Desafíos presentes a la filosofía social y política

Desafíos presentes a la filosofía social y política

Antonio González

El horizonte ineludible de la filosofía social y política en el presente es la ''sociedad mundial'' constituida por los procesos de globalización. El ''analogado principal'' del concepto de sociedad ya no son las ''sociedades nacionales'', constituidas en el interior de los diversos estados, sino la red mundial de vínculos sociales en la que tienen lugar todos los procesos sociales del presente.

En este sentido, puede decirse que asistimos a una transición semejante a la que se produjo entre la pólis griega a los estados nacionales modernos. Este tránsito no es un cambio instantáneo, sino que más bien describe procesos sociales que ocupan toda una época. Tampoco es un proceso unilineal, sino que puede conocer avances y retrocesos. Sin embargo, el sentido fundamental de estas transformaciones sociales viene impuesto por tendencias intrínsecas al sistema económico capitalista. Se trata de un sistema que en su misma estructura fundamental está orientado hacia el crecimiento y hacia la expansión. El capitalismo ''globaliza'' los vínculos sociales de una forma que, a largo plazo, resulta inevitable mientras se mantengan las características fundamentales de este sistema económico1.

Ciertamente, la ''globalización'' económica no es un proceso todavía completado. Una auténtica globalización solamente tendrá lugar cuando exista un único mercado global para todos los bienes y servicios2. Sin embargo, una característica de nuestra época es la toma de conciencia sobre los efectos más visibles de este proceso. Uno de estos efectos es la pérdida de capacidad de ejecutiva de los gobiernos nacionales sobre los procesos sociales y económicos que afectan a los propios ciudadanos. Y, al mismo tiempo, la pérdida de control de los propios ciudadanos sobre la política económica de los propios gobiernos. Las decisiones económicas más importantes no se toman en el ámbito nacional, sino en instancias de decisión que ya son supranacionales. E incluso las decisiones económicas menos importantes pueden ser influidas de una manera más rápida y efectiva por los movimientos de bolsa o por las indicaciones de las grandes empresas transnacionales que por los procesos de decisión democráticos en los estados nacionales3.

De estas realidades se derivan algunos de los desafíos más importantes para la filosofía social y política.

1 El desafío de pensar la nueva realidad social

La comprensión habitual de lo que se entiende por ''sociedad'' está todavía determinada, para muchos hablantes, por el marco de los estados nacionales o, a lo sumo, por el marco de ciertas unidades culturales que pueden ser supra-nacionales o infra-nacionales. Pero difícilmente se entiende todavía, en el uso habitual de la lengua, que la ''sociedad'' es una realidad global. En buena medida la filosofía social y la sociología teórica se mueven todavía dentro de esta comprensión ''ingenua'' de los vínculos sociales. Ello se puede deber, como he tratado de mostrar en otro lugar, a ciertas comprensiones del vínculo social como participación de todos los miembros de una sociedad en un mismo universo simbólico. Los límites de la sociedad estarían determinados, en este sentido, por los límites de un mismo universo simbólico, de una misma cultura, o de un mismo ''mundo de la vida''.

Es interesante observar que incluso la sociología funcional y sistémica ha entendido el vínculo social desde este punto de vista. Ciertamente, Durkheim ya puso como su lema a su famoso libro sobre la división del trabajo social aquella afirmación de Aristóteles según la cual la sociedad no se constituye por lo igual, sino por lo distinto. Y esto ciertamente es lo que sucede en la división social del trabajo: diversas actividades, distintas entre sí, constituyen un solo sistema productivo. Sin embargo, a Durkheim esto le pareció insuficiente para asegurar la integración social. Además de la división social del trabajo, la unidad social requería, para Durkheim, la necesidad de compartir una misma ''conciencia'' colectiva. Después de Durkheim, el progreso del funcionalismo se ha caracterizado por la progresiva comprensión de esa ''conciencia'' en términos estructurales. Los universos simbólicos tendrían el carácter de un ''sistema''. El camino que conduce de Parsons hasta Luhmann muestra justamente la progresiva realización del programa funcionalista, sometiendo a consideración sistémica todo lo que en la sociología de Durkheim tenía todavía el carácter de una conciencia homogénea, demasiado parecida al espíritu objetivo hegeliano, del que últimamente derivaba4.

Una novedad fundamental del planteamiento de Luhmann consiste justamente en que este sociólogo puede hablar ya de una ''sociedad mundial'' desde sus trabajos en los años setenta5. El sistema social se habría diferenciado de tal modo, ocupando todo el planeta, que ya nada de lo que sucede en el mundo nos resulta absolutamente incomprensible. Ciertamente, hay culturas diversas, pero estas culturas son ya accesibles recíprocamente mediante diversas estrategias formativas, de tal manera que el planeta dispone en la actualidad de un único sistema social, por más que esté profusamente diversificado. Estas observaciones de Luhmann son sin duda importantes para nuestro propósito de conceptuar la realidad actual de los vínculos sociales. Sin embargo, su objeto sigue siendo el universo simbólico donde, desde los tiempos de Durkheim y Weber, se viene buscando la unidad de lo social. Desde esta perspectiva, Luhmann sigue pensando, incluso cuando prescinde metódicamente de los individuos, que los vínculos sociales entre los individuos se caracterizan últimamente por la participación de todos ellos en un mismo sistema de sentido, por más que éste se constate ahora como radicalmente diferenciado.

Una concepción más integral y menos idealista del vínculo social tendría que integrar aquello que era esencial en el proyecto de Durkheim, que era la división social del trabajo. Ciertamente, sería limitado entender los vínculos sociales como vínculos puramente laborales, por más que los éstos constituyan una parte esencial de las relaciones sociales del presente. Pero en nuestro sistema económico presente, el desempleo constituye un elemento esencial de los vínculos sociales, sin el cual sería imposible mantener disciplinada a la mano de obra en todo el mundo. Por eso, más que de división social del trabajo, parece más correcto hablar de la unidad social como un sistema de actuaciones sociales6. La actuación social, a diferencia de la pura acción, incluye como un momento constitutivo suyo la orientación intencional por un sentido. De este modo, los sistemas de sentido (los universos simbólicos, la cultura) no son pensables al margen del sistema práxico de actuaciones sociales en el que se hallan inmersos. Justamente desde esta perspectiva práxica resulta comprensible por qué la unidad del vínculo social no consiste necesariamente en la participación actual de todos los individuos en un mismo universo simbólico, sino que es suficiente una mínima traducibilidad entre las culturas, de tal modo que ya nada en el mundo resulta totalmente incomprensible.

Un planteamiento de este tipo, que no se puede hacer sin una profunda revisión de lo que clásicamente se ha entendido por acción y por sentido, es justamente lo que posibilitaría una comprensión adecuada de los vínculos sociales actuales. Porque nuestra sociedad planetaria se caracterizaría justamente por una unidad práxica, y no por la participación en un mismo universo simbólico. La sociedad mundial sería la unidad de un sistema de actuaciones sociales. Esto sería perfectamente compatible con la existencia, tanto fáctica como deseable, de una pluralidad cultural. La unidad que constituyen los vínculos económicos y ecológicos determina la existencia de una única sociedad global, mientras que en el ámbito del sentido, la pluralidad sigue siendo posible. Se trata, por supuesto, de una pluralidad que tiene que dar sentido y reaccionar frente a procesos sociales que son comunes. De ahí que, por ejemplo, los nacionalismos, por más que consistan en una reivindicación de la diferencia, sean curiosamente fenómenos que tienen lugar a escala planetaria como reacción común ante los procesos de globalización. Pero de ahí también la posibilidad de que personas inmersas en procesos sociales comunes en todo el planeta (como la mujer que recoge café en América Central y el ejecutivo que trabaja en el mercado del café en Londres) no sólo participen en universos simbólicos altamente diferenciados, sino que incluso puedan ignorar mutuamente la existencia del otro.

2 El desafío de una nueva ética social y política

Esta perspectiva teórica es, a mi modo de ver, absolutamente necesaria a la hora de poder llevar a cabo una valoración adecuada de las realidades sociales presentes. Frente a la reducción de la filosofía social y política a pura ética social y política, es necesario reclamar los fueros de una reflexión filosófica sobre la realidad de lo político. Porque solamente si obtenemos claridad sobre el hecho de que la actual realidad social tiene unas dimensiones planetarias podremos situar los juicios propios de la ética política en un marco adecuado. Y la diferencia entre el marco nacional y el marco global determina, como veremos, hondas diferencias en el resultado de los juicios sociales y políticos. La ética social y política requiere necesariamente una ''ontología'' o una ''metafísica'' de lo político. O, si se quieren evitar estas venerables expresiones, basta con decir que todo juicio social y político necesita de una reflexión previa sobre la realidad social y política que se quiere enjuiciar éticamente.

Tratemos de ir viendo esto en distintos pasos. Ante todo, la perspectiva de una sociedad mundial nos permite situar los actuales procesos sociales en relación con el sistema económico en el que vivimos, que también es global. Esto nos permitiría evitar ciertos espejismos, como aquellos que tratan de presentar la ''globalización'' como algo absolutamente novedoso, sin contacto con los procesos sociales del pasado, y prescindiendo por tanto de toda perspectiva histórica. La globalización es el resultado de las dinámicas expansivas propias del sistema económico en el que vivimos, y en este sentido ella más bien consiste en la culminación de procesos que se iniciaron al menos con el inicio de la modernidad. Por eso mismo, la globalización no se puede entender como el resultado de ciertas conspiraciones llevadas a cabo por los poderes de este mundo. Toda conspiración individual o colectiva tiene que ser enmarcada en la lógica más profunda del desarrollo social y del sistema económico. Del mismo modo, la solución a los problemas planteados por la globalización no puede consistir en una simple reacción nacionalista o culturalista. La dinámica del proceso es más profunda, y las lacras del mismo requieren soluciones que cumplan al menos dos requisitos: mantener la perspectiva global propia de los problemas sociales actuales, y hacer frente a las raíces de tales problemas en el sistema económico vigente, y no simplemente en diversas voluntades individuales.

Esta perspectiva global posee en sí misma importantes consecuencias para la ética social y política. Y es que los criterios morales clásicos de la ética política varían radicalmente en su significado si el ámbito de aplicación de los mismos es la sociedad global, y no los grupos sociales contenidos en un estado nacional o caracterizados por compartir un sistema simbólico más o menos homogéneo. Tomemos, por ejemplo, el concepto de ''democracia''. Las valoraciones éticas en términos de mayor o menor nivel democrático varían decisivamente si el analogado principal del concepto de sociedad es la sociedad mundial o, por el contrario, aquellos grupos sociales que pertenecen a una misma cultura o que están contenidos dentro del marco de un estado nacional''. Es radicalmente distinto preguntarse si la sociedad mundial es democrática o si un determinado estado nacional es democrático7. De hecho, un estado cuyas instituciones nacionales sean democráticas puede desempeñar, en el plano de la sociedad real, que es global, un rol estrictamente contrario a la democracia.

Pensemos por un momento en esto. En el presente, la sociedad mundial tiene instancias reales de decisión. Lo que sucede es que estas instituciones globales no son democráticas. O, para decirlo con más precisión, cuanto más poder decisorio tienen las instituciones mundiales, menos democráticas son. En la cúspide podría situarse el Grupo de los Siete (o de los ocho si se incluye Rusia). Como su mismo nombre indica, se trata de un grupo exclusivo. A continuación podríamos mencionar las instituciones de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El poder de decisión de los distintos estados en los mismos no se rige por criterios democráticos (por ejemplo: un estado, un voto), sino que se basa en las cuotas que aportan los distintos miembros. Más abajo en cuanto a poder decisivo podrían mencionarse las Naciones Unidas, algo más representativas, pero no plenamente democráticas, como muestra la existencia del derecho de veto. Podríamos entonces decir lo siguiente. Las instituciones que gobiernan la sociedad mundial no son democráticas, y esta falta de democracia repercute directamente en favor de diversos estados nacionales que, debido a las características de sus instituciones internas, suelen presentarse a sí mismos como ejemplos de democracia, que todo el mundo debería imitar.

Desde esta perspectiva, puede decirse incluso que los estados nacionales cumplen en el presente una cierta función ideológica, entendiendo por ideología esa doble función de legitimar una determinada situación, ocultando algunos de sus aspectos más siniestros. No se trata de que el estado nacional cumpla solamente funciones ideológicas, sino simplemente de constatar que una de sus funciones es ideológica. Esta ideología, en el plano ético, podría expresarse así. Los juicios ético-políticos referidos a las realidades contenidas en el ámbito del estado nacional entran en el campo de lo estrictamente debido, mientras que los juicios ético-políticos referidos a lo que transciende el estado nacional pertenece al campo de lo supererogatorio. Para entender esto baste con poner un ejemplo. La situación de Sudáfrica en la época del apartheid podía percibirse fácilmente como una situación altamente injusta, debido a la existencia, en el marco de una misma ''sociedad'', de personas dotadas de muy diversos derechos civiles, debido al color de su piel. Ahora bien, esas mismas diferencias, si se dieran entre ciudadanos pertenecientes a dos estados nacionales distintos (por ejemplo, entre un sueco y un somalí) no serían percibidas directamente en términos de injusticia, sino como problemas referentes a la caridad o a la solidaridad internacional. Es decir, como cuestiones supererogatorias, más allá de lo debido. Obviamente, el gobierno racista sabía muy bien de las funciones de los estados nacionales. Por eso se dedicó a crear dentro de sus propias fronteras los llamados ''bantustanes'', es decir, estados nacionales (Swazilandia, Lesotho, Transkei, etc.) que convertían las injusticias que se daban en el interior de su propio país en diferencias ''internacionales'', más digeribles por la ética política clásica.

En cierto modo, nuestra situación actual podría definirse por la conversión de los estados nacionales clásicos en ''bantustanes'' de una única sociedad global. El discurso usual sobre la solidaridad y la caridad internacional pasa por alto el hecho de que, si realmente vivimos en una única sociedad mundial, los problemas sociales de nuestro mundo deberían enjuiciarse más directamente en términos de justicia, de equidad, y de democracia en el interior de la única sociedad realmente existente, que es la sociedad global. Desde esta perspectiva global es desde donde deberían enfrentarse las tareas ético-políticas del futuro. El mínimo control racional de los procesos económicos globales, el sometimiento de ese control racional a criterios democráticos, e incluso cualquier planteamiento sobre la posibilidad de adoptar un sistema económico diferente, exigen necesariamente la democratización de las instituciones mundiales de decisión. Si el sistema económico real es global, cualquier reforma o transformación del mismo, tiene necesariamente que realizarse en el plano global. Cualquier cambio en el plano de los estados nacionales, por muy radical que fuera, sería un retoque puramente adventicio que no tocaría la esencia de los problemas sociales y económicos de nuestro mundo.

El problema, en el presente, no es tanto que no dispongamos de elaboraciones teóricas sobre la posibilidad de un sistema económico superior al capitalista. Baste con mencionar la ''democracia económica'' de David Schweickart8. El problema real de nuestro tiempo consiste en hallar estrategias adecuadas para apuntar a transformaciones globales, por más que estas estrategias no tengan necesariamente que comenzar ni por las instituciones mundiales actualmente existentes ni por los estados nacionales. En realidad, si como quiere Schweickart, la democracia económica se habría de constituir sobre la base de empresas democratizadas, y por tanto autogestionadas, resulta posible pensar en un camino de transformación de la sociedad mundial que pueda comenzar por las estructuras básicas de la misma, y no necesariamente por sus instancias centrales de decisión. Las empresas autogestionadas, incluso en un entorno capitalista, podrían ser el comienzo, desde la base del viejo orden, de una nueva forma de organización social. Esto, por supuesto, podría combinarse con una lucha por democratizar las instancias mundiales de decisión, especialmente las Naciones Unidas. Sin estos cambios políticos globales, sería imposible llevar a cabo auténticas políticas sociales, tales como las que en otro tiempo se realizaron en el marco de los estados nacionales. Solamente una autoridad económica mundial podría coordinar políticas sociales globales, de tal manera que cualquier estímulo de la demanda no se convierta indirectamente en una subvención no deseada de las industrias de otros países. Y estos políticas sociales globales requieren una democratización del orden político global. Solamente superando la auténtica dictadura que actualmente padece la sociedad mundial serán posible auténticas políticas sociales que inicien una eficaz superación global de la pobreza.

3 El desafío de una fundamentación de la ética

La constitución de una sociedad mundial caracterizada por un pluralismo real de culturas, exige una fundamentación intercultural de la ética. El discurso ético no puede encerrarse en los límites de las culturas, pues tiene que abordar problemas que tienen un alcance global, y que por su misma naturaleza desbordan los límites de los grupos sociales particulares. Los problemas económicos y ecológicos de nuestro mundo son, tanto por su origen como por sus efectos, problemas globales, y no nacionales. Esto supone, en cierto modo, un universalismo moral. Pero no se puede tratar de aquellos falsos universalismos que no hacían más que postular la validez universal de los valores de una determinada cultural. Una fundamentación de la ética a la altura de nuestro tiempo tiene que partir de la diversidad cultural realmente existente entre los distintos pueblos. De hecho, la mayor parte de la vida moral de las personas transcurre en el interior de una ''moral concreta''. Esta moral solamente es cuestionada cuando se enfrenta a problemas que ella misma no había previsto y que, sin embargo, tiene que resolver.

La perspectiva universalista no se obtiene apelando simplemente a las condiciones de posibilidad del lenguaje. Estas condiciones de posibilidad pueden ser enormemente plurales a lo largo de la historia. Y es que las condiciones de posibilidad del discurso ético difícilmente pueden incluir un apriori común a todos los pueblos. Además, las condiciones de posibilidad del discurso pueden incluir también presupuestos éticamente cuestionables. Es interesante observar que, en determinado momento, dos pensadores aparentemente muy diversos, como Ignacio Ellacuría y Karl Otto Apel, se enfrentaron a un mismo problema ético. Se trataba de constatar que la forma de vida occidental, a la que con frecuencia aspiran otros pueblos, no puede ser universalizada, pues su universalización amenazaría la integridad ecológica del planeta. Se necesitarían dos planetas Tierra para que todos sus habitantes pudieran vivir con el ritmo de consumo de los países ''desarrollados''. Ante esta situación, Ellacuría reaccionaba ''kantianamente'', señalando que la forma de vida occidental, precisamente por no ser universalizable, no puede ser considerada como moral9. En cambio, Karl Otto Apel optaba por señalar que los países pobres deberían más bien moderar sus expectativas de desarrollo, para hacerlas compatibles con los límites ecológicos del planeta10.

No se trata de un mero desliz, como lo puede tener cualquier pensador. Desde la perspectiva de la estrategia transcendental de la ética del discurso, difícilmente se puede evitar la conclusión de que, entre las condiciones de posibilidad del discurso han de incluirse también las condiciones históricas que, en los países desarrollados, han hecho posible la aparición de instituciones que aseguran los procedimientos dialógicos en la solución de conflictos. De este modo, la forma de vida occidental, a pesar de no ser universalizable, y ser por tanto kantianamente cuestionable, es sin embargo condición de posibilidad del discurso. En realidad, una fundamentación de la ética, más que comenzar con el discurso, debe comenzar mostrando la obligatoriedad del mismo. Y para ello no basta con apelar al carácter intrínsecamente lingüístico del ser humano, porque ello nos llevaría de nuevo a los problemas del naturalismo. Más bien habría que buscar en las estructuras mismas de la praxis humana la aparición de la obligatoriedad que nos conmina a poner nuestros propios intereses y nuestra propia moral concreta en la misma perspectiva que los intereses y la moral concreta de los demás. No se trata de buscar un misterioso ''hecho de la razón'', sino de tomar la razón como hecho, inscrito en la praxis humana, para mostrar que en su misma estructura transcendental está la obligación de poner las propias tendencias y sentimientos, junto con las propias valoraciones, en el mismo plano que las valoraciones de los demás.

De esta manera sería posible, en primer lugar, evitar el oscuro terreno de las condiciones de posibilidad de un determinado hecho, quedándonos en el plano, más accesible a todos, de los hechos actualizados en nuestra praxis. En segundo lugar, sería posible evitar el problema planteado por las condiciones históricas que han hecho posible el diálogo, para mostrar que tales condiciones de posibilidad pueden perfectamente ser cuestionadas desde la perspectiva de la obligación racional de transcender nuestra propia historia y nuestra cultura. En tercer lugar, sería posible mostrar el diálogo como una obligación, y no como un hecho que se pueda sin más suponer a partir de nuestra constitutiva lingüisticidad. Así surgiría la posibilidad de elaborar una ética formal de la justicia. Su carácter formal provendría del hecho de que los contenidos morales de los que se parte, para ulteriormente ser cuestionados, no son deducidos a partir de algún principio apriorístico, sino que se encuentra en los contenidos de las morales concretas de los diversos pueblos. Y, sin embargo, estos contenidos, siendo el punto de partida de nuestra vida moral, tendrán que ser puestos en el mismo plano de realidad que los contenidos de todas las demás morales concretas de los distintos grupos sociales. Esta obligación de transcendencia le confiere a la ética una carácter interpersonal, pues todo actor moral se encuentra en la obligación de tratar de ponerse en el punto de vista de los demás. De ahí surge precisamente la obligación de dialogar, y también la obligación de incluir en las consideraciones morales los intereses de todos los potencialmente interesados (incluyendo las futuras generaciones), pues sus intereses y categorías están en el mismo plano que los intereses y categorías de todos los demás.

Esta ética formal de la justicia, no por partir de las morales concretas de los diversos pueblos se queda anclada en una satisfacción hermenéutica o pragmática con la diversidad. La estructura racional de la praxis, en cuanto basada en la constitutiva apertura de la misma, imprime a todos los actores morales, de una manera ineludible, una obligación universal. Es la obligación de poner los propios intereses y categorías morales en el mismo plano que los intereses y categorías de los demás. De ahí deriva precisamente la obligación universal de ponerse en la perspectiva de los demás, de entrar en diálogo con ellos, y de tener en cuenta lo intereses de todos los involucrados. No se trata de simples estrategias para lograr acuerdos, sino de obligaciones universalmente vinculantes para todos los actores morales de nuestro mundo. Algo que va más allá de toda diversidad hermenéuticamente recognoscible y de toda constatación pragmática sobre la ligazón entre nuestro discurso y nuestra forma de vida. No es éste el lugar de exponer en detalle este programa de fundamentación de la ética11. Lo que se pretende mostrar solamente es la necesidad de elaborar una fundamentación de este tipo a la altura de nuestro tiempo. Precisamente porque esta fundamentación es uno de los más urgentes desafíos de la situación presente de la humanidad a la filosofía social y política.

1

En este punto, tenía plena razón K. Marx, cf. Das Kapital, vol. 1, MEW 23, Berlín, 1962, p. 760.

2

Cf. A. Martínez González-Tablas, Economía política de la globalización, Barcelona, 2000.

3

Cf. L. de Sebastián, Neoliberalismo global. Apuntes críticos de economía internacional, Madrid, 1977.

4

He tratado este punto en mi tesis doctoral sobre Un solo mundo. La relevancia de Zubiri para la teoría social, Universidad P. Comillas, Madrid, 1994, pp. 30-35.

5

Cf. N. Luhmann, ''Die Weltgesellschaft'', en Soziologische Aufklärung, vol. 2, Opladen, 1975, pp. 51-71.

6

He planteado este asunto en Estructuras de la praxis. Ensayo de una filosofía primera, Madrid, 1997, pp. 109-145.

7

Pueden verse las reflexiones iniciales de D. Held, La democracia y el orden global. Del estado moderno al gobierno cosmopolita, Barcelona, 1995.

8

Cf. D. Schweickart, Más allá del capitalismo, Santander, 1997.

9

Cf. I. Ellacuría, Escritos teológicos,vol. 2, San Salvador, 2000, pp. 249-250.

10

Cf. K. O. Apel, ''La pragmática transcendental y los problemas Norte-Sur'', en E. Dussel (ed.), Debate en torno a la ética del discurso de Apel. Diálogo filosófico Norte-Sur desde América Latina, México, 1994, pp. 37-54.

11

He tratado este asunto más detenidamente en Estructuras de la praxis, op. cit., pp. 170-185, y en ''Fundamentos filosóficos de una 'civilización de la pobreza', en Estudios Centroamericanos 583 (1997), pp. 417-426. El texto está disponible en www.geocities.com/praxeologia.

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