). La teología del Deuteronomio presenta las promesas del Señor como juramentos hechos por Él a su pueblo. Tanto la donación de la tierra (Dt 1,8; 6,10.18.23; 8,1) como la alianza con el pueblo (Dt 4,31; 7,8.12; 8,18; 29,12-13) son ahora considerados como juramentos de Dios. En estos casos, Dios mismo, quien habría de ser el garante de la correspondencia entre las acciones y sus resultados, es quien hace el juramento. Pero entonces su palabra ya no queda puesta ante otro mayor que él, destinado a hacer como testigo y a ejecutar algún tipo de castigo en caso de perjurio. Dios mismo, el garante de la verdad, es quien hace la promesa. En estos casos, el juramento ya no está situado bajo el esquema de las retribuciones. Quien según el esquema de las retribuciones está encargado de retribuir al perjuro es ahora el que hace el juramento. En este caso, el juramento adquiere una dimensión nueva. Dios no está situado bajo ninguna instancia metafísica, destinada a reprobarle en caso de perjurio. Dios está por encima de las estructuras de los juramentos humanos. El juramento divino es algo totalmente distinto: es un refuerzo de sus promesas. O, visto en otra perspectiva, sus promesas, por ser promesas divinas, son juramentos que tienen por garante de su cumplimiento a aquél mismo que las promete, y no a nadie por encima de él.

3. Los problemas del juramento

Dios cumple sus promesas. En cambio, los seres humanos no siempre lo hacen. Y, en el esquema de las retribuciones, estos juramentos los sitúan bajo la maldición de Dios. Los juramentos presentan un grave problema cuando las personas asumen obligaciones que no pueden cumplir, ya sea porque las promesas se hicieron de una forma precipitada, ya sea porque el futuro sitúa a las personas en situaciones que no habían podido prever. Por eso el Antiguo Testamento aconseja no precipitarse en las promesas: mejor es no prometer, que prometer y no cumplir (Dt 23,21-22 [22-23]; Ec 5,1-7 [4,17-5,6]). Obviamente, quien ha prometido y no cumple queda bajo la amenaza del castigo divino, algo que no le sucede a quien no ha prometido nada. Ahora bien, una vez que los juramentos se han realizado, la misma Torah prevé algunos medios para retractarse de los mismos. Así, por ejemplo, en el Levítico se establece la posibilidad de que el cumplimiento de los votos pudiera ser conmutado por el pago de dinero al Templo (Lv 27,1-34). En el judaísmo helenístico y en el Talmud se continúa esta línea, aconsejando no acostumbrarse a hacer juramentos (Eclo 23,9-11), y desarrollando una casuística legal para determinar cuándo una persona podría ser liberada de los votos realizados.

Ahora bien, hay otra dimensión problemática de los juramentos, que es su oscurecimiento de la simple palabra. Quien jura, afirma una parte de su discurso, pero deja el resto de sus palabras bajo la sospecha de la mendacidad. Éste es un motivo importante para rechazar los juramentos. Según Flavio Josefo, los esenios rechazaron radicalmente toda forma de juramento, para así estimar siempre la simple palabra (Bell. Jud. 2, 135). Posiblemente este tipo de consideraciones estaban también en el trasfondo del rechazo que expresaron muchos filósofos paganos hacia los juramentos. Los pitagóricos prohibieron a sus discípulos usar los juramentos, y Plutarco afirmaba que el juramento como coacción es indigno de un hombre libre (Quaest. Rom. 44). Del mismo modo, el estoico Epicteto (Ench. 33,5) y su discípulo Marco Aurelio (Medit. III,5) rechazaron los juramentos. El judío Filón, incluido por el estoicismo, se inclinó también por la abolición de los juramentos. Aunque no puede menos que admitir la posibilidad del juramento, contemplada en el Antiguo Testamento, entiende que no jurar es mejor que jurar (Spec. Leg. II, 2-38; Decal. 87-93).

Sin embargo, estos intentos de abolir los juramentos no tuvieron mucho éxito. La razón de su pervivencia hay que buscarla en la lógica profunda en la que ellos se insertan. Como hemos visto, la estructura última de los juramentos es el ”esquema de las retribuciones”, según el cual cada uno recibe los resultados merecidos de sus propias acciones. Y este esquema de la ley no es una simple manera de ver el mundo entre otras posibles, sino una estructura universal de la praxis humana, fundada últimamente en su apertura y en su necesidad de justificación. El hecho de que el discurso humano admita siempre la posibilidad de la mentira, y el hecho de que la mentira sea percibida universalmente como un mal moral, implica no sólo la percepción de la mentira como algo digno de castigo, sino también la posibilidad constante de poner explícita y solemnemente las propias afirmaciones bajo la posibilidad de ese castigo, reforzando de este modo su pretensión de verdad. Y en esto consiste, como hemos visto, la esencia del juramento. De ahí la universalidad de los juramentos.

4. La prohibición de los juramentos

En el Sermón del Monte, Jesús aparece prohibiendo a sus discípulos expresamente el recurso a los juramentos:

”Habéis oído que fue dicho a los antiguos: ’no jurarás en falso, sino cumplirás al Señor tus juramentos’. Pero yo os digo: No juréis de ninguna manera. Ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jurarás, porque no puedes hacer blanco o negro un solo cabello. Pero sea vuestro hablar: ’Sí, sí’ o ’No, no’. Porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt 5,33-37).

Jesús transforma la prohibición de jurar en falso por la prohibición general de jurar. Es importante atender a la argumentación que desarrolla el Sermón del Monte. En primer lugar, Jesús no alude a las dificultades en las que se encontraría quien hace juramentos y después no los cumple, para de ahí deducir la conveniencia de no hacerlos. Se trataba, como vimos, de un argumento que ya aparecía en el Antiguo Testamento y que llevaba a recomendar no abusar de los votos, juramentos y promesas. Pero aquí no hay rastro del mismo. En segundo lugar, Jesús tampoco alude a los efectos que tiene el uso de los juramentos sobre el resto del discurso humano, que entonces queda situado bajo la duda. Aunque algunos como Bonhoeffer han interpretado así las palabras de Jesús, no hay ni rastro de estas razones en el Sermón del Monte. En este sentido, las pretendidas relaciones de Jesús con la filosofía popular helenista o con la comunidad de los esenios ciertamente no se hacen presentes en su argumentación sobre los juramentos. La argumentación de Jesús es distinta y original.

En primer lugar, Jesús remite todos los juramentos a Dios. Utilizando Is 66,1 (”el Señor ha dicho: el cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies”), Jesús indica que todo juramento se refiere a Dios. De este modo, Jesús se opone a las técnicas ”religiosas” que tratan de distinguir entre distintos tipos de juramentos según aquél elemento por el que se jura, obteniendo así juramentos más o menos obligatorios. Jesús, por el contrario, indica que todo juramento se refiere a Dios. En este sentido, la argumentación del Sermón del Monte enlaza directamente con los ataques de Jesús a los escribas y fariseos del capítulo 23 del evangelio de Mateo:

”¡Ay de vosotros, guías ciegos!, que decís: ’Si alguien jura por el Templo, no es nada; pero si alguien jura por el oro del Templo, es deudor’. ¡Insensatos y ciegos! Porque ¿cuál es mayor, el oro o el Templo que santifica el oro? También decís: ’Si alguien jura por el altar, no es nada; pero si alguien jura por la ofrenda que está sobre él, es deudor’. ¡Necios y ciegos! Porque ¿cuál es mayor, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? El que jura por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él, y el que jura por el Templo, jura por él y por el que lo habita; y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquél que está sentado en él” (Mt 23, 16-22).

Todos los juramentos se refieren a Dios. Al final, tanto el oro del Templo, como el Templo mismo, como el altar, como la ofrenda, remiten a Dios. Todo juramento implica a Dios. También remiten a Dios los juramentos que no le nombran explícitamente, sino que se limitan, por ejemplo, a mencionar la propia cabeza. El Sermón del Monte nos dice que estos juramentos también se refieren a Dios. Posiblemente la mención de la propia cabeza hace alusión a los juramentos del Antiguo Testamento que remitían a la vida o al alma, pues en ellos lo que está en juego es el næfæš, que también puede traducirse por ”cuello”. En cualquier caso, cuando alguien jura por la propia cabeza (o por su alma, su vida, o cuello), de hecho está también remitiendo a Dios, porque en realidad uno no dispone de la propia cabeza, ya que no puede hacer que los propios cabellos se vuelvan blancos o negros (Mt 5,36). Uno no dispone de la vida por la que jura. Cuando uno jura por la propia vida, o por la vida de otros, en realidad está remitiendo también a Dios, quien es el que realmente dispone de la vida de las personas, de sus almas, de sus tiempos, hasta el punto que no pueden hacer sus cabellos blancos o negros.

Que Jesús remita los juramentos a Dios es algo que podemos entender perfectamente desde nuestro análisis de los juramentos. Los juramentos sitúan explícitamente al que jura en el esquema de las retribuciones, señalando que el perjurio hace a la persona merecedora de los castigos correspondientes a su culpa. En todas las religiones la divinidad es la encargada de recompensar a los buenos y castigar a los malos. En la religión de Israel, Dios es quien cumple esa tarea, premiando a los buenos y castigando a los malos. En este sentido, todos los juramentos remiten a Dios. Si alguien jura por su cabeza, por su vida, por el altar, por el oro del Templo, por la tierra, por el cielo, o por lo que sea, en realidad está remitiendo a Dios, pues sólo Él puede dar su merecido al que comete perjurio.

Ahora bien, Jesús no sólo remite los juramentos a Dios. Sino que esta remisión de todo juramento a Dios es según Jesús la razón para prohibir a sus discípulos los juramentos. Esto es lo que nos dice expresamente el Sermón del Monte: no juréis en absoluto porque todo juramento remite a Dios. ¿Cómo se puede entender esto? ¿Qué problema hay con que los juramentos remitan a Dios? Alguno podría pensar que lo que está tratando de hacer Jesús es subrayar la necesidad de ser sinceros siempre, sin necesidad de invocar a Dios, pues la invocación constante a Dios, aunque fuera para decir la verdad, sería una forma de tomar en vano su nombre (Ex 20, 7). Aquí ”vano” (heb. šaweh ) no se interpretaría como ”falsedad” o ”engaño”, sino más generalmente como ”nulidad”, ”vacío”. De este modo, Jesús estaría diciendo que habría que evitar los juramentos, aunque fueran sinceros, porque ellos remiten a Dios. Y no sería respetuoso de su nombre usarlo constantemente para cualquier nimiedad, aunque se hiciera de una forma veraz y sincera. Es importante observar que, si ésta fuera la argumentación de Jesús, cabría pensar que en algunos casos importantes, en los que el nombre de Dios no se toma en vano, sino que se trata de asuntos graves y solemnes, sí estaría permitido que los discípulos de Jesús usaran los juramentos. De hecho, ésta ha sido una interpretación muy frecuente de las palabras de Jesús.

El problema de esa interpretación es que Jesús les dice a los discípulos que no juren en absoluto, de ninguna manera (hólos, Mt 5,34). Al parecer, el problema no está con aquellos juramentos que toman en vano el nombre de Dios, al usarlo para cosas de poca importancia. Según el Sermón del Monte, todo juramento, aunque no use el nombre de Dios en vano, tiene un problema, y ese problema es que remite a Dios. Claro está, se trata de una remisión a Dios que por alguna razón no es correcta. Hasta tal punto no es correcta, que Jesús dice en el Sermón del Monte que todo lo que va más allá del ”sí, sí”, y del ”no, no”, proviene del mal (ek toû poneroû estin, Mt 5,37). Esta expresión podría traducirse también como que ”procede del Maligno”. El problema de los juramentos es que remiten a Dios, y que al remitir a Dios, lo hacen en tal forma que proceden del mal o del Maligno. Y esto no lo hacen solamente los juramentos que toman el nombre de Dios a la ligera. Lo hacen todos los juramentos. Lo que el Sermón del Monte está planteando es que todo juramento, aunque sea veraz y sincero, y aunque se haga en un contexto serio, importante y solemne, remite a Dios en una forma incorrecta, la cual no proviene de Dios mismo, sino del mal, del Maligno que se opone a Dios. ¿Por qué?

5. La abolición de los juramentos

La prohibición de los juramentos en el Sermón del Monte solamente nos puede resultar comprensible teológicamente si encontramos una razón que explique en qué sentido todo juramento, al remitir a Dios, lo hace en una forma tal que no puede provenir de Dios, sino del mal. La razón no es otra que la estructura profunda que fundamenta todo juramento. Como hemos visto, los juramentos se fundan en una estructura que hace aparecer a Dios como garante de una correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados, de manera tal que quienes realizan buenas obras se merecen éxitos, y quienes realizan malas acciones se merecen castigos. Esta lógica profunda ya es cuestionada gravemente en el Antiguo Testamento en formas diversas. Cuando el Éxodo presenta la situación de los israelitas oprimidos en Egipto, de ningún modo se nos dice que ellos sean los merecedores de su situación, sino que el análisis apunta directamente a sus opresores egipcios como responsables. Cuando el Antiguo Testamento nos presenta a Dios perdonando los pecados de su pueblo, también nos indica que Dios está más allá de la lógica de las retribuciones que exige un castigo para el culpable. Cuando el libro de Job nos habla del sufrimiento del justo, nos pone en guardia contra el aspecto más ideológico del esquema de las retribuciones, que consiste precisamente en presentar a las víctimas como culpables de su propia situación.

A pesar de estos ejemplos, y de otros muchos que pudieran mencionarse, el esquema de las retribuciones no desaparece plenamente del modo de pensar del Antiguo Testamento. Precisamente por ello no desaparecen los sacrificios, pues éstos contienen frecuentemente la idea de una correspondencia entre las ofrendas y las bendiciones esperadas por el oferente. Especialmente los sacrificios expiatorios presuponen la idea de que las culpas cometidas exigen un castigo, de tal forma que la destrucción de algo querido por el culpable, que de algún modo le representa, logra que se realice la retribución, y así el pecado queda expiado y se restituye la situación originaria. Y si en la Antigua Alianza no desaparecen estos sacrificios, tampoco desaparece el Templo ni el sistema sacerdotal que se requiere para el correcto funcionamiento de los mismos. No pensemos que se trata solamente de una particularidad de la religión de Israel. El esquema de las retribuciones tiene un carácter universal, y aparece por tanto de formas diversas en todas las religiones. Por ser un esquema universal de la praxis humana, sobrevive también en formas secularizadas, según las cuales todos los éxitos mundanos se pueden atribuir a quienes los disfrutan, del mismo modo que las víctimas pueden ser declaradas por diversos motivos como merecedoras de su propia situación. De este modo, se logra la complacencia con la propia comodidad, la indiferencia ante las desgracias ajenas, y la tranquilidad de que uno mismo puede controlar su propio destino.

Sin embargo, este esquema de las retribuciones no proviene de Dios; proviene ”del mal”. Esta esquema es la lógica profunda de la serpiente en el relato de la caída en el Génesis. Es la lógica que hace al hombre (”Adán”) pretender justificarse por los frutos de las propias acciones. Es la lógica que introduce la desconfianza entre los seres humanos, que ahora se evalúan uno al otro por los resultados de sus acciones. Es la lógica que lleva a explotar a los demás para producir mayores y mejores resultados. O la lógica que conduce a someterse a otros para así obtener los resultados necesarios. Es la lógica que nos hace competir con los demás para producir mejores resultados que ellos, introduciendo así la envidia y la violencia. Es la lógica que no nos permite perdonar a los demás hasta que obtengan su merecido, ni nos permite tampoco perdonarnos a nosotros mismos, manteniéndonos en la culpabilidad. Es la lógica que introduce el miedo a la divinidad, o la necesidad de manipularla al servicio de los resultados que uno mismo apetece. Es la lógica que lleva a considerar a los demás como admiradores de los propios éxitos o como subordinados a los propios fines de autojustificación. O la lógica que nos lleva a trabajar desesperadamente toda la vida, queriendo producir cada vez mayores resultados que nos justifiquen ante Dios, ante los demás y ante nosotros mismos, destruyendo la tierra y destruyéndonos a nosotros mismos, pues el único resultado que obtenemos al final de todos nuestros esfuerzos es la muerte (Gn 3-11).

Este esquema de las retribuciones es, como vimos, la estructura profunda que está detrás de los juramentos. Ahora bien, esta estructura ha sido abolida por Dios en la cruz de Jesús. ¿Por qué se ha producido esta abolición? Recordemos que esta estructura remite a Dios como aquella instancia transcendente destinada a asegurar que el esquema de las retribuciones se cumpla, de tal modo que los culpables siempre sean castigados y los buenos reciban los éxitos merecidos. En el esquema de las retribuciones, Dios es el garante de tal esquema. Si el Antiguo Testamento pudo pensar en serio la transcendencia de Dios, fue porque siempre fue consciente de que Dios, a pesar de ser considerado garante de ese esquema, estaba también más allá del mismo, y podía perdonar. En las religiones en las que la divinidad asegura mecánicamente el funcionamiento absoluto de tal esquema de las retribuciones, es ese esquema, en forma de Ley cosmo-moral, el que toma el lugar de la divinidad, y los dioses personales quedan subordinados al mecanismo de las retribuciones. En Israel, en cambio, la memoria de un Dios que actúa en favor de los aparentemente abandonados y castigados por la divinidad (como los hebreos en Egipto) sirvió para entender que Dios estaba por encima del esquema de las retribuciones, pudiendo por tanto perdonar y siendo verdaderamente un Dios personal y transcendente.

Sin embargo, el esquema de las retribuciones siguió funcionando en Israel. No sólo siguieron funcionando los sacrificios. Sino que también siguió siendo posible utilizar la Torah, la instrucción de Dios acerca de una sociedad justa, como un medio para alcanzar la propia justificación. Un uso sin duda contrario a las intenciones originarias de la Torah, pero siempre posible mientras no desapareciera la lógica profunda, el ”pecado original”, que utiliza de tal forma torcida la ley santa de Dios (Ro 7,7-23). Ahora bien, la fe cristiana afirma que lo que no pudo hacer la ley de Moisés, fue posible por medio de Jesús (Hch 13,39). En Jesús se habría cancelado de una forma definitiva ese pecado original, esa lógica profunda que pervierte las intenciones originales de Dios, que presenta a las víctimas como culpables, que destruye las relaciones humanas, que justifica la opresión, y presenta como justos a los vencedores, que pervierte la relación correcta de Dios, que destruye la propia vida y acaba con el mundo natural. En Jesús habría quedado abolido el esquema de las retribuciones como pecado fundamental de la humanidad. Pero, ¿por qué esto es así? ¿Por qué puede hacer la fe cristiana tales afirmaciones sobre Jesús?

La razón está en el núcleo mismo de lo que esa fe cree. Porque la fe cristiana cree que Dios mismo estaba en Jesús reconciliando el mundo consigo (2 Co 5,19). La identificación de Dios con Jesús es algo más que una simple solidaridad moral. Es una identificación real. Dios mismo sufrió el destino de Jesús. Y esto tiene una importancia capital para la cuestión que nos ocupa. Porque desde el punto de vista de la lógica de las retribuciones, Jesús sufrió el destino de los pecadores, de los fracasados, de los abandonados por Dios. Como dice Pablo, Dios ”lo hizo pecado” (2 Co 5,21). Jesús sufrió la maldición propia del esquema de las retribuciones. Desde el punto de vista de ese esquema, los fracasados de la historia son aquellos que han sido reprobados por Dios, porque por sus culpas se merecen ese destino. Dios es el garante de la correspondencia entre la acción humana y sus resultados. Ahora bien, si Dios se identificó con Jesús y sufrió su destino, la situación cambia radicalmente. Dios ha sufrido el destino de los presuntamente abandonados y rechazados por Dios. El destino de los pobres, de los pecadores públicos, de los fracasados, ha sido asumido por Dios. Y esto hace reventar desde su interior el pecado fundamental, la lógica misma de las retribuciones. Porque Dios mismo, quien tenía que ser el garante de esa lógica, es el que carga con el destino de los que esa lógica declara rechazados por Dios. La redención radical de la lógica adámica ha tenido lugar en la cruz de Jesús.

Esta redención alcanza a los creyentes por la fe. Por la fe aceptamos la redención que ha tenido lugar en Jesús. En la medida en que creemos en que Dios se ha identificado con el Mesías crucificado, somos liberados de la pretensión de autojustificarnos en virtud de la correspondencia entre la acción humana y sus resultados. Pero esa liberación no es obra nuestra. Es obra de Dios en nosotros. Es justamente la tarea del Espíritu. Pues nadie puede proclamar a Jesús como Señor si no es por la obra de Dios en nosotros. Si fuera obra nuestra, nosotros mismos seríamos los encargados de llevar adelante nuestra propia redención. Y en este caso no habríamos salido de esquema de las retribuciones. Nosotros nos estaríamos haciendo justos a nosotros mismos, en lugar de dejarnos justificar por Dios. Ciertamente, esta fe no es algo puramente individual o privado. La fe se recibe en la historia, y transforma radicalmente las estructuras profundas de la praxis humana. Y esto significa también sus estructuras sociales. Si el esquema de las retribuciones pervertía radicalmente las relaciones humanas, el esquema de la fe nos sitúa en una nueva red de relaciones sociales, liberadas de la dominación, de la competencia, y de la desconfianza. La fe crea una sociedad fraterna, situada bajo la soberanía fraterna del Mesías. Porque si Dios se identificó con Jesús, la muerte ya no tiene dominio sobre el Mesías. Él está vivo como soberano ungido sobre un pequeño pueblo en el que se inicia una nueva humanidad.

Este pueblo puede cumplir ahora las instrucciones de Jesús sobre los juramentos. En realidad, solo los acontecimientos de la Pascua posibilitan entender plenamente esa prohibición de Jesús. Porque solamente después de la Pascua es posible de una manera definitiva la liberación radical del esquema de las retribuciones sobre el que se sostienen los juramentos. Los juramentos, al poner al mendaz bajo la maldición de Dios, se regían por la lógica adámica que ha sido abolida en la cruz de Cristo. Ya no tiene sentido jurar. Y no tiene sentido jurar no simplemente por la obligación moral de ser sinceros, ni para evitar las malas consecuencias de jurar en falso, ni para impedir que el resto de nuestro discurso sea cubierto con la sombra de la duda. El cristiano no jura porque el cristiano ha sido liberado de la lógica de las retribuciones en la que se fundan los juramentos. Jesús fue hecho pecado, sufrió la maldición de los pecadores. Pero la identificación real de Dios con Jesús implica que la lógica que lo podía declarar repudiado por Dios ha sido abolida para siempre. El cristiano no jura porque jurar significa volverse a poner en una lógica que solamente tiene validez fuera de la fe. El cristiano no jura, porque por la fe se ha convertido en un hijo adoptivo de Dios, que no se relaciona con Dios según el esquema de las retribuciones, sino con el amor y confianza de quien se sabe radicalmente liberado del esquema de la ley (Gl 5,18). Volver a jurar sería volver a ponerse bajo ese esquema que tan alto precio ha costado abolir.

En realidad, el Espíritu de Dios no sólo libera al cristiano de los juramentos. Al liberarnos de la lógica adámicas de los merecimientos, el Espíritu nos libera del miedo a las retribuciones, tanto humanas como divinas. Y en la medida en que somos liberados de ese miedo, somos liberados de la necesidad de mentir. La lógica de las retribuciones nos impulsa a eludir nuestras propias responsabilidades, tratando de atribuir a otros los resultados negativos de nuestras acciones. Esto puede llevar a mentir, pero puede también llevar a decir verdades a medias, con tal de escapar de nuestra propia responsabilidad. Así, por ejemplo, Adán le responde a Dios diciendo ”la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y yo comí” (Gn 3,12). No sólo la mujer, sino Dios mismo aparece como responsable de lo que Adán ha hecho, por haberle dado tal compañera. En cambio, la liberación que ha tenido lugar en Cristo nos posibilita asumir como nuestros los malos resultados de nuestras acciones, sabiendo que ellos no son los merecimientos que nos justifican. Libres de la lógica adámica, podemos asumir nuestro pecado, nuestras culpas, nuestros fallos, nuestras debilidades, sabiendo que es Dios, y no nosotros, quien nos justifica. Libres de la lógica adámica, ya no tenemos que ocultar nuestra desnudez ante los demás ni ocultarnos ante la cercanía de Dios. Libres de la lógica adámica ya no tenemos que mentir, porque podemos por fin ser nosotros mismos, los pecadores amados y redimidos por Dios.

6. El Kol Nidre de los cristianos

Desde esta perspectiva se nos hacen comprensibles las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre los juramentos. Jesús no aparece nunca jurando para asegurar la autoridad de su doctrina. Jesús no necesita recurrir a Dios mediante juramentos a para asentar la veracidad de sus afirmaciones. La fuente de su autoridad está en él mismo, porque en definitiva Dios se ha identificado con él. El ”amén, en verdad os digo” es la única fórmula con la que Jesús afirma la propia autoridad de sus palabras. Cuando Jesús es conjurado (es decir, puesto bajo juramento) por el Sumo Sacerdote para decir si él es o no el Mesías, el Hijo de Dios, Jesús responde con un enigmático ”Tú lo has dicho”, que puede significar tanto ”Eso lo dices tú”, como ”Así es como tú lo dices” (Mt 26,63-64). Algo muy distinto de un juramento, y que de ninguna manera implica una aceptación indirecta de los juramentos, como a veces se ha dicho con la intención de justificar a posteriori prácticas poco acordes con el Sermón del Monte. En realidad, el evangelio de Mateo presenta a Jesús actuando en consecuencia con las instrucciones que él mismo había dado a sus discípulos. Y estas instrucciones son asumidas por el cristianismo primitivo hasta el punto de que la carta de Santiago repite casi literalmente el texto de Mateo sobre los juramentos (cf. Mt 5, 33-37; Stg 5, 12).

A este respecto es muy interesante el testimonio del propio Pablo. Pablo no alude nunca a las palabras del Sermón del Monte sobre los juramentos. Y, sin embargo, jamás utiliza fórmulas de juramento. Lo que utiliza son fórmulas de aseveración que contienen solamente uno de los elementos del juramento. Así por ejemplo Pablo dice ”os aseguro delante de Dios que no miento” (Gl 1,20), ”invoco a Dios por testigo sobre mi alma” (2 Co 1,23) o ”verdad digo en Cristo, y no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo” (Ro 9,1). Como vimos, un elemento del juramento era el poner a Dios como testigo. Esto lo sigue haciendo Pablo. Sin embargo, el juramento tenía otro elemento que ha desaparecido en Pablo, con todas las fórmulas que lo acompañan. El otro elemento, como vimos, era la maldición bajo la que se pone quien jura en falso. Esta maldición ha desaparecido, porque ha desaparecido la lógica de las retribuciones. Como cristiano, Pablo está en el Espíritu de Cristo, que le posibilita decir la verdad, precisamente porque lo extrae del esquema de las retribuciones. Dios es testigo sin duda de todo lo que hace y de todo lo que dice. Este testigo ya no es un juez distante que amenaza con castigarle si no es verdad lo que afirma sobre el pasado o si no cumple sus promesas futuras. El Testigo es el mismo Espíritu, derramado sobre nuestros corazones, que nos posibilita decir la verdad sobre nuestras propias debilidades, pero también sobre la acción de Dios en nosotros. Dios es el testigo de esta liberación, que hace innecesario tanto el jurar como el mentir.

Cuando los Hechos de los Apóstoles nos presentan a Pablo emitiendo un voto de nazir (Hch 18,18; cf. Nm 6,1-21), ya no estemos en modo alguno ante una práctica basada en el esquema de las retribuciones, sino más bien ante un acto de consagración temporal, que parece haber sido motivado en buena medida por el deseo de tender un puente hacia los sectores judeocristianos, observantes de la Torah (cf. Hch 21,23-26). También puede tratarse de un acto devocional con el que se nos presenta a Pablo consagrado especialmente a Dios al final de su segundo viaje misionero. Pero no hay en este ”voto” ninguna acción de poner a Dios como testigo y juez de las propias acciones, situándose Pablo bajo la ira divina en caso de perjurio. El esquema de las retribuciones ya no rige la vida personal y misionera de Pablo.

Sin embargo, el Nuevo Testamento nos habla de un cierto tipo de juramentos que de alguna manera siguen vigentes tras la liberación que ha tenido lugar en la Pascua. No son los juramentos humanos. Son los juramentos de Dios. Cuando la carta a los Hebreos habla de los juramentos humanos, lo hace con distancia, hablando en tercera persona de lo que hacen ”los hombres”, y diciendo que ”para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación” (Heb 6,16). No parece que Hebreos considere esto una costumbre muy vigente entre los creyentes. La alusión a la costumbre humana sirve solamente para introducir el tema de los juramentos de Dios. Como vimos, estos juramentos no podían considerarse situados bajo el esquema de las retribuciones, precisamente porque en ellos Dios no se sitúa bajo otro mayor que puede retribuirle en caso de incumplimiento. Dios juraba por sí mismo. La carta a los Hebreos conoce esta diferencia (Heb 6,13). Los juramentos de Dios no son juramentos propiamente dichos, situados bajo la lógica de las retribuciones, sino promesas reforzadas por la autoridad misma de quien las emite. Estas promesas no han sido abolidas en la Nueva Alianza, sino que mantienen su vigencia, y en esta Nueva Alianza se han cumplido o han comenzado a cumplirse (Heb 6,13-20; 7,20-22). Son las promesas que invalidan el sistema sacrificial judío, e introducen el nuevo y definitivo sacerdocio: el sacerdocio de Cristo.

En cierto modo, podemos afirmar que aquello que la carta a los Hebreos dice del sacerdocio y de los sacrificios se puede decir también de los juramentos. El autor de Hebreos señala que el sistema sacrificial judío ha llegado a su fin, porque con Jesús ha tenido lugar el sacrificio definitivo, que hace innecesarios nuevos y ulteriores sacrificios. Por esto tampoco son necesarios sacerdotes que constantemente renueven los sacrificios, sino que Cristo es el único y definitivo sacerdote (Heb 7-10). Por supuesto, desde lo que hemos visto hasta aquí hay que señalar el carácter absolutamente original del sacrificio de Cristo. Los sacrificios ordinarios, como hemos visto, se mueven dentro del esquema de las retribuciones. En ellos, una ofrenda se otorga a la divinidad a cambio de su benevolencia. O, en el caso del sacrificio expiatorio, una víctima recibe los castigos merecidos y se restaura así la relación originaria con la divinidad. En cambio, la muerte de Jesús en la cruz no se mueve en el esquema de las retribuciones, sino que termina de una vez por todas (efápax, Heb 7,27; 9,12; 10,10) con el esquema de las retribuciones. Por eso precisamente es un sacrificio en un sentido muy lato. Ciertamente hay una víctima, y ciertamente hay reconciliación. Pero lo que sucede es muy distinto a lo que pasa en los demás sacrificios. El sacrificio de Cristo, al acabar con el esquema de las retribuciones, hace innecesarios más sacrificios. Por eso es un sacrificio único, y el Mesías muerto y resucitado es el único sacerdote. Todo el sacerdocio sacrificial de la Antigua Alianza ha sido abolido definitivamente.

Pues bien, esto mismo sucede con los juramentos de Dios. El autor de Hebreos considera que el contenido fundamental de los juramentos de Dios no es otro que el haber constituido a Jesucristo en sacerdote eterno, de una vez por todas, al margen del sacerdocio levítico (Heb 7,21). Y esto implica, como hemos visto, la abolición del esquema de las retribuciones donde se fundamentan no sólo los sacrificios, sino también los juramentos. En este sentido, los juramentos de Dios, cumplidos en Cristo, significan la posibilidad definitiva de superar los juramentos humanos. Por esto podemos decir en cierto modo que lo que Dios ha hecho en Cristo al liberarnos del esquema de las retribuciones es la realización del juramento definitivo de Dios. Y este juramento en el que se supera el esquema de las retribuciones es lo que hace posible la veracidad de los cristianos, su claridad y franqueza (parresía). Pablo expone todo lo que hemos analizado hasta aquí de forma sucinta y genial:

”Como Dios es fiel, nuestra palabra a vosotros no es ’sí’ y ’no’, porque el Hijo de Dios, Jesucristo, que entre vosotros ha sido predicado por nosotros -por mí, Silvano y Timoteo-, no ha sido ’sí’ y ’no’, sino solamente ’sí’ en él, porque todas las promesas de Dios son en él ’sí’ y en él ’amén’, por medio de nosotros, para gloria de Dios. Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos ha sellado y nos ha dado, como garantía, el Espíritu en nuestros corazones. Invoco a Dios por testigo sobre mi alma que por ser indulgente con vosotros no he pasado todavía a Corinto...” (2 Co 1,18-23).

La veracidad de los misioneros cristianos, de Pablo y sus compañeros, es posible por la veracidad misma de Dios, que ha cumplido todas sus promesas en Cristo. Por esto mismo, ya no son necesarios los juramentos. No hay ”sí” y ”no”, sino solamente el ”sí” de Dios a nosotros en Cristo. De los juramentos solamente queda el que Dios mismo sea el testigo de la verdad que él mismo ha puesto en marcha en la historia, cumpliendo sus promesas.

Comenzábamos este análisis considerando la oración judía del Kol Nidre. Es una oración que se repite cada año. Según algunos estudiosos, inicialmente se refería a las promesas, votos, y juramentos pasados. En la actualidad, se refiere a los juramentos, votos y promesas futuros. Todos los años, en le día de la Gran Expiación, estos juramentos son declarados nulos. Los cristianos consideramos que esa gran expiación ha sido realizada en Cristo. Y esta gran expiación afecta también a todas las promesas, los votos, los juramentos, realizados dentro del esquema adámico de las retribuciones. El cristiano no es liberado cada año de ciertos juramentos. El cristiano ha sido liberado definitivamente de la necesidad de hacer juramentos. En cierto modo, la piedad judía, con su tenaz pretensión de celebrar cada año el Kol Nidre a pesar de toda la oposición y de todas las críticas al mismo, prefigura algo que para los cristianos tiene lugar definitivamente en Cristo. En la cruz del Mesías ha tenido lugar la gran expiación, aquella expiación que hace innecesario realizar cada año nuevas expiaciones, porque la estructura misma que hace necesarias las expiaciones ha sido abolida. Y con eso se han abolido no sólo las promesas, los votos y los juramentos, sino también la necesidad de relacionarnos con Dios mediante ellos. Solamente queda el testimonio de nuestra sinceridad, posibilitada por el Espíritu de Dios derramado en nuestros corazones. Nuestro Kol Nidre definitivo ha tenido lugar en la cruz de Jesús. A un alto precio ha sido comprada nuestra libertad, la libertad que nos permite ser quienes realmente somos. Que no es nada distinto de ser lo que Dios mismo quiere que seamos: sus hijos adoptivos por la fe.