Filosofía de la historia y liberación

Filosofía de la historia y liberación.

Antonio González

Una pregunta que he escuchado con frecuencia respecto a Ignacio Ellacuría es la que ser refiere a la relación entre su actividad intelectual como filósofo discípulo de Zubiri y su compromiso práctico en El Salvador como rector de la UCA, como crítico e interlocutor político y como teólogo de la liberación. Aunque la cuestión tiene distintas dimensiones, desde un punto de vista filosófico puede decirse que la conexión entre ambos aspectos de la vida de Ellacuría, sólo aparentemente contradictorios, está en su intención de contribuir a la elaboración de una filosofía de la liberación latinoamericana que sirva como iluminación de la praxis política y como fundamentación intelectual de la teología de la liberación. En este intento, la Filosofía de la realidad histórica desempeñaba para Ellacuría un papel clave.

Para explicar esto, es útil, a mi modo de ver, tratar de ubicar este libro en el contexto de la incipiente filosofía latinoamericana. A grandes rasgos, puede decirse que el proyecto de una filosofía de la liberación se ha movido en dos grandes corrientes. Por una parte están aquéllos que entienden la filosofía de la liberación primordialmente como pregunta filosófica por la identidad cultural de América Latina en cuanto producto del así llamado encuentro de la cultura europea con las culturas indígenas, su parcial destrucción e integración en una nueva realidad cultural. Se propone entonces la elaboración de una ontología del ser latinoamericano o, más radicalmente, de una nueva metafísica del estar frente a la metafísica occidental del ser. La liberación consistiría fundamentalmente en recuperación de una identidad perdida o robada. Como ejemplos de esta corriente, denominada frecuentemente "regionalista", valga citar a los argentinos Rodolfo Kusch o Carlos Cullen. La otra tendencia fundamental de la filosofía de la liberación, llamada "universalista", pretende más bien integrar la pregunta por la liberación latinoamericana en el contexto de la liberación integral de la humanidad. Esta corriente, a la cual caracterizan nombres como los del peruano Augusto Salazar Bondy o el mexicano Leopoldo Zea, desplaza el acento de lo cultural a lo social y a lo político, y la historia no sólo latinoamericana sino universal aparece en el centro de sus reflexiones. En esta segunda línea se ubica la mayor parte de la teología de la liberación y también aquí hay que situar la obra de Ellacuría.

Ahora bien, para entender correctamente lo que pretende esta segunda corriente de la filosofía de la liberación que se constituye como filosofía de la historia es menester distinguirla cuidadosamente de los modelos clásicos de filosofía de la historia. La filosofía de la historia, tal como surge en la Edad moderna a partir de Herder y de Kant, está indudablemente interesada en la liberación de la humanidad, en el hombre salga de su "minoría de edad culpable", como diría Kant, y tome en sus manos las riendas de su propia emancipación, tanto respecto al yugo que la naturaleza impone, como también y sobre todo respecto al yugo que unos hombres imponen a otros. La liberación sería autoliberación y la humanidad entendida de un modo u otro sería el sujeto de la misma. Sin embargo, como ya señalaba Habermas hace años, los autores ilustrados no son fieles a este proyecto, y tanto Kant como Hegel Marx, debido a diversas experiencias históricas negativas, acaban desconfiando de la capacidad del hombre de liberarse a sí mismo. Por esto entregan las riendas del devenir histórico a algún "macrosujeto" que será el encargado de llevar adelante, con estricta necesidad, la liberación de la humanidad de las cadenas que le oprimen. Para Kant será la naturaleza, para Hegel el Espíritu, para Marx y Engels las leyes dialécticas del mundo material concretadas en el desarrollo de las fuerzas productivas.

La filosofía de la historia resultante tiene entonces varias limitaciones. Por una parte, la historia se concibe fundamentalmente como "des-arrollo", esto es, como desenvolvimiento a lo largo de la historia de lo que al principio de la misma ya estaría dado potencialmente en la Naturaleza del hombre, en la Lógica del Espíritu Absoluto o en la constitución dialéctica del mundo material. La novedad de lo histórico desaparece y, en consecuencia, la responsabilidad ética frente a la historia tiende a desvanecerse. El mal queda en cierto modo explicado (e incluso justificado) como un elemento necesario del devenir histórico, cuya lógica interna terminará por hacerlo desaparecer e imponer universalmente la justicia y el bien. La historia, en este sentido, un proceso racional y teleológico. Y, dada la unicidad de la razón, es también un proceso unitario. Las distintas líneas históricas no serían en realidad sino estadios o fases de un solo proceso dotado de una lógica y de un fin común. De ahí el decidido europeísmo de esta filosofía de la historia: si la historia es un proceso de desarrollo ascendente y necesario dirigido hacia el triunfo del bien, Europa es concebida por lo corriente como la punta de lanza de tal proceso, mientras que los otros pueblos no europeos son ordenados en distintas fases de desarrollo que Europa ya habría atravesado y que tales pueblo habrían necesariamente de atravesar en el futuro.

Hoy es un lugar común decir que esta filosofía moderna de la historia ha fracasado, por mucho que sus críticos sigan en buena medida participando de algunos de sus supuestos. Así, por ejemplo, cabría preguntarse si la proyección por parte de Habermas de los estadios morales de la psicología evolutiva de Kohlberg a la historia humana no es en última medida una versión más de esta concepción ilustrada de la historia. Las razones de este diagnóstico negativo no sólo hay que buscarlas en la crisis de los regímenes socialistas sino, más radicalmente, en el escepticismo actual frente al concepto ilustrado de razón y en consecuencia, también frente a la posibilidad entender la historia como un proceso necesario y ascendente. Más bien se habla de caos, de fragmentación, de muerte del sujeto, de fin de la historia (Baudrillard).

Ni qué decir tiene que a la filosofía y a la teología latinoamericanas, por más que no hayan sido totalmente ajenas a las influencias de la ilustración, no les resulta especialmente atractiva esta concepción de la historia universal ni el papel otorgado en ellas a los pueblo no europeos. Ahora bien, la filosofía y la teología latinoamericanas, si bien están interesadas una filosofía de la historia muy distinta de la de la ilustración, no renuncian al interés emancipador que movió a esta. Esto tiene que ver, en buena medida, con la diferencia de perspectiva: desde en el interior de los distintos estados europeos se puede decir (o al menos se dice) que las metas socio-políticas de la ilustración en lo que respecta a la democratización y racionalización de la vida pública ya han sido alcanzadas y que por tanto, en lo que se refiere a su desaparición del futuro en el horizonte intelectual, la historia tocaría a su fin. Sin embargo, desde la perspectiva del tercer mundo la experiencia es muy otra: no solamente se constata que en la mayor parte de los estados del tercer mundo (y por lo tanto en lo que respecta a la mayor parte de la humanidad) estos objetivos no han sido alcanzados sino que, más radicalmente, la misma vida internacional no aparece caracterizada por la racionalidad ni por la democracia (baste pensar en la precaria democracia de las organizaciones políticas y financieras internacionales), sin que los países del tercer mundo sean ni mucho menos los únicos responsables de esta situación. Además, la destrucción del medio ambiente pone radicalmente de relieve que aquello que desde Occidente se suele presentar como el objetivo deseable para toda la humanidad, esto es, el logro de sus mismos niveles económicos y sociales, es algo inviable ecológicamente por ello no universalizable. En este sentido, y por lo que se refiere a la humanidad en su conjunto, la historia no aparece para la filosofía de la liberación en modo alguno como un proceso felizmente concluido o como un proceso que por sí mismo va a producir necesariamente los frutos de bien y justicia apetecidos, sino más bien como tarea abierta.

Ahora bien, se trata de una tarea de la humanidad misma, que (sin excluir una fundamentación última de su praxis en un Dios transcendente) no puede ser entregada en manos de ningún macrosujeto que, con independencia de la actividad humana, lleve a cabo el proyecto emancipador. Por ello podemos caracterizar más cercanamente el intento de Ellacuría en este libro del siguiente modo: se trataría de elaborar una filosofía de la historia que, sin renunciar al interés emancipativo de la ilustración, presente una alternativa "postmoderna" a las categorías "des-arrollistas" con las que la modernidad comprendió la realidad histórica. Este es el sentido fundamental del recurso de Ellacuría a una filosofía que, como la de Zubiri, pone en cuestión las categorías fundamentales que han determinado el pensamiento occidental desde los griegos hasta la modernidad. Ciertamente, el libro de Ellacuría no está concluido, y algunos capítulos decisivos para concretar este intento, como son los que habrían de versar sobre el tema del sujeto de la historia, sobre el sentido de la historia y sobre el problema del mal, no pudieron nunca ser redactados. Con todo, varias tesis fundamentales para abordar estos temas ya están aquí apuntadas:

En primer lugar, Ellacuría entiende la realidad histórica como apropiación de posibilidades, y no como desarrollo en acto de lo que en potencia está ya dado al principio de la misma. Con ello recoge la crítica de Zubiri a la filosofía decimonónica de la historia según la cual tanto materialistas como idealistas habrían entendido la historia desde las categorías aristotélicas de potencia y acto. Estas categorías, dice Zubiri, pudieron resultarle a Aristóteles útiles para entender el mundo natural, pero resultan totalmente inadecuadas cuando se aplican a la historia. Los hombres de Cromagnon tenían las mismas potencias naturales que nosotros, lo que nos diferencias de ellos son las posibilidades. La historia no sería desarrollo de potencias sino apropiación y actualización de posibilidades. De ahí que la historia sea siempre creación e innovación. Esto no significa en modo alguno un recurso existencialista a la libertad: como Ellacuría muestra a lo largo de este libro, las posibilidades históricas no descansan sobre sí mismas, sino que tienen siempre una base material, biológica, social, económica muy determinada. Pero aún así, necesitan ser apropiadas y trasmitidas por la actividad práctica de los hombres y dejan siempre un momento de opción racional y de libertad.

Si esto es así hay que decir, en segundo lugar, que el proceso histórico no consiste en ser desarrollo, sino en praxis. Como Ellacuría dice al final de su libro, la realidad histórica tiene carácter de praxis. "La praxis histórica -dice- es ... principio de realidad y principio de verdad en grado supremo. Es principio de realidad en cuanto en ella, integralmente entendida, se da un summum de realidad; es principio de verdad tanto como por lo que tiene de principio de realidad como porque la historización de las formulaciones teóricas es lo que, en definitiva, muestra su grado de verdad y de realidad". Esto no se ha de entender como culminación histórica de una metafísica naturalista, sino como afirmación del carácter irreductible de la praxis humana. La praxis humana, entendida en términos de inteligencia sentiente, no es reductible ni a naturaleza ni a razón o a espíritu, sino principio de acceso a la naturaleza y fundamento del logos y de la razón.

En tercer lugar, si la praxis humana es irreductible, la historia no se puede entregar en manos de algún macrosujeto, sea la naturaleza, la razón o el Espíritu. La humanidad ha de permanecer como sujeto de la historia. Ahora bien, esta tesis de Ellacuría, que habría de ser explicitada en un capítulo que nunca pudo redactar, no es una nueva versión de la idea ilustrada de un "hombre" abstracto anterior a la historia. Por un lado no hay, como sujeto anterior a la historia, más que la realidad biológica de la especie humana, pues la historia es más bien el ámbito donde la humanidad se va configurando como tal en virtud las posibilidades que va recibiendo y haciendo parte de su misma realidad. La unidad de la historia no viene dada entonces por la existencia de un género humano anterior a la misma, sino por la unificación fáctica de la humanidad sucedida en la edad moderna, en buena medida mediante la expansión colonial de Europa. En este sentido y en la medida en que la categoría de sujeto presupone una realidad anterior a sus acciones históricas, habría que hablar más bien con Zubiri de los hombres como agentes, actores y autores de la historia y en la historia, excluyendo así toda dualidad sujeto-acción. Por otro lado, cuando se dice que los hombres son agentes de su historia hay que distinguir dos sentidos en esta afirmación. En un sentido fáctico, se dice que los hombres reales y no la naturaleza o el Espíritu son los que hacen la historia, independientemente del hecho de que no todos los individuos y grupos sociales han determinado la historia en el mismo modo. Pero la tesis tiene también un sentido ético: y quiere decir que la humanidad en su conjunto ha de llegar a ejercer un control racional y democrático sobre la vida del planeta. Esto es en último término lo que se desde una perspectiva filosófica se entiende por liberación.

De aquí la importancia de la obra de Ellacuría no sólo para la filosofía sino también para la teología de la liberación. La teología europea contemporánea ha adoptado con frecuencia muy acríticamente la concepción ilustrada de la historia. Si bien es cierto que tal visión de la historia logra finalmente hacer resplandecer tras el caos aparente un plan providente (Kant) y por eso justificar a Dios mostrando que la historia tiene en realidad unidad y sentido (Pannenberg), no logra sin embargo justificar a las víctimas de la historia, que aparecen como el precio necesario que hay que sacrificar al progreso: el juicio que sobre ellas pronuncia la historia universal es el juicio definitivo del Espíritu Absoluto (Hegel). En la medida en que la teología ha visto esta dificultad, ha tratado de pensar la historia de la salvación como una meta-historia paralela a la historia profana (Cullmann) o ha reducido la historia profana a ser una mediación del encuentro trascendental de la subjetividad con Dios (Rahner). Para la teología de la liberación se trataría más bien de revisar el concepto ilustrado de historia universal, poniendo de relieve que ésta es en realidad un dinamismo abierto en el que la responsabilidad es primariamente humana y no divina. Si las aberraciones de la historia no son directamente imputables a un Dios concebido como arquitecto del cosmos, la justificación de Dios deja paso a la justificación de las víctimas de la historia, a la "justificación del pobre" (Sobrino). La historia así vista no es una región más de lo creado ni un mero condicionamiento externo de la teología, sino el lugar y el dinamismo mismo de la revelación de Dios. Filosóficamente, la razón última es que Dios, como dice Ellacuría siguiendo a Zubiri, no es una realidad transcendente a la historia, sino una realidad transcendente en la historia, en la cual se habría mostrado como solidario hasta la muerte con los pobres. No hay en este sentido dos historias, una historia profana y una historia de la salvación, sino que la historia de la salvación no es otra cosa que la salvación de esta única historia. El mal que aparece en la historia no queda integrado en una explicación racional y en este sentido legitimado, sino que constituye un escándalo y un desafío permanente a la praxis liberadora en general y a la praxis cristiana en particular. Una praxis que no tiene asegurado metafísicamente su éxito, sino que puede terminar en el fracaso y en la muerte, como terminó la praxis de Ellacuría y de sus compañeros, como en definitiva terminó la praxis de Jesús, por mucho que teologalmente la fe mantenga viva la esperanza en la resurrección y el triunfo final.


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En el caso de Ellacuría, como en el de Sócrates, la filosofía no solamente fue una tarea intelectual sino fundamentalmente una forma de vida. No una mera reflexión filosófica sobre la liberación, sino una forma de vida filosófica entregada a la liberación. En este sentido, no sólo su libro, sino también su praxis y su destino, no sólo dan que pensar, sino que pueden ser también para todos y en muchos sentidos una invitación a actuar.


Antonio González