La razón de la esperanza

La razón de la esperanza

Antonio González

A Pedro Laín Entralgo, en memoria

La reflexión sobre el futuro del cristianismo en la perspectiva del nuevo siglo constituye una invitación a pensar sobre la esperanza. Y hacerlo en un contexto social y cultural que no se caracteriza precisamente por esta ``virtud teologal''. En las décadas pasadas, muchas de las grandes esperanzas de la humanidad parecían estar casi al alcance de la mano: la justicia social, la democracia, los derechos humanos, el triunfo sobre la enfermedad, etc. El comienzo del siglo XXI nos sitúa en un mundo donde esas esperanzas parecen haberse desvanecido o alejado hacia un futuro muy lejano. El presente se caracteriza más bien por la agudización de las desigualdades sociales, la permanencia de la pobreza, la imposición global del sistema económico capitalista, la continuación de la carrera de armamentos, la degradación ecológica del planeta, etc. El llamado ``neoliberalismo'', a diferencia del liberalismo clásico, ya no piensa que el capitalismo sea capaz de superar la pobreza1. Tal percepción de la economía resulta plenamente compatible con todas las ideologías ``postmodernas'' que denuncian aquellas esperanzas pasadas como vanas ilusiones, y se limitan a invitar a los sobrevivientes del naufragio a un goce más o menos resignado del presente. Algo que obviamente no está en nuestro planeta al alcance de todos. Frente a ellos, otros optan por la ``santa necedad'' de quien no desea que le arranquen sus mejores ilusiones, por más que el mundo entero se hunda en la desesperación. Sin embargo, la necedad histórica tiene el peligro de convertirse en un discurso dogmático, añorador de un pasado glorioso, e incapaz de responder a los desafíos de un presente en el que, a fin de cuentas, tampoco ellos ven esperanzas.

Por eso resulta muy importante en nuestra época escuchar aquella exhortación, tan citada, de la primera carta de Pedro, en la que se pide a los cristianos que estén dispuestos siempre a responder a quienes nos pidan razón (lógos) de la nuestra esperanza (1 Pe 3,15). Esta cita bíblica se ha convertido en una especie de lema de la teología fundamental, es decir, de aquella actividad teológica que se pregunta por la verdad de la fe cristiana. Sin embargo, la primera carta de Pedro no se dirige a un congreso de teólogos, sino a una comunidad cristiana de origen más bien modesto, en la que, por ejemplo, la exhortación a los esclavos a actuar de acuerdo a su fe no está acompañada, como en otras cartas, por una recíproca exhortación a los amos, posiblemente porque no había en aquella comunidad ningún poseedor de esclavos. Una comunidad, sin embargo, que ha dado una respuesta original al desarraigo y a la pobreza de sus miembros, proporcionándoles un hogar, un sostén económico recíproco, y una forma digna de vida2. Y, tal vez por ello, una comunidad que tiene dificultades con su entorno. Precisamente al hablar de la posibilidad de las persecuciones, es cuando aparece la exhortación a dar razones de la esperanza. Los cristianos responden a los perseguidores, no con el mal, sino con el bien: con el respeto, y con la dulzura. Y esto incluye el dar razones de la esperanza (1 Pe 3,13-17). Se trata, entonces, de una esperanza que no es exclusivamente intelectiva, sino que tiene, de una manera inmediata y espontánea, un carácter práctico. Esto es lo que tenemos que analizar.

1 La esperanza que se ve

1.1 La visión ilustrada de la esperanza

El empeño de pensar la esperanza de una manera no puramente teórica, sino experiencial o práctica, constituye, según parece, una de las características comunes de los intentos contemporáneos de abordar el tema3. Ahora bien, ¿en qué consiste un tratamiento puramente ``teórico'' de la esperanza? El verbo theoreîn se refiere primariamente al ``ver'', al ``observar''. Acercarse teóricamente a la esperanza sería pretender de alguna manera que la esperanza pudiera ser vista, observada. La contemplación del mundo que nos rodea nos proporcionaría motivos para esperar. Por supuesto, la realidad que nos rodea no siempre se presente tan esperanzadora. En ella hay dolor, sufrimiento, opresión. Pero podría pensarse que estas realidades son solamente transitorias, pues la realidad estaría apuntando, por sus propios dinamismos internos, hacia un futuro en el que todas las miserías serían definitivamente superadas. De hecho, los grandes filósofos de la ilustración, tendieron a pensar de esta manera. La historia sería un magno proceso, ya visible en el presente, en el que la humanidad se iría liberando a sí misma progresivamente tanto del yugo de la naturaleza como del yugo que unos seres humanos se imponen a otros4.

Ciertamente, estos grandes proyectos de la ilustración se encontraron, ya en su propio momento histórico, con experiencias que aparentemente desmentían las grandes esperanzas. Así, por ejemplo, Kant descubrió que la admirada revolución francesa terminaba devorando a sus hijos en la época del Terror. Marx se encontró con el fracaso de la comuna de París, y Freud vio hundirse sus sueños de un psicoanálisis colectivo de la humanidad en los horrores de la primera guerra mundial. Otros podrían hablar de Stalin, de la segunda guerra mundial, etc. La reacción de estos pensadores fue, en muchos casos, hacer más visible la esperanza. Ya que los seres humanos parecían mostrarse incapaces de llevar a cabo por sí mismos los procesos emancipadores de la ilustración, la tarea de esta liberación se puso en manos de otros macro-sujetos. Se buscaron en las ``leyes de la historia'', en la ``naturaleza humana'', en las ``leyes de la economía'', en el ``Espíritu Absoluto'', o en las ``leyes eternas de la materia'', una serie de mecanismos superiores a la voluntad humana que acabarían conduciendo a la historia hacia un final feliz, libre de toda miseria. Los sujetos humanos de la historia son de esta manera sustituidos por macrosujetos, encargados de ir llevando a la humanidad hacia la realización de sus aspiraciones más profundas. La historia, en virtud de sus propios dinamismos internos, conduciría a la humanidad, velis nolis, hacia una sociedad perfecta y reconciliada5.

1.2 La esperanza en la teología liberal

Por supuesto, hoy en día nuestra cultura sospecha de este tipo de visiones optimistas de la historia. Sin embargo, durante un tiempo hicieron furor. En cierto sentido, puede decirse que desempeñaron una función positiva respecto al cristianismo. La teología del siglo XIX, especialmente la teología protestante, tuvo que presentarse por el papel de Jesús en esa historia así descrita por la ilustración. Tras un primer momento crítico, en el que se pusieron en duda todos los hechos sobrenaturales que los Evangelios presentan en la vida de Jesús, aparecieron distintos intentos de reconstruir la verdadera historia de Jesús, al margen de la fe y de los mitos. Jesús fue reflejado como un campeón de los ideales morales de la ilustración. Aunque muchas de estas reconstrucciones no tienen hoy mucho más interés que el puramente literario, algunas investigaciones fueron particularmente relevantes. El exegeta Johannes Weiss mostró en el año 1892 algo que la teología parecía haber olvidado a lo largo de su historia: que la vida de Jesús había estado completamente orientada hacia el reinado de Dios, cuya irrupción en la historia él había considerado como inminente6. Albert Schweitzer, en su famoso libro sobre la historia de la investigación sobre el Jesús histórico, confirmó y difundió la importancia de este descubrimiento7. Se trataba, sin embargo, de un descubrimiento molesto, pues el Jesús que anunciaba la inmediata venida del reinado de Dios se parecía más a un judío del siglo primero que al campeón moral que los teólogos kantianos habían descrito.

Cabía, sin embargo, la posibilidad de establecer una mediación entre los ideales ilustrados y los nuevos descubrimientos sobre Jesús. En definitiva, el reinado de Dios que Jesús predicaba en el siglo primero entraña la desaparición de la violencia, de la miseria, de la enfermedad y de la opresión. Y esto no era otra cosa que lo que la ilustración soñaba para el futuro de la humanidad. El teólogo liberal Adolf von Harnack (1851-1930) ya reducía el mensaje de Jesús a tres puntos: ``Primero, el Reino de Dios y su venida. Segundo, Dios el Padre y el valor infinito del alma humana. Tercero, la justicia superior y el mandamiento del amor''8. Sin embargo, era necesario mostrar las implicaciones históricas de este mensaje. Fue la tarea emprendida por el teólogo bautista norteamericano Walter Rauschenbusch (1861-1918). Su teología del ``evangelio social'' puso la teología liberal alemana al servicio del compromiso social de los creyentes. Por una parte, Rauschenbusch señaló las dimensiones sociales del pecado, hablando explícitamente de ``pecado social''9. Por otra parte, Rauschenbusch mostró la importancia del reinado de Dios en el Nuevo Testamento, y el carácter eminentemente social del mismo. Los creyentes en Cristo deben trabajar por el reino de Dios, que no es un reino circunscrito a los corazones humanos, sino que tiene que ver con el cuerpo, con el alimento, y con todas las condiciones sociales de vida. Cuando la los cristianos vuelvan a poner en el centro de su fe el reino de Dios, la iglesia dejará de ser una fuerza conservadora, y el centro de gravedad de la historia pasará a ponerse, no en el pasado, sino en el futuro10. De esta forma, la teología cristiana podría acoger en su seno la visión ilustrada de la historia, la cual a su vez no podía dejar de ocultar sus raíces cristianas11. El reino de Dios, como reino futuro de paz, justicia y fraternidad, era el objetivo común destinado a unir tanto a creyentes como a no creyentes en las mismas luchas a lo largo de la historia.

1.3 La reformulación de Pannenberg

El siglo XX fue sin embargo un siglo de grandes desilusiones, marcado por dos guerras mundiales, los campos de concentración, el hundimiento del comunismo soviético, etc. La idea de que, de todos modos, la historia contiene un futuro lleno de promesas se hace más difícil de creer para muchos contemporáneos. El progreso deja de ser un mecanismo visible en el presente, y el pesimismo se abre espacio. ¿Cuál es entonces la reacción de la teología cristiana, una vez que la visión del reino futuro de Dios no se hace tan fácilmente conjugable con la idea de un género humano capaz de construir por sí mismo el reinado de Dios? El teólogo alemán Wolfhart Pannenberg ha tratado de responder a esta cuestión señalando que el género humano no es el sujeto, sino el ``tema'' de la historia12. Con esto quiere decir que el ser humano no está constituido antes de la historia, sino que su identidad se constituye en la historia mediante los procesos de recepción, reelaboración y entrega de diversas tradiciones. La historia no es por ello la epopeya de unos sujetos humanos anteriores a la historia, ni tampoco la epopeya de algún macrosujeto como la Naturaleza o el Espíritu. La historia es historia de las tradiciones13. Y estas tradiciones son entendidas por Pannenberg como visiones del mundo, concurrentes entre sí. Incluso cuando un pueblo derrotado, como la Grecia clásica, dispone de una visión del mundo más coherente y más capaz de explicar la totalidad, la tradición de los conquistados se acaba imponiendo a los propios conquistadores romanos. De este modo, en la historia se va determinando cuál es la concepción del mundo más verdadera, es decir, más coherente internamente y más capaz de explicar la totalidad14.

Pannenberg piensa que se puede mostrar que el cristianismo aporta la visión más completa de la totalidad. Y esta totalidad no es una totalidad puramente natural, sino que el sentido mismo de la naturaleza se va descubriendo en la historia. Ahora bien, incluso el historiador ilustrado no creyente debería reconocer que no es posible entender la historia sin apelar a una visión de la totalidad. Pues la comprensión de un solo acontecimiento histórico exige una comprensión de su contexto. Y la comprensión de este contexto requiere la comprensión de un contexto más amplio. De este modo, cualquier comprensión de un hecho histórico requiere en última instancia una visión sobre la totalidad de la historia15. Pues bien, entre las filosofías y religiones, la religión de Israel destaca por haber aportado una concepción de la verdad como historia. Para Israel la verdad no sería la simple correspondencia entre nuestras ideas o las cosas, sino el cumplimiento futuro de las promesas. El fundamento de la totalidad no es una instancia que se limita a dar cuentas del cosmos, sino que la verdad de Dios pende de la fidelidad histórica a sus promesas. Y esta fidelidad está en juego en la historia. Ahora bien, Israel carece de una visión completa de la historia, porque para él el final de la historia sigue siendo una promesa. La novedad del cristianismo es que aporta a la concepción histórica de Israel, una anticipación de esa promesa. Éste es el modo como Panneberg interpreta la resurrección de Jesucristo: ella consiste en el adelanto, en medio de la historia, de su final. De este modo, el cristianismo se puede presentar a sí mismo como la religión verdadera, pues en él aparece no sólo una visión coherente de la totalidad, y una visión de esa totalidad como historia, sino un adelanto ya presente del final de la historia: Jesucristo resucitado como primicia del reinado final de Dios. Esto no obsta para que la corroboración final de esta verdad esté todavía pendiente, y la historia siga siendo un lugar de lucha entre la verdad de Dios y el poder del maligno16.

No cabe duda de que estas reelaboraciones de la historia, en diálogo con la ilustración, han recuperado elementos esenciales de la esperanza cristiana en el reinado de Dios. Por una parte, se ha puesto de relieve que el pecado es una realidad social, y por otra se ha mostrado que la esperanza en el reinado de Dios no es una esperanza de ultratumba, sino una esperanza relativa a esta historia. El diálogo con la ilustración ha pasado, de la asunción ingenua de su concepto de historia al intento de Pannenberg de mostrar que la visión cristiana de la historia es superior a la de la ilustración en la medida en que permite una visión de la totalidad que no es posible sin la fe en la resurrección de Cristo. Sin embargo, sobre la concepción de Pannenberg se cierne una importante dificultad, que de alguna manera afecta también a las concepciones ilustradas de la historia. En todas estas concepciones, la esperanza se funda en la posibilidad teórica de contemplar la totalidad de la historia, y de entender que las luchas, los conflictos y las miserias del presente cumplen una función en la totalidad de la historia. Su dureza queda compensada porque la visión de la historia en su totalidad permite encontrar un sentido para los acontecimientos del presente, por más duros que puedan ser. Ellos son los sacrificios necesarios para que la historia llegue a su final feliz. Ahora bien, como acertadamente señala Moltmann, el resultado de estas ingentes construcciones teóricas, es que terminan justificando todos los males de la historia, haciéndolos tanto comprensibles como necesarios para alcanzar el ansiado final. Dios y el mal del mundo son así fácilmente reconciliados y armonizados17.

De esta manera la contraposición entre un enfoque teórico y uno práctico de la esperanza empieza a tomar un cariz más profundo. El problema no está en hacer teoría sobre la esperanza (eso lo tendremos que hacer también nosotros), sino en el hecho de que estos enfoques fundamentan la esperanza en una visión (theoreîn) de la historia en su totalidad. Una visión que, evidentemente, no es arbitraria. La ilustración diría que ya en la actualidad se puede ver el progreso en la liberación humana, mientras Pannenberg podría añadir que ya en la actualidad contamos con la resurrección de Cristo para fundamentar nuestra concepción de la totalidad de la historia. En cualquiera de los casos, contamos con una visión de la totalidad que nos permite entender el presente. Sin embargo, cuando la comprensión del presente se lleva a cabo desde una pretendida totalidad, sea la de Dios o la de una filosofía secularizada, el presente queda justificado. Por supuesto, tales visiones de la totalidad presentan muchos dificultades para su justificación filosófica. La realidad es una alteridad radical difícilmente no completamente asumible por nuestros conceptos. Pero tienen también una enorme dificultad teológica. Y es que, como dice Pablo, una esperanza que se ve, no es esperanza (Ro 8,24-25). Una esperanza ``teórica'', en el sentido de una esperanza observable, es una esperanza que termina por justificar la historia entera, con todos sus males, como los conflictos necesarios para llegar al triunfo final de la verdad y de la justicia. Y entonces, si todo queda justificado, ¿dónde queda la esperanza?

2 La esperanza que no se ve

2.1 El principio esperanza

Cabe buscar otra manera de aproximarnos al problema de la esperanza. A ello ha contribuido en gran manera el mismo Jürgen Moltmann con su libro Teología de la esperanza18. Como él mismo reconoce, este libro surgió bajo el fuerte impacto que le produjo la lectura de El principio esperanza de Ernst Bloch19. La filosofía de Bloch resulta importante para entender las novedades teológicas que aparecen en Moltmann. Ernst Bloch no toma su concepción de la historia de las visiones generales de la misma que aparecen en el marxismo oficial, de corte soviético, sino que piensa la historia a partir de la categoría filosófica de ``posibilidad''20. Bloch, según él nos dice, toma esta categoría de lo que él denomina la ``izquierda aristotélica'', representada por autores como Estratón, Alejandro de Afrodisia, Avicena, Averroes, Avicebrón, Amalrico de Bène, David de Dianant o Giordano Bruno. Para estos autores, la materia no es simple negatividad limitadora de la forma, sino potencialidad primaria y total de la que dependen todas las configuraciones del mundo21. Así entendida, la posibilidad histórica no es simple posibilidad ideal, en el sentido de la ausencia de contradicciones, pero tampoco algo ya determinado al principio de los tiempos con independencia de nuestra praxis. La posibilidad es una categoría de la praxis humana, en cuanto que ésta mira a un futuro en el que nos aguarda el novum, la novedad en la que se adelanta el contenido final de la historia22. A pesar de esta referencia de Bloch a la izquierda aristotélica, no hay que olvidar que, ya unos decenios antes, Martin Heidegger, en otro contexto filosófico, había introducido la categoría de posibilidad a la hora de pensar la historicidad de la existencia humana23. Y la introducción de la categoría de posibilidad implica una manera radicalmente distinta de ver la historia.

Como Xavier Zubiri mostró en Naturaleza, historia, Dios, la filosofía moderna pensó la historia con categorías tomadas de la filosofía natural. La ilustración pensó la historia como el desarrollo progresivo de lo que ya estaba contenido, al principio de los tiempos, en el sujeto de la historia. Ya se pensara que este sujeto era el ``género humano'', el ``Espíritu'' o la ``Materia'', en todos los casos, el futuro de la historia estaba ya potencialmente contenido en el inicio de los tiempos. La historia no era entonces más que el desarrollo de lo que ya estaba en potencia en su comienzod. O, como dice Hegel, en la mente de Dios antes de crear el mundo. La historia es así pensada con la categoría de potencia. Pero esta concepción de la historia pasa por alto lo más histórico de la historia misma, que es la aparición en ella de la novedad. Y es que la diferencia entre el hombre de Cromagnon y el hombre actual no son sus potencias, sino sus posibilidades. Las potencias naturales son las mismas; lo que cambia entre los primeros humanos y otros son nuestras posibilidades. De este modo, la historia aparece como un proceso de descubrimiento, apropiación y entrega de posibilidades. Lo que el pasado nos entrega son posibilidades. Pero las posibilidades, aunque penden del pasado, están dirigidas intrínsecamente al futuro. Son posibilidades de lo que vamos a hacer24.

Desde la categoría de posibilidad, a diferencia de lo que sucede con la categoría de potencia, la historia aparece como un proceso abierto a la novedad de lo que no estaba predeterminado desde el principio de los tiempos. Ciertamente, el pasado nos condiciona, porque determina cuáles son nuestras posibilidades. Y, sin embargo, nada en el pasado ni en el presente determina cuál va a ser el futuro. El futuro está abierto, como amenaza o como promesa. La Teología de la esperanza de Jürgen Moltmann parte justamente de este hecho: el futuro no está ahí ante nosotros, como algo que podamos poseer o conocer basándonos simplemente en las experiencias del presente25. Pero precisamente por ello, el futuro y el presente no están fácilmente armonizados en una visión general de la historia donde todas las miserias de la misma quedan fácilmente legitimadas. En la esperanza cristiana, el futuro está en contradicción con el presente. Mientras que el presente se caracteriza por la injusticia, por el pecado, por el sufrimiento y por la muerte, lo que se espera en el futuro es precisamente la justicia, la reconciliación, la felicidad y la vida plena26. Y, sin embargo, la esperanza cristiana no se refiere a una utopía ajena a este mundo, ni a un paraíso situado exclusivamente en el más allá. La esperanza cristiana es una esperanza para esta historia, porque precisamente es una posibilidad de la misma, ya anclada en el presente. Precisamente porque la historia real consiste en un dinamismo de posibilitación, la esperanza se refiere de manera realista a este mundo, y lo que él puede llegar a ser, según las promesas de Dios27.

2.2 La esperanza en Moltmann

Es esencial darse cuenta, o obstante, que las promesas de Dios sobrepasan lo que la historia puede dar de sí, según sus propios dinamismos. Ellas se refieren, en último término, a un reinado de Dios en el que habrá sido abolida toda enfermedad, toda injusticia, todo sufrimiento, y en el que habrá desaparecido definitivamente la muerte. La resurrección de Jesús, como irrupción escatológica de los últimos tiempos, muestra la radicalidad de la esperanza cristiana en una nueva creación. La esperanza cristiana incluye la resurrección de los muertos y la reconciliación de la creación entera con Dios. Precisamente por la radical novedad de lo esperado, el reino de Dios no puede ser pensado sin Dios, como quería Bloch. Si el futuro se pudiera deducir de las potencias ínsitas en la materia originaria, no habría necesidad de Dios. Pero precisamente porque el futuro no está preescrito en el pasado, precisamente porque se espera una radical novedad, el reino solamente puede ser de Dios28. En este sentido, cabe pensar que Bloch nunca se liberó plenamente del aristotelismo; solamente optó, dentro de la categoría aristotélica de potencia, por aquella que aparecía más capaz de incluir la humanización progresiva y dialéctica de la naturaleza. Esa humanización incluye sin duda la actuación humana libre, de modo que no estamos ante una concepción puramente mecánica de la historia. Y, sin embargo, todas las configuraciones del mundo parecen estar ya contenidas para Bloch en la materia originaria29. En cambio, la teología de Moltmann, entraña una concepción de la historia donde la novedad supera radicalmente cualquier posible predeterminación, aunque sea dialéctica, en el principio de los tiempos. Y es que el reino de Dios, al que está constitutivamente orientada la iglesia, es un una novedad radical, situada en un futuro que viene de Dios, y no de nuestras propias posibilidades30.

Ciertamente, la obra posterior de Moltmann sobre El Dios crucificado modera de alguna manera el optimismo de la Teología de la esperanza respecto a las posibilidades políticas inmediatas. Pero no por ello se renuncia a esta concepción histórica de la esperanza, sino que más bien se la radicaliza. La esperanza cristiana tiene su fundamento en la oposición entre Dios y el mundo, que se muestra en la cruz, pero también en la infinita misericordia y cercanía de Dios, que la cruz nos revela31. De este modo, la teología de Moltmann representa, sin duda, una enorme contribución para una teología que quiera pensar la esperanza en el horizonte histórico de nuestro tiempo. La orientación radical de Jesús hacia el reino de Dios ha sido asumida, no como la simple creencia ingenua de un judío del siglo primero en el inmediato final de los tiempos, sino como una característica esencial de la fe cristiana, la cual no vive para el presente, sino para un futuro en el que nos aguarda la novedad de Dios. La categoría de reino de Dios sirve para mostrar que el futuro no es algo completamente ajeno a las esperanzas de la ilustración una mejora progresiva de la humanidad. Ni es tampoco ajeno a los deseos de todos los hombres de buena voluntad que ansían un futuro donde la injusticia, el sufrimiento y la muerte no tengan la única palabra. Sin embargo, y a diferencia de la filosofía moderna y de la teología liberal, Moltmann ha podido mostrar que este futuro reino de Dios, precisamente por no deducirse de un análisis del presente o del pasado, está en contradicción con ese presente y ese pasado, frente a los que permanece como instancia crítica. No es posible ya una legitimación del presente en nombre de visiones generales de la historia. El reino de Dios es de Dios, y nos aguarda por tanto en un futuro que solamente pertenece a Dios.

Como es sabido, muchas de estas intuiciones pasaron a la teología de la liberación. Sin embargo, la teología de la liberación puso algunos acentos propios. Por una parte, la teología de la liberación se ha preocupado más en analizar más detenidamente la realidad de ese presente que contrasta con la novedad del reino de Dios, y que la teología de la liberación suele denominar ``antirreino''. Por otra parte, la teología de la liberación ha subrayado con especial energía que los pobres son los destinatarios de ese reino, tal como proclaman las bienaventuranzas (Mt 5,3; Lc 6,20). No se trata, obviamente, de dos dimensiones independientes. La realidad del antirreino es la que crea la pobreza, y la que mantiene a los pobres en su sufrimiento. Por eso mismo, la venida del reino de Dios es algo que concierne primeramente a quienes más directamente sufren bajo el poder del antirreino32. No se trata de afirmaciones que no se puedan encontrar en el mismo Moltmann33, el cual sin embargo ha rechazado algunos aspectos de la teología de la liberación. Posiblemente, sus mayores dificultades se refieran al clericalismo ``progresista'' que mantiene a los pobres en una situación de dependencia y a la posible recaída de la teología de la liberación en aquellas tendencias, propias de la teología liberal, en las que se asumía demasiado ingenuamente la ``esperanza que se ve'', propia de la visión ilustrada de la historia34.

3 las primicias de la esperanza

3.1 El reino como reinado

No vamos a entrar aquí en esa discusión entre Moltmann y la teología de la liberación. Porque lo que nos interesa subrayar en este momento es una limitación del plantemiento de Moltmann que también está presente en la teología de la liberación, o en el mismo ``evangelio social'' de Rauschenbusch. Todas estas teologías han hecho esfuerzos importantes para recuperar la historicidad del reino de Dios, tal como ella aparece en la Escritura. Se ha recuperado el reino de Dios como realidad histórica que viene del futuro, y se ha recuperado el contraste de ese futuro con el ``pecado social'' que aparece masivamente en el presente. Sin embargo, hay un aspecto decisivo del reino de Dios que no ha sido recuperado sistematicamente. Se trata de su carácter de ``reinado'', y no simplemente de ``reino''. En la concepción bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, el malkut yahweh o la basileía toû theoû no se refieren primeramente a un estado o a una situación, sino al hecho de que Dios reina35. Desde el punto de vista canónico, la primera alusión bíblica al reinado de Dios aparece justamente tras el hundimiento de los ejércitos del faraón en el Mar de Juncos. Precisamente porque el pueblo de Israel se ha liberado de la soberanía del faraón, puede Moisés proclamar que el Señor ``reina por siempre jamás'' (Ex 15,18). La expresión se puede traducir también como futura (``reinará''), pero en ambos casos proclama el comienzo, ya en el presente, de algo nuevo: el faraón ya no reina; Dios es el que reina.

Es importante observar que ese reinado puede proclamarse ya en el desierto, antes de que el pueblo haya recibido la ley y la tierra. El reinado de Dios es ante todo el hecho de que Dios reina, antes de que ese reinado se haya traducido en una nueva situación social y política estable y justa. Basta la liberación de la soberanía del faraón para poder proclamar el inicio del reinado de Dios. Puede haber un reinado de Dios sin ley y sin ejercicio de su soberanía sobre un territorio. Sin embargo, hay algo que el reinado de Dios requiere inexorablemente: un pueblo. Dios reina cuando adquiere para sí a un pueblo, liberándolo de la soberanía del faraón. Por supuesto, el hecho de que Dios reine implica una nueva situación, en la que no hay justicia ni opresión. El pueblo sobre el que Dios reina es un pueblo de hermanos y hermanas, donde queda excluida la pobreza y la explotación. Toda la ley mosaica, en sus diversas reinterpretaciones históricas, muestra fehacientemente este hecho. Por supuesto, tanto la introducción de la monarquía (1 Sam 8) como la toma de Jerusalén por el imperio babilónico van a poner en entredicho el reinado de Dios sobre su pueblo. Sin embargo, van a ampliar también la concepción de ese reinado como una soberanía de Dios sobre toda la historia, en la que los diversos imperios bestiales están subordinados en último término al gobierno de Dios, que se hará visible en un pueblo de Israel renovado (Dan 7). Todo ello implica obviamente la idea de que Dios mismo va a volver a reinar en persona sobre su pueblo, desplazando a los falsos gobernantes, que se han apoderado del mismo y lo han conducido a la ruina (Ez 34).

Toda la predicación de Jesús acerca del reinado de Dios presupone estas experiencias del pueblo hebreo36. Cuando Jesús anuncia la inminente llegada del reinado de Dios, utiliza, entre otras, la parábola de un agricultor que ha dejado su viña (símbolo clásico de Israel) en manos de unos arrendatarios. La llegada del reinado de Dios es la llegada de Dios mismo que viene a recuperar a su pueblo, liberándolo de los malos administradores (Mc 12,1-12). Otras imágenes semejantes son la venida repentina del esposo a su harén, la vuelta a casa del dueño sin que los criados lo esperen o la del regreso de un gobernante ausente. En todos los casos se trata de algo semejante: Dios mismo viene a hacerse cargo del pueblo que le pertenece. Dios mismo vuelve a reinar en persona, sin intermediarios infieles. Ciertamente, este reino de Dios es una realidad futura, pero es tan inminente, que ya está comenzando a cobrar realidad, aunque no siempre de una manera plenamente visible. Sus comienzos pueden ser humildes, pero finalmente, el reinado de Dios será una realidad esplendorosa, a la vista de todos (Mc 4,30-32). Estos comienzos humildes no son puramente interiores o espirituales. Ellos están ya presentes, ahora, en la comunidad de los discípulos de Jesús: ``la venida del reinado de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá 'vedlo aquí o allá', porque, mirad, el reinado de Dios está ya entre vosotros'' (Lc 17,21). Dios ya está reinando en la historia sobre los discípulos de Jesús. Y esto plantea, como veremos más detenidamente, la cuestión sobre cuál es el papel de Jesús en ese reinado. De hecho, la actividad sanadora de Jesús es una indicación de que el reinado de Dios ya llegado ya a Israel (Mt 12,28)37.

3.2 Los límites de la teología clásica del reino

Esta dimensión activa del reino, entendido como reinado ejercido efectivamente por Dios, apenas aparece en la teología del reino. Tanto en la teología de Moltmann como en la teología de la liberación, el reinado de Dios se entiende primeramente como una situación, como un estado de cosas, caracterizado por la igualdad, por la justicia y por la paz. Y, ciertamente, se trata como hemos dicho de características esenciales del reinado de Dios. Que Dios reine, tiene por consecuencia una situación distinta de aquellas del ``antirreino'', donde Dios no ejerce su señorío. Sin embargo, el nuevo estado de cosas es incomprensible sin el hecho de que Dios esté efectivamente reinando. Ciertamente, Moltmann insiste en que el reino es de Dios, pero esto lo hace para subrayar que la novedad que se espera en el futuro no se deriva de las potencialidades del pasado, sino que entraña la acción salvífica de Dios. Sin embargo, ese reino de Dios, entendido como una auténtica novedad, sigue siendo pensado como un estado de cosas futuro, que Dios va introduciendo en la historia. El reinado de Dios no es el ejercicio efectivo de su soberanía, que ya tiene lugar en el presente, sino un estado de cosas futuro, que no se puede realizar si no es con la ayuda de Dios38.

De hecho, la terminología dinámica, que indica un ``reinado'', una ``soberanía'' o un ``señorío'' de Dios como traducción de la basileía toû theoû, no fue plenamente integrada en el discurso teológico. Inicialmente, Moltmann asocia la idea de un ``dominio'' o de un ``señorío'' (Gottesherrschaft) con las teologías existenciales, en las cuales el reinado de Dios había sido reducido a una ``afectación escatológica de la existencia del ser humano por la exigencia absoluta'' de Dios39. De esta modo, el reino de Dios se convierte en una realidad individual, al margen de la historia. Más adelante, Moltmann explica que la idea de un ``señorío'' tiene connotaciones políticas negativas, que daña las sensibilidades femeninas, y que sugiere algún tipo de teocracia, de manera que es preferible evitarlo40. El término de ``reinado'' es aceptado inicialmente como complementario de ``reino''. Según Moltmann, el ``reinado'' designaría la soberanía actual de Dios, todavía oculta y conflictiva, mientras que el ``reino'' se referiría a la consumación futura de esa soberanía, cuando Dios reine de un modo claro, universal e indiscutible. El reinado se referiría a la inmanencia histórica, mientras que el reino designaría la transcendencia de una realidad venidera41. Sin embargo, no se ve por qué el término ``reinado'' no podría designar ambos aspectos, tanto el histórico como el transcendente. De hecho, el mismo Moltmann busca un término que abarque las dos dimensiones, pero lo encuentra en la idea de una ``nueva creación'', que irrumpe ya en el presente en las acciones regeneradoras y vivificadoras de Dios42. Esto no significa sin embargo una renuncia definitiva a usar la expresión ``reino de Dios''. Ésta sigue obviamente apareciendo en la teología de Moltmann, mientras que sobre el término ``reinado'' Moltmann señala que no es muy apto pastoralmente pues puede sugerir ``los chismes acerca de los reyes y las princesas que leemos en determinados pasquines''43.

Sin embargo, la prevención respecto a la idea de un reinado actual de Dios tiene raíces más profundas y más comprensibles en la teología de Moltmann. Ciertamente, Moltmann reconoce que el ``reino'' futuro de Dios tiene anticipaciones en la historia, y que estas anticipaciones entrañan un ``reinar'' efectivo de Dios sobre su pueblo. Como nos dice textualmente: ``Dios reina a través de la palabra y la fe, la promesa y la esperanza, la oración y la obediencia, la fuerza y el Espíritu''44. Ahora bien, la dificultad para Moltmann consiste en que de esta anticipación histórica pueda surgir la pretensión de identificar la iglesia con el reino de Dios, proclamándolo como ya realizado en las instituciones eclesiásticas, y anulando toda esperanza de futuro. Esto puede suceder en lo que Moltmann denomina el ``quiliasmo eclesiástico''. Es lo que sucede cuando una iglesia se proclama a sí misma de un modo triunfalista como la sociedad perfecta, sobre la que rige Jesucristo, por más que sus estructuras internas no reflejen ni de lejos la hermandad, justicia, igualdad y libertad propias del reinado de Dios45. Si esto suena un poco ``católico'', no hay que olvidar que el mismo peligro puede darse en forma ``evangélica'', allí donde un grupo de personas ``moralizan'' el reino de Dios, identificándolo con las personas que se someten a Dios y cumplen su voluntad. Pero el reino de Dios pertenece al futuro, tal como muestra el hecho de que en estos grupos sigue existiendo la enfermedad y la muerte46. También pudiera convertirse a la comunidad cristiana en un grupo terapéutico, interesado solamente en sí mismo, que vuelve la espalda a los dramas de la historia humana. Todos estos posibles errores de las iglesias, fácilmente detectables en la historia, inclinan a Moltmann a entender la comunidad cristiana como un agente que en la historia trabaja a favor del reino esperado de Dios, y no tanto como un ámbito sobre el que Dios reina ya efectivamente en el presente, por más que ese reinado todavía no haya llegado a su culminación47.

Se trata, sin duda, de razones importantes que tendremos que considerar más detenidamente. Pero antes conviene observar algunas consecuencias importantes del rechazo a considerar el reino de Dios como reinado. Por una lado, se trata de las consecuencias cristológicas. Los títulos que el cristianismo primitivo aplicó a Jesús tienen obvias referencias al reinado de Dios. Así, por ejemplo, el título de ``Mesías'' (hebreo) o ``Cristo'' (griego), que significa el ``Ungido'', se refiere directamente a la ceremonia de instauración de una persona como rey de Israel. La denominación de Cristo como ``Señor'' (kýrios), aunque traduce al griego el nombre impronunciable de Dios, era también una designación habitual de los gobernantes en el mundo helénico (Hch 25,26). Uno de los títulos aparentemente más misteriosos, el de ``Hijo del Hombre'', contiene también una referencia al reinado de Dios. El título aparece en el libro de Daniel, después de haber retratado a los imperios mundiales, que se van sucediendo en la historia, como realidades bestiales, inhumanas. Frente a ellos, aparece un ``hijo del hombre'' al que Dios le entrega el poder, la gloria, y el imperio sobre todos los pueblos (Dan 7,13-14). La expresión hebrea significa simplemente ``hombre'', ``ser humano'', y subraya el carácter humano del reinado de Dios, a diferencia de los imperios humanos. Cuando este tipo de títulos son aplicados a Jesús, se está diciendo que él está ejerciendo el reinado, de manera efectiva, sobre un pueblo. Decir que Jesús es el Cristo, el Señor, el Hijo del Hombre, significa afirmar que la etapa final de la historia ha comenzado, porque el Mesías ya ha venido, y en la actualidad ya es visible un pueblo que le tiene a él por rey. Dicho de otro modo: que el reinado de Dios, anunciado por Jesús como un reinado inminente, ya ha comenzado en la historia. Otras expresiones del Nuevo Testamento, como las que afirman la elevación de Jesús ``a la derecha del Padre'' (Hch 7,56, etc.) contienen también con toda obviedad alusiones a una entronización que confiere a Jesús el ejercicio del reinado.

Esto lo podían decir sin ambages las comunidades cristianas, porque ellas pensaban que efectivamente Jesús, muerto y resucitado, era una persona viva que ejercía eficazmente el reinado de Dios sobre ellas, sobre su pueblo. Ahora bien, cuando el reinado de Dios se convierte en un reino futuro, los títulos cristológicos pierden su sentido histórico y tienden a convertirse en términos ontológicos, destinados más a aclarar quién es Jesús48, y no tanto qué es lo que él hace en la historia, por más que este hacer sea, como veremos, decisivo a la hora de determinar quién es Jesús. Sin duda, Moltmann ha tratado de recuperar, como pocos, el carácter mesiánico de la cristología. Sin embargo, desde su concepción del reinado como reino, el mesianismo del Mesías queda privado de concreción histórica presente. Habiendo convertido el reinado en reino, es obvio que ningún pueblo presente puede presentarse legítimamente a sí mismo como el reino de Dios. Cualquier identificación de una iglesia o de un imperio con el reino sería una destrucción de la esperanza en un futuro distinto para la humanidad. De este modo, lo único que se puede detectar en la actualidad son situaciones que de alguna manera se asemejan o hacen presente el reino futuro de Dios, entendido como aquél estado de cosas en el que la creación estará consumada, desapareciendo toda injusticia, toda opresión, y todo sufrimiento. Tenemos entonces sin duda un magnífico devenir de la creación entera hacia la ``nueva creación'', que ya irrumpe en el presente. Todo esto es sin duda verdadero, y muy importante. Pero de esta manera el Mesías resucitado y entronizado para ejercer el reinado de Dios en la historia presente desparece para convertirse en un Cristo cósmico, que conduce el universo entero hacia su plenitud. Lo mesiánico pierde su historicidad presente, en beneficio del futuro de la creación49.

Las primeras comunidades cristianas se entendieron a sí mismas como el pueblo del Mesías, como aquél ámbito de la historia sobre el cual Dios ejerce su reinado. Y donde, por tanto, comienzan a hacerse visibles los signos del mismos. No se trataba solamente de los dones del Espíritu o de la curación de enfermedades. En ellas desaparecían las diferencias sociales entre griegos y judíos, entre esclavos y libres, entre varones y mujeres. En ellas desaparecía el hambre y la pobreza, y las utopías comunistas de la antigüedad comenzaban a realizarse de una manera libre y eficaz (Hch 2,42-47; 4,32-37; 2 Co 8,1-24; etc.). Todo esto no se hizo sin limitaciones y sin conflictos, como aquellas mismas comunidades nos testimoniaron. Pero se hizo precisamente como expresión de que el reinado de Dios estaba ya siendo ejercido sobre la historia por medio del Mesías. Ciertamente, estas comunidades nunca pensaron que ellas fueran el reino de Dios, sino simplemente que Él ejercía sobre ellas su reinado. Y por supuesto nunca pensaron que en ellas terminara la historia, sino que sus limitadas realizaciones no eran más que las primicias de un futuro en el que el reinado del Mesías se haría visible para toda la humanidad. Precisamente por ello, la afirmación de Jesús como Mesías nunca la consideraron como relativa solamente al pueblo que Dios se estaba formando de entre todos los pueblos, sino como algo relevante para toda la creación. Y es que la particularidad de la historia de la salvación, que siempre pasa por la elección y la libertad de individuos y comunidades concretas, no es algo ajeno a la creación entera. Todo lo contrario: la creación gime esperando ser admitida en la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Ro 8,21).

Cuando la teología pierde de vista que el reino de Dios es un reinado, y que ese reinado requiere un pueblo, el resultado no puede ser otro que una absurda contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, o entre el reino predicado por Jesús y el mensaje de las primeras comunidades cristianas. Así, por ejemplo, se nos dice que las primeras comunidades cristianas ``desmesianizaron'' a Jesús, pues sus realizaciones prácticas pasaron a ser entendidas como posteriores a la fe, como referidas a unas comunidades, y no a un pueblo, y sin un profetismo orientado hacia los pobres50. Este tipo de prejuicios surgen de una comprensión equivocada de las relaciones entre la fe y la práctica, como si fuera posible una fe ``antes'' de la praxis y con independencia de ella. Y por supuesto no comprenden que las comunidades cristianas, al igual que Israel, no se entienden a sí mismas más que como un pueblo destinado a adelantar en la historia lo que Dios quiere para toda la humanidad. Entre otras cosas, un pueblo destinado a adelantar en la historia una desaparición tal de la pobreza que ya no sea necesario un profetismo que denuncie la infidelidad del pueblo elegido a su misión en la historia. Si en el Nuevo Testamento no se denuncia la existencia de pobres en el pueblo de Dios, no es porque no les importaran, sino porque no los había. Ésta es la razón de la ausencia de un profetismo como el de Israel. La diferencia entre el pueblo de Israel, al que se dirigen los profetas, y el pueblo de Dios congregado en comunidades por todo el orbe consiste precisamente en que el segundo pueblo es un pueblo restaurado, alimentado y organizado por Jesús51. En realidad, verdadera la desmesianización de Cristo no tuvo lugar en las primeras comunidades cristianas, que precisamente fueron las que proclamaron a Jesús como el Mesías (Cristo). La desmesianización más bien sucede cuando esas comunidades desaparecen de la historia. Porque si no hay un pueblo, tampoco hay un reinado de Dios. Entonces el reinado se convierte en una simple utopía futura, expresión de los sueños de todos los hombres, pero sin concreción en un ámbito histórico real sobre el que Dios ejerza realmente las primicias de su soberanía.

Esas primicias son muy importantes para la esperanza. Moltmann nos ha ayudado a comprender que una esperanza que se ve, no es esperanza, sino más bien una legitimación teológica de la totalidad. Sin embargo, una esperanza sin primicias, tampoco es esperanza. Una esperanza que no se ve en absoluto, tiende a convertirse en una simple utopía futura, incapaz de presentarse como alternativa en el presente. Como una alternativa visible y realizable desde ahora, y no sólo en el futuro. Si las comunidades cristianas se convierten en agencias al servicio de un reino futuro de Dios, ciertamente se habrá evitado el peligro de confundir a la iglesia con el reino, pero la realidad futura quedará sin primicias actuales. Y sin primicias, por modestas que sean, la misión de las iglesias al servicio de la consumación futura del reino queda en entredicho. Porque, ¿cómo podrán ellas exigir a los poderes de este mundo que realicen en sus ámbitos de soberanía lo que las comunidades cristianas no realizan en su interior? Ciertamente, el reinado presente de Dios apunta a una culminación escatológica; ciertamente, ese reinado no es para unos selectos, sino que se dirige a toda la humanidad y a toda la creación. Pero, para poder hacerlo, es necesario que la libertad de los hijos de Dios, por la que gime la creación entera, sea visible de algún modo, todo lo modesto que se quiera, en algún lugar de la historia. Sin ella, no hay esperanza para la creación (Ro 8,18-25).

4 La estructura de la esperanza cristiana

La teología de lo siglos XIX y XX ha prestado una importante contribución a la hora de pensar la esperanza de una manera histórica, recuperando la visión bíblica del reinado de Dios. En la teología de Moltmann hemos visto un intento de pensar la esperanza a partir de la posibilidades de la praxis humana, y no en una visión teórica del conjunto de la historia. Esta perspectiva, que evita una legitimación del presente en nombre de la totalidad, está sin embargo limitada por una concepción estática del reinado de Dios. Estos límites nos invitan a ir más allá de la teología del siglo pasado, elaborando una concepción sistemática de la esperanza que nos permita integrar sus logros y superar sus defectos.

4.1 Las posibilidades de la praxis

El concepto de praxis suele provocar algunos equívocos e incluso algunos rechazos apasionados, posiblemente debido a algún tipo de asociaciones políticas que olvida la larga historia de este término en la filosofía occidental. Digamos brevemente que la praxis designa aquí el conjunto de los actos humanos, entendidos como actualizaciones de cosas en alteridad radical, y formando entre ellos diversos tipos de estructuras, más o menos complejas52. De este modo, la praxis, tal como aquí la entendemos, se diferencia tanto del concepto aristotélico de praxis como del concepto marxista. La praxis, por abarcar todos los actos humanos, no se contrapone a la actividad productiva, como quería Aristóteles. Ésta actividad productiva o poíesis está integrada por diversos tipos de actos, y por tanto pertenece también a la praxis en sentido propio. Por otra parte, la praxis no se contrapone a la teoría o a la contemplación, como suele suceder en el marxismo. Los actos teóricos, contemplativos y, en definitiva, todos los actos intelectivos, pertenecen también a la praxis. En este sentido, la praxis se aproxima a lo que en otras filosofías se llama la ``vida'' o la ``existencia''. Sin embargo, se trata de un concepto más preciso. La vida caracteriza no sólo a los humanos, sino también a las jirafas y a las bacterias. Sin embargo, ellas no tienen praxis, pues en ellas, hasta donde podemos saber, las cosas no se actualizan en alteridad radical, como radicalmente otras respecto a su actualización53. La existencia es un término enormemente amplio, aplicable a los átomos y a las galaxias. Cuando se limita a designar al ``ex-sistente'' humano, se hace demasiado estrecho para nuestros propósitos, pues designa solamente un modo de ser (el Dasein), y no los actos que efectivamente acontecen en la existencia humana.

La praxis designa, en este sentido, lo más íntimo del ser humano, los actos que integran su acontecer, desde los más privados y recónditos, hasta los más públicos y efectivos. La praxis no es algo meramente exterior al ser humano, sino el ser humano mismo en su dimensión más radical: su ``vida'', su ``existencia''. Por esto mismo, la praxis no es algo que se opone a la fe, sino que la fe misma es un acto, que como tal forma parte de la praxis, confiriendo un carácter especial a las estructuras prácticas en las que se integra. Por otra parte, la praxis no es algo ajeno a la historia humana, sino que la historia humana acontece precisamente desde una de las estructuras fundamentales de la praxis humana. La historia, como vimos, son actos de apropiación de posibilidades. Y esta apropiación de posibilidades es lo que formalmente define esa estructura práctica que llamamos ``actividad''. La actividad humana es apropiación de posibilidades. Esta apropiación de posibilidades tiene sin duda aspectos individuales, según los cuales cada quien va elaborando su propia biografía. Sin embargo, la apropiación de posibilidades tiene también un carácter social y colectivo. Las propiedades de la humanidad actual son las posibilidades que le ha legado la actividad humana del pasado, y las posibilidades del futuro estarán determinadas por las propiedades que hoy nos apropiemos como individuos y como colectividades. Si la praxis define una dimensión radical del ser humano, y si la historia pertenece constitutivamente a esa praxis, la historicidad se nos muestra como algo esencial a nuestra condición humana, y no como un aditamento externo, o un acontecer ajeno a nuestra realidad personal.

Nuestras posibilidades actuales se sustentan sobre las realidades que nos rodean en el presente, y sobre las posibilidades que otros se han apropiado en el pasado. Sin embargo, la apropiación de posibilidades mira hacia el futuro, hacia lo que las cosas podrían ser. Pero ``las cosas'' tiene aquí el sentido más amplio posible. Porque no se trata solamente de lo que las cosas materiales podrían ser, sino también de lo que las demás personas o lo que uno mismo podría ser. Las posibilidades apropiables son posibilidades de todo lo que nos rodea, y posibilidades de nosotros mismos, de nuestra misma praxis. Ahora bien, las posibilidades no descansan en el aire, como simples posibilidades lógicas, sino sobre la realidad de las cosas, de las demás personas, de nosotros mismos. Son posibilidades ``reales'', y no simple ausencia lógica de contradicción. Por eso mismo, el conocimiento de nuestras posibilidades es siempre y al mismo tiempo conocimiento de la realidad de las cosas, de los demás y de nosotros mismos. Inversamente, el conocimiento de las cosas, de los demás y de nosotros mismos es siempre y al mismo tiempo conocimento de cuáles son las posibilidades que a las cosas, a los demás y nosotros mismos se nos ofrecen para actuar en el futuro. De ahí, por ejemplo, la unión íntima entre el concimiento científico y las posibilidades técnicas que el mismo nos ofrece. Si englobamos bajo el término ``razón'' todos los actos intelectivos que se interrogan por la realidad profunda de las cosas, de los demás y de nosotros mismos, resulta claro que la razón es siempre y al mismo tiempo razón nuestra y razón de las cosas. Es razón de las cosas, porque nos muestra cuál es la estructura profunda de su realidad; es razón nuestra, porque el conocimiento de la estructura profunda de cualquier realidad nos muestra las posibilidades que esa realidad nos ofrece54.

Cada situación presente está definida por un sistema de posibilidades. Esas posibilidades se nos pueden presentar como angustiosas o como esperanzadoras. En la angustia, el cerco de las posibilidades de actuar sin renunciar a nuestros deseos o intereses se puede estrechar cada vez más. Pueden aparecer sin embargo posibilidades que rompen el cerco de la angustia, y permiten esperar una situación que mejorará la presente. De este modo, la lucha entre la angustia y la esperanza contiene siempre una dimensión intelectiva, que se interroga por todas nuestras posibilidades. Precisamente por ello, esa lucha implica, llevada hasta sus últimas consecuencias, una pregunta por nuestras nuestras posibilidades últimas, y por las posibilidades últimas que puede ofrecernos el mundo. Sin embargo, estas posibilidades se pueden presentar a veces como incapaces de proporcionarnos esperanza. ¿Es la soledad, la vejez, la enfermedad, la muerte la posibilidad última de nuestra biografía, allí donde el cerco de la angustia se termina por cerrar? ¿Es la catástrofe social y ecológica la última posibilidad de la humanidad presente? ¿Es la destrucción y la noche eterna el destino final de nuestro planeta, del sistema solar, del universo? Por más o menos razonable que pueda parecer, en cada caso, cada una de estas posibilidades, la humanidad no renuncia a tratar de esbozar, frente a cada una de ellas, otras posibilidades alternativas, que rompen el cerco de la angustia, permitiendo algún tipo de esperanza. Sin embargo, estas posibilidades esperanzadoras pueden chocar, en muchos casos, contra lo razonable. ¿Cómo esperar entonces? ¿Hay razones para esperar cuando nuestro conocimiento de la realidad del mundo y de nuestra propia realidad nos lo parece dificultar o incluso prohibir?

4.2 La esperanza como ley

Hay un aspecto de nuestra praxis que nos permite fundamentar cierta esperanza. Es lo que podemos llamar la ``legalidad'' o ``regularidad'' de la praxis humana. Cierto tipo de actuaciones acarrean ciertos resultados. Se puede tratar de las conexiones más sencillas, entre movimientos corporales y las consecuencias que éstos pueden desatar en las cosas del entorno, hasta estructuras más complejas y técnicas. Todo el trato científico-técnico con las cosas que nos rodean supone la posibilidad de encontrar regularidades entre nuestras acciones y sus resultados. La idea misma de un ``experimento'' científico implica el hecho de que ciertas intervenciones nuestras sobre las cosas naturales, dadas ciertas condiciones invariables, producen regularmente los mismos resultados. Sin estas correspondencias entre las actuaciones y sus resultados no sería posible ni el conocimiento científico del mundo ni su transformación técnica. Las ciencias humanas, aunque funcionan necesariamente con margenes más amplios de probabilidad, y requieren de la utilizaciones de aproximaciones estadísticas, también presuponen ciertas regularidades en la praxis humana. Así es posible, por ejemplo, prever que, bajo unas mismas condiciones invariables, una bajada de los tipos de interés implica un aumento de la inflación, etc. Sin estas regularidades no sólo serían imposibles las ciencias sociales, sino también nuestra vida cotidiana. Solamente porque sabemos de ciertas regularidades (el saludo se corresponde, el interruptor enciende la luz, etc.) es posible organizar con sentido la praxis cotidiana en el contexto de una determinada cultura.

Estas correspondencias tienen con frecuencia un carácter moral, como el mismo término ``ley'' o ``regla'' indican. Hay leyes físicas, pero también leyes y reglas respecto a su aplicación técnica. Y leyes y reglas respecto a lo que es bueno y malo en la vida cotidiana. Lo mismo sucede los adjetivos y adverbios que califican nuestra praxis. Se puede decir que alguien ha actuado ``bien'' cuando ha cumplido ciertas normas morales socialmente vigentes. Pero también se dice que actúa ``bien'' el que sabe manejar correctamente una máquina. Ciertamente, el manejo correcto de una máquina se muestra inmediatamente en sus resultados: se logran los propósitos, se manejan correctamente unos materiales, etc. Ahora bien, en la moral, a pesar de su radical heterogeneidad de la técnica, también hay correspondencias. Una buena parte de la educación moral, al menos en una etapa de la infancia, utiliza los premios y los castigos para estimular ciertas actuaciones e impedir otras. El que se porta bien es premiado, el que se porta mal es castigado. Esto, por supuesto, nunca desaparece de la praxis social. Ahí están las multas y las cárceles para los delincuentes. Y ahí está la simple sonrisa con la que se sanciona en la vida cotidiana el comportamiento o la opinión que se desvía de los aceptado. Inversamente, quien actúa de acuerdo a lo regulado, puede esperar ser aceptado por el resto del grupo social, estimado, admirado, y recompensado en diversas maneras. Por supuesto, hay ámbitos de la vida humana donde las correspondencias técnicas y morales están entrelazadas: un ministro de economía ha actuado ``mal'' desde el punto de vista de ciertas ``leyes'' económicas, pero su actuación también ha dejado sin empleo a miles de personas, y esto implica ciertas responsabilidades éticas y políticas. Merece entonces algún tipo de sanción política o jurídica. Es el sentido elemental de la justicia: dar a cada uno lo suyo, de modo que al que actúe bien le vaya bien, y al que actúe mal le vaya mal.

Supuesta la existencia de estas regularidades, aparece entonces un cierto modo de fundamentar la esperanza. Puedo pensar que si en las diferentes situaciones de la vida me apropio de las posibilidades ``buenas'' y ``correctas'' desde un punto de vista técnico o moral, entonces obtendré los resultados esperados. Aquellas cosas que anhelo podrán ir siendo realizadas, y mis esperanzas hallarán algún grado de cumplimiento. Sé lo que tengo que hacer para alcanzar mis fines. La correspondencia entre ciertas acciones y sus resultados, la legalidad o regularidad que aparece en la praxis humana, es lo que fundamenta mis esperanzas. Ahora bien, sabemos que las más sofisticadas construcciones técnicas pueden hacerse añicos por causa de un accidente inesperado que pone fin a cadenas enteras de regularidades previstas y esperadas. Sabemos también que los comportamientos morales no siempre obtienen el aplauso de los semejantes, sino también el rechazo y la persecución. Los planes del justo pueden fracasar. La desgracia, los accidentes, las enfermedades, la muerte, parecen poner a prueba cualquier esperanza apoyada en las regularidades de nuestra praxis. Sin embargo, esta fragilidad de las regularidades práxicas puede ser compensada por algún tipo de consideración metafísica o religiosa. Cierta ``confianza fundamental'' en el mundo, cierta creencia en lo divino, nos puede hacer pensar que, a pesar de todo, al justo finalmente le irá bien. Los sufrimientos por los que atraviesa no son más que ``pruebas'', que luchas en las que se pone de manifiesto su temple, porque finalmente a los justos les irá bien. Cuando la muerte parece poner final a toda esperanza, las consideraciones metafísicas o religiosas pueden propugnar la pervivencia en un más allá donde se impartirían los premios y los castigos definitivos, asegurándose así que ningún bien ni ningún mal quede sin su correspondiente merecido. Dios o los dioses son entonces los garantes de que al justo le vaya bien en este mundo o en el venidero, y que al malvado pronto o tarde le vaya mal.

Llegados a este punto, podemos ahora entender que la ``esperanza como ley'' es el secreto último de la ``esperanza que se ve''. Y es que la idea de unas regularidades que permiten prever las consecuencias futuras de las propias acciones implica en último término, una concepción de la historia. La historia sería el ámbito en el que el aumento de los conocimientos técnicos, acompañados de un comportamiento moral correcto, garantizan el éxito futuro de las propias acciones. A los que disponen de los conocimientos correctos y actúan adecuadamente, les va bien; a quienes se niegan a ser ilustrados les va mal. A los que actúan bien moralmente les va bien; a quienes actúan mal desde el punto de vista ético finalmente les va mal. Los ignorantes y los malvados son los perdedores en la historia. De este modo, la historia aparece como un progreso continuo en el dominio sobre la naturaleza y en el perfeccionamiento moral de la humanidad. Desde el punto de vista teológico, Dios puede aparecer como el garante último de estos procesos. En el caso contrario, otras instancias más o menos ``divinas'' adoptan la misma función garantizadora: el Espíritu, la Naturaleza, la Materia, el Género Humano, etc. Ellas posibilitan que sea posible confiar que este mundo, a pesar de todas sus aparentes desgracias, está últimamente bien hecho. Los que actúan correctamente, los esclarecidos y los honestos, pueden estar seguros que finalmente les irá bien. Y esto, como sabemos, implica una enorme legitimación de todo lo que sucede en la historia. La esperanza que se ve no es esperanza, sino una enorme legitimación del presente en nombre de una justicia futura.

Ahora bien, la perspectiva práxica nos permite ver ahora con mayor profundidad lo pernicioso de este enfoque de la esperanza. Porque, si a los buenos les va bien y a los malos les va mal, se hace posible una lectura de la historia donde a los que les va mal son los malos, mientras que a los que les va bien son los buenos. Si te va bien, es porque te lo mereces. Tu habilidad, tus conocimientos, tu elevación moral lo han hecho posible. Si te va mal, algo habrás hecho. En la medida en que esta perspectiva está abierta a consideraciones teológicas, Dios es quien últimamente sanciona el bienestar de los poderosos y la miseria de los pobres. En un mundo justo, creado y sostenido por Dios, cada quien obtiene su merecido. Es la más profunda de las ideologías, continuamente asegurada y difundida por todos los relatos en los que se afirma que los buenos, tras pasar por diversas pruebas, salen finalmente triunfadores, mientras que los malos, a pesar de sus éxitos iniciales, finalmente son castigados. Pero es algo más que una ideología. Es un esquema intencional que orienta la praxis humana y que la estructura en sociedad. Por eso tiene enormes efectos prácticos. Paul Krugman, economista del MIT, ha observado que el llamado ``neoliberalismo'', precisamente porque no puede asegurar un bienestar para toda la humanidad, tiene necesariamente que proclamar a los pobres como culpables de su propia situación55. Su ignorancia, su cultura exótica, su resistencia a aplicar las políticas que les imponen otros países los convierten en autoculpables. Antón Costas, catedrático de política económica en la Universidad de Barcelona, ha observado que la primera de las razones por las que medio mundo se mantiene todavía en la pobreza es precisamente ``una fuerte tendencia de la naturaleza humana'' a pensar que tanto los pobres como los ricos son merecedores de sus respectivas situaciones. Esta tendencia, que aquí hemos visto enraizada en la ``esperanza como ley'', permite la tolerancia con la miseria ajena y la autocomplacencia acrítica con la propia riqueza56. Permite que el mundo siga como está.

Es importante observar que el problema, tal como lo hemos analizado aquí, no está en la posibilidad de encontrar regularidades en nuestra praxis. Sin esas regularidades no sería posible ni la vida cotidiana, ni el conocimiento científico del mundo, ni la aparición de ningún tipo de técnica. El problema aparece cuando esas regularidades se utilizan como fundamento para la propia esperanza. Dicho con otro término teológico: cuando esas regularidades se utilizan para justificar la propia praxis. Si actúa correctamente me irá bien; si me va bien, es porque he actuado correctamente. Se trata del problema de la teológico de la justificación. Porque no olvidemos que la praxis, en nuestro análisis, designa lo más radical del ser humano. No estamos hablando por tanto de la legitimación de unas ``obras'' exteriores al ser humano; hablamos de la legitimación de nuestra vida, de nuestra existencia, de lo más íntimo de nosotros mismos. Que es lo que aquí hemos llamado ``praxis''. La ``esperanza como ley'' es una forma de legitimación de nuestra praxis. ¿Qué tipo de legitimación? Una legitimación por la ``ley de las obras'', tal como dice la expresión paulina (Ro 3,27). Porque en nuestro obrar existen regularidades, esas regularidades, esas legalidades, esa ``ley'', pueden convertirse en principio para lograr nuestra justificación. Ahora se ve que el problema teológico de la justificación no designa ningún problema individual ajeno a la historia. Ya hemos mencionado sus dimensiones económicas, citando economistas posiblemente ajenos a la teología. Y es que la justificación de la praxis según este esquema que hemos analizado no es otra cosa que la legitimación última de todos los que les va bien, la legitimación de todos los poderosos, la legitimación del presente en nombre del sentido último de la historia, y la legitimación final de que el orden de este mundo es el correcto.

4.3 La esperanza como promesa

Existe otra estructura práxica en la que aparece la esperanza. Se trata de la promesa. La promesa tiene una estructura constitutivamente interpersonal. En esto se diferencia radicalmente de la ley. La ley no incluye una referencia constitutiva a la alteridad personal. Una persona aislada, o un grupo cerrado puede determinar por sí mismo cuáles son sus posibilidades en virtud de la correspondencia entre las acciones y sus resultados. En la promesa, aparece el otro, el extraño. Se trata de alguien que puede decirle a la persona o al grupo algo que transciende sus propios cálculos respecto a las posibilidades de la propia praxis. No se trata de la ``intersubjetividad'' de un grupo, pues cualquier grupo aislado puede calcular ``intersubjetivamente'' cuáles son las posibilidades que están a su alcance en función de esa correspondencia entre la acción y sus resultados. Se trata de una ``interpersonalidad'' donde la persona o el grupo es confrontado con una promesa que viene de fuera. Pero no es un ``venir de fuera'' en el sentido geográfico. Es un ``venir de fuera'' precisamente porque la promesa contiene más que lo que uno mismo podía esperar considerando sus propias posibilidades como individuo o como grupo. La persona individual o el grupo reciben como promesa algo que ellos mismos no pueden conseguir. Las previsiones sobre las cadenas futuras de acciones y resultados quedan entonces transcendidas. Algo verdaderamente nuevo aparece en el horizonte.

Pero aparece como promesa. Ciertamente, la promesa no rompe con la historicidad. La promesa se sigue situando en la historia, como una posibilidad que el otro anuncia para el futuro. Y, sin embargo, esta posibilidad no se deriva de las capacidades que ya tiene el individuo o el grupo que recibe la promesa. Se deriva de lo que el otro, el extraño, puede hacer. Y aquí aparecen unas estructuras muy precisas. Para que la promesa sea aceptada como una posibilidad para la propia praxis se requiere una confianza en el otro, en el extraño que promete. El otro promete algo que escapa a mis cálculos de futuro, pero la confianza en lo que el otro dice convierte la promesa en una posibilidad para mí. El otro no se convierte por eso en un garante de la correspondencia entre mi acción y sus resultados. Pues en la promesa el futuro ya no es un resultado de mi acción, sino una posibilidad que no pende ya exclusivamente de mí. Depende del otro, de lo que el otro sabe, de lo que el otro ha experimentado, de lo que el otro puede hacer. Por eso tenemos que confiar en su palabra. La verdad adquiere un sentido muy distinto que en la ``esperanza según la ley''. En la ``ley'', la verdad de lo que espero pende de que mis cálculos sobre el futuro sean adecuados a las estructuras sobre la realidad. Por eso, la esperanza según la ley es una esperanza que se ve, o que se pretende ver. En la promesa, la verdad es ante todo el cumplimiento de la palabra que el otro ha dado. En el futuro se verá si la palabra de quien ha prometido era firme o vana, si era o no verdadera, si sobre ella se podía o no edificar el propio futuro.

La confianza respecto al otro pende en buena medida de mi conocimiento del mismo, de las experiencias que he hecho con él. Allí se ha mostrado o no como digno de confianza. Sin embargo, este conocimiento del otro tiene una estructura paradójica. Por una parte, en la medida en que he hecho experiencias pasadas con el otro, mi confianza se fortalece o se debilita. Si el otro ha sido fiel a su palabra en el pasado, su palabra se hace más digna de confianza. Su promesa se presenta entonces como una firme posibilidad para mi futuro. Ahora bien, por otra parte, el otro no puede ser exhaustivamente conocido. Si conozco plenamente al otro, sé lo que el otro puede hacer y puede prometer. Sé por qué lo promete, sé si va a realizar lo que promete, y sé también cómo va a realizar sus promesas. En este caso, el otro deja de ser un otro, un extraño. El otro se convierte en alguien que puede entrar en mis propios cálculos prácticos, en un medio más en la cadena de mis acciones y de los resultados que les corresponden. La esperanza como promesa pasa a ser entonces una esperanza según la ley; la esperanza que no se ve se convierte en una esperanza que se ve, con todas sus nefastas consecuencias. El conocimiento de la fidelidad del otro a sus promesas no puede ser por tanto un conocimiento exhaustivo del otro. Pues bien, esta intelección del otro, que requiere la cercanía suficiente para fundar la confianza, y la distancia sin la cual desaparece la alteridad de la promesa, tiene lugar en el recuerdo. En el recuerdo, se actualiza la fidelidad pasada del otro a sus promesas. Y, sin embargo, el recuerdo no agota la realidad del otro, pues ningún dato presente nos permite calcular como el otro va a actuar. En el recuerdo, el otro permanece como alguien libre, y sin embargo, como alguien en quien se puede confiar. En el recuerdo, la fidelidad pasada del otro a sus promesas está abierta un futuro donde se espera que el otro actúe de acuerdo a su palabra. El recuerdo enlaza directamente con la esperanza, no con la esperanza que se ve, sino con la esperanza que no se ve, y que justamente por ello es verdadera esperanza.

La esperanza como promesa aparece en múltiples aspectos de la praxis humana. En el amor, la otra persona se presenta como alguien que promete estar junto a mí en el futuro. Y esto es algo que no pende de mí, sino del don gratuito del otro. Igualmente, en la determinación de un rumbo vital, el ser humano no puede vivir por adelantado varias vidas, para decidir después cuál es la mejor. Cada uno tiene que fiarse de las experiencias de los demás, que ya han hecho su vida, y de lo que esas experiencias le prometen57. La promesa tiene también una dimensión teológica. Al menos, esta es la experiencia de la religión de Israel. Las Escrituras de Israel hablan de un Dios que actúa en la historia, que abre posibilidades para su pueblo, y que cumple fielmente y con creces sus promesas. Partiendo de Abraham, el padre de la fe, que no contaba con experiencias previas para sustentar su confianza, la historia de Israel se presenta, desde una perspectiva teológica, como una historia articulada según la estructura de promesas y cumplimientos58. Las promesas relativas al reinado futuro de Dios se sustentan sobre el recuerdo de que Dios, en el pasado, ya intervino en una ocasión memorable, arrebatando a Israel de la soberanía del faraón. En esa ocasión, el Señor Dios se convirtió en el único soberano de Israel, capaz de proporcionarle una estructura social, plasmada en la Torah, en la que no habían de repetir las injusticias experimentadas en Egipto. En la concepción de Israel este recuerdo es fuente de esperanza no sólo para el pueblo elegido y liberado, sino para todos los pueblos respecto a los cuales Israel cumple una función universal, que no es otra que la de mostrar, ya desde ahora, lo que sucede en la historia cuando un pueblo es gobernado por Dios. Los reveses sufridos a lo largo de la historia no significan para Israel un fracaso de la esperanza, sino que más bien sirven como ocasión para que esa esperanza se vaya trasladando a un futuro donde el reinado de Dios alcance a todos los pueblos, en una creación definitivamente liberada de la injusticia, del sufrimiento y de la opresión.

Conviene no perder de vista, sin embargo, que en Israel la esperanza como promesa no hace desaparecer plenamente a las esperanzas basadas en la ley. De hecho, la ley de Israel, consistente en una ``instrucción'' (torah) sobre las nuevas relaciones con los demás, con el prójimo y con Dios mismo que aparecen bajo la soberanía de Dios, puede llegar a utilizarse como medio para calcular el propio futuro. El cumplimiento de la ley se puede interpretar como el medio necesario para que se realicen las promesas divinas. Si el pueblo cumple la ley, contará con las bendiciones de Dios; si la incumple, sufrirá el abandono del verdadero gobernante de Israel, para sufrir la opresión de los imperios. De este modo, los fracasos del pueblo pueden pasar a ser interpretados como el castigo merecido por su infidelidad a la ley. Ciertamente, la religión de Israel es consciente de que la iniciativa salvífica le corresponde a Dios, y no a Israel, de modo que la gracia no es algo que se pueda conseguir por los propios méritos. Pero sí es algo que se puede perder cuando se incumple la ley (Dt 28,1-68, etc.)59. Los sacrificios, especialmente los sacrificios expiatorios, están destinados a recuperar el favor divino cuando uno es consciente de sus trasgresiones, o cuando diversas desgracias le hacen a uno consciente de que alguna transgresión ha cometido. Uno se infringe a sí mismo los daños merecidos, y así se restaura la relación original con Dios60. Así aparece en Israel una ambigüedad entre la esperanza basada en la ley y la esperanza basada en las promesas. La lectura cristiana del Antiguo Testamento subraya sin embargo esta última esperanza. Porque ella apunta a la llegada, mediante un rey ungido, el Mesías descendiente de David, de una promesa que supera todo merecimiento. La promesa de un nuevo reinado de Dios, en la etapa final de la historia, donde la violencia y la opresión serían definitivamente superadas.

4.4 Cristo, nuestra esperanza

El Nuevo Testamento llama a Cristo ``nuestra esperanza'' (1 Ti 1,1), aplicándole un atributo que el Antiguo Testamento había aplicado a Dios mismo (Sal 71,7; Jer 14,8; 17,13). Esta denominación de Cristo como esperanza de los cristianos es posible en virtud de un doble movimiento. Por una parte, en Cristo se determina definitivamente la incompatibilidad del Dios de Israel con toda esperanza fundada en la lógica de la ley, es decir, en el principio de una correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados. Por otra parte, en Cristo la esperanza como promesa encuentra un cumplimiento decisivo: el reinado de Dios se ha acercado a la historia, y está ya presente en la misma, por más que su realización plena todavía nos aguarde en el futuro. La expresión paulina según la cual Cristo sería ``el fin de la ley'' (Ro 10,4) engloba de alguna manera estas dos dimensiones. Por una parte, la ley termina como camino para fundamentar una esperanza que se ve. No sólo la Torah de Israel, sino cualquier instancia que pueda ser utilizada para fundar la esperanza en la correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados. Pero, por otra parte, Cristo es el fin al que la Torá de Israel siempre había apuntado, porque en Cristo se cumplen las promesas de un reinado de Dios en el que desaparecería la pobreza, la desigualdad, la violencia y la opresión. Veamos esto más detenidamente.

Por un lado, Cristo representa el final de toda pretensión de fundamentar la esperanza en las correspondencias constatables entre nuestras acciones y sus resultados. En las religiones, Dios o los dioses son entendidos como aquellos que garantizan esa correspondencia: al justo le va bien; al injusto le va mal. Pues bien, lo inaudito de la fe cristiana es la afirmación de que aquél que presuntamente tenía que ser el garante de esa correspondencia, es el mismo que cuelga de la cruz. La religión de Israel proclamaba como maldito a todo el que cuelga de un madero (Dt 21,23; Gl 3,13). La fe cristiana afirma que quien cuelga de un madero no es otro que el mismo Dios, quien estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo (2 Co 5, 19). Se trata de una verdadera reconciliación, que proclama justos a quienes la historia ha declarado como abandonados por Dios. En el abandono de Jesús en la cruz se realiza la unidad trinitaria de Dios con el abandono de Dios. Al identificarse con Cristo, Dios ha corrido la suerte de todos los presuntos rechazados por Dios. Pero que al mismo tiempo, en la cruz se ofrece un perdón universal, porque ella proclama que Dios no lleva cuentas de los delitos. La idea de un Dios que está presto a retribuir a cada quien con su merecido ha sido anulada en la cruz (Col 2,14). De este modo, Dios deja sin efecto toda pretensión de autojustificación por los resultados de las propias acciones, y toda esperanza basada en un cálculo de correspondencias. Y es que lo que Dios ha hecho en la cruz supera toda posible expectativa basada en nuestros cálculos. Estamos ante el mensaje inaudito de un Dios radicalmente entregado a nosotros.

Por otra parte, en Cristo el reinado de Dios irrumpe de nuevo en la historia, de tal manera que las promesas mesiánicas comienzan a cumplirse. La praxis de Jesús muestra el inicio de los tiempos mesiánicos, allí donde las aspiraciones de Israel para el futuro y para toda la humanidad comienzan a realizarse: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos caminan, los enfermos son curados y a pobres se les anuncia la buena noticia (Mt 11,5). Esta buena noticia incluye la convivencia de Jesús con un pueblo que comienza a ser discipulado, organizado y alimentado. Unas nuevas relaciones sociales, al margen del sistema, comienzan a aparecer en torno a Jesús (Mc 6,35-44). Son unas relaciones libres ya de la lógica de la ley. Y es que las curaciones de Jesús muestran que un nuevo poder reconciliador ha irrumpido en la historia. Los enfermos ya no pueden ser considerados como abandonados por Dios, sino que más bien aparecen ahora como el término privilegiado de sus atenciones. Es la buena noticia para todos los pobres, a quienes el reinado de Dios aparece ahora como especialmente dirigido. No sólo porque la praxis de Jesús anula la lógica de la ley, que les declaraba malditos, sino porque esa praxis da lugar a unas nuevas relaciones sociales, en las que desaparece la desigualdad y la dominación. Entre los discípulos de Jesús, que renuncian a sus bienes para compartirlos con los demás, se hace clara la irrupción del reinado de Dios. Esta irrupción adquiere un carácter radical con la resurrección de Jesús de entre los muertos. Si Dios estaba en Cristo, la muerte no le podía retener. Y entonces se ha iniciado ya el final de los tiempos, siendo Jesús mismo la primicia de la nueva creación. Como resucitado, es el primero de la nueva humanidad. Y como resucitado también, él no es ya un simple recuerdo, sino alguien vivo y presente en la comunidad reconstituida de sus seguidores.

A este Jesús resucitado la comunidad cristiana le proclama como Mesías, como el Cristo, el Ungido del Señor para reinar sobre su pueblo. Si Jesús es ese Ungido, quiere decir que hay efectivamente un reinado. Si Dios se identificó con Jesús, quiere decir que el reinado del Mesías es el reinado de Dios. Aquí nos encontramos con una cuestión muy importante, frecuentemente desatendida por la teología. En los textos del Antiguo Testamento que expresan una esperanza mesiánica, nos encontramos con una llamativa ambigüedad entre el reinado de Dios y el reinado del Mesías. Una vez hundida la monarquía de Israel, diversos estratos de la Escritura critican a los dirigentes de Israel (reyes y sacerdotes) como responsables principales del hundimiento del pueblo. Esos reyes, que en cierto modo habían desplazado a Dios como gobernante directo de Israel (1 Sam 8) pudieron ser de todos modos entendidos como personas que ejercían la monarquía en nombre de Dios, y que en este sentido se sentaban ``en el trono del reinado de Dios sobre Israel'' (1 Cro 28,5; cf. 2 Cro 13,8). Ante el fracaso de estos dirigentes, Dios proclama que él mismo, en persona, volverá a reinar sobre Israel. Sin embargo, estas afirmaciones aparecen entretejidas, en los mismos textos bíblicos, con otras en las que se anuncia la figura de un ``príncipe'', descendiente de la casa de David, enviado por Dios para gobernar al pueblo (Ez 34,1-31). La ambigüedad entre la idea de Dios mismo ejerciendo el reinado y una nueva figura mesiánica ejerciendo el reinado en nombre de Dios queda superada cuando la fe cristiana proclama que Dios se ha identificado con Cristo, quien muerto y resucitado, ejerce ahora el reinado de Dios sobre su pueblo.

La afirmación de la divinidad de Jesucristo no se deriva de una especulación ontológica sobre las naturalezas de Jesús, sino más bien de la soteriología: la lógica de la ley solamente pudo ser superada por la identificación de Dios con Cristo, y esa identificación es la que permite la afirmación de que hoy, en nuestra historia, ha irrumpido ya el reinado de Dios. Se trata de una soteriología histórica, de una soteriología que incluye el reinado de Dios. Porque la afirmación de Jesús y del cristianismo primitivo según la cual el reinado de Dios se habría acercado a su pueblo y estaría ya presente en la historia solamente es viable si en la historia existe de hecho un pueblo cuyo rey, cuyo Mesías, no es otro que Dios. Y, por tanto, la afirmación de Cristo como Mesías no es ajena, ni al reinado de Dios actualmente presente, ni a su divinidad. Los primeros cristianos no llamaron a Jesús como Cristo con el simple interés en determinar ontológicamente quién era Jesús. Los cristianos llaman Cristo o Mesías a Jesús precisamente porque él es quien hoy ejerce el reinado de Dios. Del mismo modo, los cristianos no llaman ``Dios'' a Jesús simplemente para decir que Dios se manifiesta en Jesús, o para especular sobre naturalezas y personas. Los cristianos llaman Dios a Jesús porque de la ley solamente nos puede salvar un Dios crucificado, que ha sufrido el mismo el presunto destino de los abandonados por Dios. Y los cristianos llaman Dios a Jesús porque solamente si el Mesías es Dios, el reinado de Dios es verdaderamente de Él, y no de alguien que lo ejerce en su lugar. En este sentido, lo que Jesús hace hoy (reinar en el reino de Dios) es lo que nos permite entender quién es verdaderamente (el Mesías y el Hijo de Dios). Otras afirmaciones cristológicas, como la entronización de Jesús en los cielos, o su calidad de Señor y de Hijo de Hombre, están constitutivamente referidas al reinado actual de Dios. Porque Jesús reina como Señor en un reinado no bestial, sino humano, Jesús merece esos títulos con los que le aclaman sus iglesias.

4.5 Las primicias de la esperanza

Hemos visto que, del mismo modo que una esperanza que se ve no es esperanza, una esperanza que no se ve en absoluto tampoco es esperanza, sino una simple utopía, un modelo ideal de lo que las cosas deberían ser, pero incapaz de proporcionar esperanza si no nos sentimos capaces de construirlo por nosotros mismos. Sin embargo, la fe cristiana afirma que las primicias de la esperanza están ya presentes en la historia por el Espíritu (Ro 8,23). Pablo emplea la imagen de las arras con las que se adelanta lo prometido en un contrato (2 Co 1,22; 5,5). Ahora bien, ¿en qué consisten exactamente estas primicias? Como hemos dicho, se trata de que el reinado de Dios no es un estado futuro de cosas, sino el hecho de que Dios mismo, ya hoy, está en Cristo reinando sobre su pueblo. Pero, ¿cómo sucede este reinado? No estamos obviamente ante un reinado que se ejerce en virtud de que un determinado soberano dispone del monopolio de la violencia coactiva legítima sobre un determinado territorio. Jesús rechazó el recurso a la violencia, precisamente porque rechazó la idea de responder al mal con el mal, como es propio de los estados (Ro 13,1-7). De hecho, Jesús parece haber evitado toda proclamación mesiánica que le confundiera con un aspirante al poder político en un estado nacional. Y, por supuesto, Jesús rechazó también que las relaciones entre sus discípulos se relacionaran entre sí según el modelo de un estado (Lc 22,24-30). Pero entonces, ¿en qué consiste la soberanía de Jesús?

Se trata de una soberanía que se funda en la fe. Pero esto ha de entenderse correctamente. No se trata de una soberanía que se ejerce solamente sobre el corazón del individuo, vuelto a solas hacia su Dios. Estamos hablando de una soberanía que se ejerce sobre la comunidad de fe. Y esta fe que tiene su comunidad no es algo individual. Tampoco es algo puramente espiritual, ajeno a la historia. La fe es un momento de nuestra praxis, en el sentido antedicho. Y por tanto la fe nunca es ajena a la historia, la cual no es sino praxis. Ahora bien, ¿qué es lo que une la fe con el reinado de Dios, introduciendo así en esta historia las primicias de la esperanza? No se trata de que uno ``crea en el reinado de Dios'', en el sentido de creer que existe tal reinado, o en el sentido de tener esperanza en que Dios reinará en el futuro. Se trata más bien de creer en el Dios que se ha identificado con Cristo. Es creer en Cristo, tal como nos es anunciado por los apóstoles, como aquél que redime lo más íntimo de nosotros mismos, como el que redime nuestra praxis. En la medida en que creemos que en Cristo se han confirmado las promesas de Dios a su pueblo ( 2 Co 1,20), en esa misma medida somos liberados de fundar nuestra esperanza en los cálculos sobre nuestras propias posibilidades. Ya no estamos presos de las pretensiones de autojustificación que se fundan en la ley. Nuestra esperanza aguarda todavía la redención de este mundo, pero sin embargo, tenemos en nuestra propia praxis las arras de esa liberación. Por la fe, nuestra praxis queda libre de la pretensión de autojustificación, y de todas sus nefastas consecuencias. Nuestra praxis deja de ser ``propia'' en el sentido de que nuestras esperanzas se funden en los cálculos sobre las correspondencias entre nuestras acciones y sus resultados. Nuestra praxis pertenece ahora al Mesías, está puesta bajo su soberanía. Entramos en el ámbito de su reinado.

Es importante observar que esta redención de nuestra praxis, para ser situada bajo la soberanía del Mesías, en cuanto que sucede mediante la fe, no es propiamente obra nuestra. La fe es un don de Dios. En realidad, si la fe fuera obra nuestra, no habríamos salido de la lógica que pretende fundar la esperanza en el cálculo de las posibilidades que resultan de nuestra propia praxis. La pretensión de autoliberación es una pretensión de hacer salir las promesas de las capacidades de la propia praxis. Pero, con ello, las promesas dejan de ser promesas, y la historia se cierra sobre sí misma en una esperanza que, por ser visible, ya no es esperanza. Por esto es esencial en nuestra liberación el Espíritu. El Espíritu es Dios mismo transformando lo más íntimo de nuestra praxis, al posibilitar en ella la fe que se abre al otro, al amor, y a la esperanza. El reinado de Dios pertenece a los pobres con Espíritu, y no a los que, seguros de sus propias posibilidades, creen poder fundar sobre sí mismos su propia esperanza. Ahora bien, esta labor del Espíritu no es una enajenación de la propia praxis. La praxis, por más que quede situada bajo la soberanía del Espíritu, no deja de ser lo más íntimo de nosotros mismos. No desaparece la propia libertad, y por tanto la ineludible necesidad de estar continuamente proyectando las propias posibilidades. La esperanza cristiana no se contrapone a los proyectos humanos61, precisamente porque ella se inserta en el corazón de nuestra praxis, poniéndola bajo la soberanía de Dios, pero no convirtiéndola en una praxis ajena a nosotros.

Como hemos visto, el problema no está en que nuestra praxis tenga posibilidades, ni en que existan necesariamente unas correspondencias entre nuestras acciones y sus resultados. El problema aparece cuando esas correspondencias se convierten en el fundamento de nuestra esperanza. Pero cuando el fundamento de nuestra esperanza son las promesas ratificadas en Cristo, nuestra praxis, liberada de la pretensión de autofundamentación, sigue sin embargo siendo una praxis libre. Es una nueva libertad, que no consiste en elegir el modo en que vamos a estructuras los cálculos que pueden dar esperanza a nuestras vidas, sino en dejar que sean las promesas de Dios las que justifiquen nuestra esperanza. Porque entonces somos ya libres de la ley, no en el sentido de quedar libres de las exigencias éticas, sino en el sentido de pensar que somos nosotros mismos los que vamos a fundar nuestra propia esperanza. Y quedamos también libres del miedo al fracaso, porque sabemos que la muerte de Cristo en la cruz ha absorbido todo fracaso, declarando a todos los presuntos abandonados por Dios como aquellos cuya suerte Dios mismo ha compartido por amor. Incluso el fracaso último de la muerte, el muro donde chocan todas las esperanzas, ha perdido su fuerza disuasoria. Si nuestra praxis pertenece a Dios, ni siquiera la muerte nos puede separar de aquél que nos ha introducido por amor en el ámbito de su soberanía. Nada puede entonces separarnos de Cristo. Nada puede quitarnos la libertad de seguirle. Nada nos puede quitar la libertad plena de los hijos de Dios.

Todas estas afirmaciones, ampliamente recogidas en las Escrituras cristianas, no se refieren a acontecimientos celestiales, sino que están llamadas a suceder en la historia. Y sucede, si es que Jesús es el Mesías. O, dicho inversamente, allí donde Jesús es el Mesías, la lógica de la ley desaparece, y con ella la lógica de las retribuciones, de la competencia, de la envidia, y de la violencia. Desaparece la lógica de la propia justificación, y la lógica de la esperanza que se ve, porque en el fondo todas ellas no hacen más que expresar la pretensión adámica de alimentarse de los frutos de las propias acciones. Y esto supone que en la historia aparece un ámbito donde se ejerce el perdón, donde no se devuelve mal por mal, donde no se pretende la propia justificación, donde no se teme a la muerte, donde se disfruta de la libertad, de la paz, de una esperanza que no proviene de uno mismo, sino de las promesas de Dios. Un ámbito donde las riquezas no son el signo de la propia valía, del propio esfuerzo, o de la predilección de Dios. Un ámbito donde por tanto las riquezas se pueden compartir. Es el lugar donde el amor de Dios y el amor fraternal hacen inútil toda pretensión de poder o de prestigio que justifique la propia praxis, mostrando nuestra capacidad de producir resultados. Según el testimonio de las primeras comunidades cristianas, y según el testimonio de cientos de cristianos a lo largo de los siglos, estos ámbitos existen allí donde las personas se sitúan con fe bajo la soberanía del reinado de Dios. Las primicias de la esperanza se hacen visibles por tanto en las comunidades que reconocen a Jesús como el Mesías. Y se hacen visibles en todos los lugares de la historia, por limitados que sean, donde la misma lógica del reinado se hace presente, pues la luz de Cristo ilumina a todo ser humano y su Espíritu es libre para soplar donde quiera62.

Ahora bien, la irrupción del reinado de Dios puede mostrar todas sus posibilidades con más facilidad allí donde se conoce quién es el que reina y cuáles son las condiciones de su reinado. Esto no implica, sin embargo, una identificación de las iglesias cristianas con el reinado de Dios. El mismo hecho de hablar de ``reinado'', y no tanto de ``reino'', salvaguarda la transcendencia del mismo. Es Dios el que reina, y no la iglesia. La iglesia es el pueblo sobre el que Dios reina. Un pueblo de personas pecadoras, un pueblo de creyentes que siempre tienen que estar pidiendo ayuda para su incredulidad. Y, sin embargo, un pueblo que reconoce a Jesús como su Cristo, como su Mesías, como su gobernante. Si el ``reino'' fuera un estado de cosas, entonces se podría confundir más fácilmente con otros estados de cosas que de algún modo se parecen al estado de cosas perfecto, en el que Dios lo será todo en todos. La diferencia sería solamente de grado. En cambio, si el reino es un reinado, ya ejercido en el presente por Dios, no hay confusión posible. El reinado es de Dios, la iglesia es su pueblo. Por supuesto, no hay reinado sin pueblo, pero el pueblo no es el reinado; el reinado es el hecho mismo de que Dios reina. Y, sin embargo, este reinado, por ser un reinado libre, fundado en la fe, y no en la coacción, no puede ser en modo alguno una tiranía. Ciertamente, el término ``reinado'' puede provocar asociaciones tiránicas. Pero cuando los cristianos utilizan ese término, lo hacen precisamente por contraste, para señalar que ellos están bajo una nueva soberanía, muy distinta a los imperios bestiales que recorren la historia humana (Dan 7). Es la soberanía de Dios, que hace imposible toda otra soberanía, constituyendo un pueblo de hermanos, donde nadie se enseñorea sobre nadie (Mt 23, 8-12).

De hecho, la soberanía del reinado de Dios es en cierto modo compartida. Ya el libro de Daniel, cuando introduce la idea un gobierno humano por el Hijo del Hombre, señala también que el reinado va a ser entregado al ``pueblo de los santos del altísimo'' (Dan 7,27). Del mismo modo, Jesús habla repetidamente de entregar el reinado a sus discípulos, o los presenta a estos sentados junto a él en sus tronos (Lc 22,29; Mt 25,34; 19,28). La segunda carta a Timoteo y el Apocalipsis presentan a los cristianos reinando junto con Jesús, de modo que su reinado no es individual, sino un reinado en que todos sus miembros son sacerdotes y reyes (2 Ti 2,12; Ap 5,10). De ahí la participación de todos los cristianos en el ministerio, y en la administración de las comunidades63. Este compartir el reinado con Cristo tiene unas raíces profundas en la estructura de la salvación. Y es que aquello que posibilita la irrupción del reinado de Dios en la historia ha sido la entrega de Jesús en la cruz. En el aparente abandono de Dios tiene lugar una entrega confiada a Dios, en virtud de la cual se hace posible una liberación de la humanidad de la lógica adámica de la autojustificación, raíz última de toda falsa esperanza. Jesús es entonces el que con su entrega inicia nuestra fe. La fe de los cristianos, posibilitada por el Espíritu, no es entonces otra cosa que una participación en la misma fe de Jesús. Los cristianos reinan con Cristo porque participan por el Espíritu en su misma relación con Dios. Esto es justamente lo que significa la filiación adoptiva de los creyentes. Como hermanos del Hermano mayor, los cristianos pueden iniciar ya en esta historia unas nuevas relaciones sociales. Es la irrupción del reinado de Dios en la historia.

4.6 Implicaciones teológicas

Esta constatación nos distancia en algunos puntos de una buena parte de la teología del siglo pasado. Si el reinado de Dios irrumpe en las comunidades cristianas, el mensaje de Jesús sobre la inminencia del reinado no fue una simple ilusión de un judío del siglo primero, desmentida después por los hechos. Tampoco se trata de que esa irrupción del reino pueda ser sustituida simplemente por el hecho de la resurrección, como ha pensado en ocasiones la teología. Ciertamente, la resurrección de Cristo es un adelanto, en nuestra historia, del destino final de la humanidad. Pero con ella no se agota el adelanto histórico del reinado de Dios. El reinado de Dios exige que Dios reine, y por tanto requiere un pueblo. La reducción de ese ``reinado'' a un estado de cosas posibilita últimamente que la resurrección por sí misma pueda ser considerada por sí misma un adelanto del ``reino'' de Dios, prescindiendo del ejercicio de la soberanía de Dios sobre un pueblo. Sin embargo, la experiencia de las primeras comunidades cristianas fue muy distinta. Si ellas pudieron designar a Jesús como Mesías (Cristo), como rey ungido, fue porque experimentaro al resucitado como alguien que reinaba sobre su pueblo, convocado libremente por la fe. De lo contrario, otros títulos como el de ``salvador'' hubieran sido suficientes. La proclamación de Jesús como el Cristo es el reconocimiento del ejercicio eficaz de su soberanía en la historia. Y esta es la mayor prueba de la continuidad entre el mensaje del cristianismo primitivo y el mensaje de Jesús. La discontinuidad no está en que el cristianismo primitivo no anunciara el reinado de Dios, sino en que ese reinado, que se afirma como una realidad que ya está presente en la historia, es posibilitado por el hecho por el hecho de que Jesús, muerto y resucitado, está sentado a la diestra de Dios como el Mesías del Israel renovado. Y este Israel renovado son las comunidades cristianas. Las comunidades cristianas asumen en la historia la misión original de Israel: ser un testimonio y un adelanto de la fraternidad, de la igualdad, de la libertad y de la justicia a la que toda la humanidad está convocada.

Tampoco tiene sentido contraponer a Jesús y a las comunidades cristianas, afirmando que Jesús se dirigió a todo el pueblo, mientras que después de Jesús el reino parece limitarse a las comunidades. El sentido de esta diferencia es simplemente el rechazo de Jesús por los dirigentes de Israel, y la aparición en las comunidades cristianas de un pueblo que ahora se considera bajo la soberanía del verdadero Mesías. Cuando Jesús se dirige al pueblo de Israel, no se dirige a un pueblo más, como se podría haber dirigido a los griegos o a los sirios. Se dirige a aquél pueblo que, al ser elegido con Abraham y al ser rescatado de Egipto, tenía la misión histórica de ser la ciudad sobre el monte, gobernada por Dios, en la que no se habían de repetir las injusticias de los otros pueblos. De este modo, las naciones peregrinarían hacia Israel. Jesús se dirige a Israel anunciándole que Dios regresa para reinar sobre su pueblo, y que por tanto Israel tiene una posibilidad de conversión. Cuando los dirigentes de Israel rechazan a Jesús, éste se centra en sus discípulos, considerados mediante la elección de los doce como los representantes simbólicos del Israel renovado. La muerte y la resurrección de Jesús son interpretadas por estos discípulos como el inicio de los tiempos del Mesías, en los que las naciones son invitadas a incorporarse al reinado de Dios. En este sentido, la tarea de los discípulos está más orientada hacia los otros pueblos que la de Jesús, quien se concentró en convocar por última vez a Israel. No obstante, la misión de los apóstoles hacia los gentiles y la formación de comunidades creyentes fuera de Israel no es ninguna renuncia al hecho de que el reinado de Dios se dirige a un pueblo. Es la constitución de ese nuevo pueblo como una sociedad sobre la que Dios reina. Como una sociedad en la que ya se inician la justicia, la fraternidad y la igualdad de los tiempos mesiánicos.

En este sentido, cambia la percepción del pueblo de Dios, pero no cambia el hecho de que el reinado requiere un pueblo. El pueblo de Israel es percibido por Jesús como un pueblo al que está destinado el reinado de Dios, pero sobre el que de hecho Dios no reina, porque ha desatendido a sus repetidas convocaciones. En cambio, las comunidades cristianas se percibían a sí mismas como un ámbito sobre el que el Mesías estaba efectivamente reinado, con las consecuencias esperadas de tal reinado: la paz, la justicia, el compartir los bienes, la desaparición de la pobreza, la atención a los huérfanos y a las viudas, los dones del Espíritu, etc. Pero en ningún caso se iguala el pueblo de Dios con el pueblo de Egipto o el de Macedonia. El llamado de estos pueblos al reinado de Dios tiene una mediación esencial, que es la existencia de un pueblo sobre el que Dios ya reina, y en el que se muestra algo interesante y atractivo para todos los demás pueblos. Un pueblo que sea las primicias de la esperanza para todos los demás pueblos. Ahora bien, el inicio de los tiempos mesiánicos posibilita que la buena noticia de la llegada real del reinado a esta historia de Dios sea anunciada a todos los demás pueblos como una invitación a incorporarse ya al pueblo de Dios. Esta invitación, sin embargo, no convierte en pueblo de Dios a pueblos sobre los que Dios no reina, sino sobre los que reinan otros reyes y señores. La historicidad significa siempre que lo universal está mediado por lo particular. La bendición de todas las naciones de la Tierra tiene siempre la necesaria mediación histórica de las elecciones particulares (Gn 12,1-3).

Esta percepción del reinado de Dios permaneció durante siglos en la iglesia cristiana. A veces se ha citado la famosa expresión de Orígenes según la cual Cristo sería ``el reino mismo'' (autobasileía) de Dios para mostrar cómo la predicación del reinado de Dios fue sustituida por la predicación de Cristo. Hay que pensar que quienes esto dicen no han leído bien el texto de Orígenes. Orígenes comenta en su texto la siguiente expresión bíblica ``el reinado de los Cielos se parece a un rey que...'' (Mt 18,23). Obviamente, Mateo puede comparar el reinado de Dios con lo que hace un rey, precisamente porque entiende basileía primeramente como reinado, y no meramente como reino. Un reino no se parece necesariamente a lo que el rey hace. Un reinado es lo que el rey hace: reinar. Por eso Orígenes entiende que Cristo, como autobasileía, no es simplemente ``el reino mismo'', sino ``el reinado mismo'' de Dios. Es decir, Cristo aparece en ese texto de Orígenes como alguien que reina actual y eficazmente sobre los suyos, cuyo reinado se manifiesta en la medida en que hay justicia, sabiduría, y verdad, siendo su reinado ejercido en este mundo, y no sólo en el venidero64. Al texto de Orígenes se le puede reprochar su dualismo neoplatónico entre materia y espíritu65, pero no la percepción del reinado de Dios como un reinado ejercido en esta historia. Sin embargo, la conversión del cristianismo en religión oficial del imperio impuso algunas transformaciones esenciales. El reinado de Dios tuvo que hacerse compatible con el reinado del emperador. La libertad de la pertenencia al pueblo de Dios fue sustituida por la profesión obligada de una religión impuesta. El contraste entre lo que sucede allí donde Dios reina frente al orden de este mundo se diluye cuando todos son obligatoriamente creyentes, y esta disolución implica una ética de mínimos donde los cristianos (excluyendo a los monjes) ya no se les pide más que el cumplimiento de los preceptos básicos de la ``ley natural''. La no violencia o el compartir los bienes dejan de ser características distintivas de los creyentes para convertirse en una práctica monacal de algunos grupos de cristianos ``superiores''. El reinado actual de Dios de Dios sobre comienza a verse como un estado de cosas oculto, como una utopía futura, como un reino del más allá.

5 Conclusión

Comenzábamos estas reflexiones aludiendo a la exhortación de la primera carta de Pedro a dar razones de la esperanza que hay en nosotros. Y decíamos que aquella exhortación estaba dirigida a una comunidad que, habiéndose constituido como un ámbito de solidaridad entre miembros de extracto más bien pobre, sufría sin embargo (o por tanto) el rechazo de su entorno. A esta comunidad se le invitaba no responder con el mal a sus agresores, al mismo tiempo que se le animaba a dar razones de su esperanza. Ahora podemos entender la conexión íntima de todas estas exhortaciones, aparentemente dispersas. La esperanza que se ve es, como vimos, una esperanza según la ley, entendiendo por tal la idea de una esperanza que se fundamenta en la correspondencia entre las acciones y sus resultados. En esta estructura actuacional, cada quien recibe su merecido, y a un agresor se le responde con otra agresión. Sin embargo, los cristianos no responden de esta manera a las persecuciones. Cuando esto sucede, quiere decirse que ciertamente ya no estamos en una esperanza según la ley, en una esperanza basada en nuestras propias propias posibilidades o en las posibilidades de los otros. Es una esperanza que, en este sentido, no se ve. Y, sin embargo, por otra parte, se ve. Y se ve porque existe en la historia una comunidad fraterna que no responde al mal con el mal. Y esto es algo visible para los perseguidores. Precisamente por ello es una esperanza que ya está presente en la historia, y de la que hay que dar razones. Si no se viera, no habría que dar razones de nada; pero como esa esperanza está visible, actuando en la historia, es posible preguntarse por su razón. Pero como esa razón no es obvia para los perseguidores, hay que dar razón de ella.

¿Y cuál es la razón (lógos) de la esperanza que hay entre nosotros? La respuesta cristiana es que la razón es Cristo. No se trata de una frase piadosa, sino de algo rigurosamente coherente con la estructura de la esperanza tal como es analizable en nuestra praxis. Por Cristo llega a su fin la esperanza según la ley, con Cristo se Dios dice sí a todas las promesas de Dios a su pueblo, y en Cristo están ya presentes las primicias de la nueva humanidad. La cruz ha mostrado que Dios anula la pretensión de autojustificación que pone en uno mismo el fundamento de las esperanzas. La muerte y la resurrección de Cristo nos han mostrado que Dios no abandona a su pueblo, sino que asume hasta las últimas consecuencias su compromiso de acercarse de nuevo a él para iniciar el reinado prometido. Por su resurrección, Cristo reina actualmente sobre su pueblo, en el que son ya visibles las arras de un mundo nuevo. No estamos ni ante el Cristo muerto, ni ante el Cristo glorificado de otras teologías, estamos ante el Cristo que muerto y resucitado está actuando en la historia. Esta actuación está todavía pendiente de un cumplimiento definitivo, porque la soberanía del Mesías todavía está en conflicto con los poderes de este mundo. Y su mismo pueblo todavía camina en la debilidad, oscilando entre la fe en su palabra y la incredulidad que se cierra sobre sí misma. El último enemigo, que es la muerte, aún no ha sido derrotado. Pero lo que actualmente las comunidades cristianas experimentan en la historia es el anticipo de que un día la victoria del Mesías alcanzará a toda la humanidad, la cual suspira por ella en el fondo de su corazón. Entonces Cristo devolverá el reinado al Padre, y Dios lo será todo en todos.

En este sentido, el futuro del cristianismo no peligra cuando se resquebrajan las instituciones del viejo constantinismo. Un constantinismo que comparten la derecha y la izquierda cuando entienden que la contribución decisiva de los cristianos para el cambio social tiene lugar cuando los cristianos logran alguna cuota de poder en los palacios de los emperadores. Todo esto, felizmente, está terminando. La lógica que rige en los estados es la diametralmente opuesta a la que rige allá donde Dios reina (Ro 12,17-13,7). Esto no elimina la necesidad del estado como monopolio legítimo de la violencia. Pero muestra que la esencia de la comunidad cristiana es otra muy distinta y más radical. Las iglesias cristianas tienen la función de mostrar al mundo entero lo que ese mundo puede ser cuando se pone bajo el señorío de Dios. Algo que difícilmente pueden hacer las iglesias cuando asumen ``constantinianamente'' que ellas no son más que la dimensión religiosa de la sociedad en su conjunto. El catolicismo ha contemplado en el siglo XX el derrumbe de todos sus restos de cristiandad. Aunque muchos aún puedan soñar con una vuelta al pasado, la acción del Espíritu parece apuntar en otra dirección. El siglo del derrumbe de la cristiandad ha sido también el siglo del nacimiento de múltiples formas de comunidad cristiana al interior de las iglesias. En esos comienzos humildes, muchas veces despreciados por la teología, están los gérmenes de un nuevo cristianismo, más esperanzado, porque su esperanza no se ve, aunque sus primicias ya se están cosechando. La maduración de un cristianismo de comunidades, en unidad y multiplicidad, en riqueza espiritual y conciencia crítica, es el gran reto del nuevo siglo. Es don que alimenta la esperanza de las iglesias.

1

Cf. Luis de Sebastián, Neoliberalismo global. Apuntes críticos de economía internacional, Madrid, 1997, pp. 33-36.

2

Cf. J. H. Elliott, Un hogar para los que no tienen patria ni hogar. Estudio crítico social de la Carta primera de Pedro y de su situación y estrategia, Estella, 1995.

3

D. Gracia, después de analizar la esperanza en diversos filósofos y teólogos posteriores a Nietzsche, concluye una de las características de los enfoques contemporáneos de la esperanza es el deseo de aproximarse de una manera práctica o experiencial a la realidad, cf. su artículo sobre ``Pensar la esperanza en el horizonte de la postmodernidad'', Revista de filosofía, 8, 1985, pp. 113-148 y 391-415, concretamente p. 407.

4

Es lo que Laín denomina ``la esperanza de los secularizados'', cf. P. Laín Entralgo, La espera y la esperanza, Madrid, 1958, 2ª ed., pp. 188-232.

5

Cf. E. Menéndez Ureña, La crítica kantiana de la sociedad y de la religión, Madrid, 1979, pp. 47 y 102. Sobre el carácter motivador de esta idea puede verse A. Gramsci, Quaderni del carcere, vol. 2, Torino, 1977, p. 1388.

6

Cf. J. Weiss, Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes, Göttingen, 1892; reedición en 1964.

7

Cf. A. Schweitzer, Von Reimarus zu Wrede: eine Geschichte der Lebens-Jesu-Forschung, Tübingen, 1906.

8

A. von Harnack, What is Christianity?, Nueva York, 1957, p. 51.

9

Cf. W. Rauschenbusch, Christianity and the social Crisis, Nueva York, 1919, p. 349.

10

Cf. W. Rauschenbusch, Christianizing the Social Order, Nueva York, 1912, pp. 96-102.

11

Cf. J. Moltmann, Das Kommen Gottes. Christliche Eschatologie, Gütersloh, 1995, pp. 209-217.

12

Cf. W. Pannenberg, ``Erfordert die Einheit der Geschichte ein Subjekt?'', en R. Kosellek y W.-D. Stempel, Geschichte -Ereignis und Erzählung, Munich, 1973, pp. 478-490, concretamente pp. 481-482.

13

Cf. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, Göttingen, 1967, pp. 86-88.

14

Cf. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, op. cit., pp. 202-222.

15

Cf. W. Pannenberg, Anthropologie in theologischer Perspektive, Göttingen, 1983, pp. 500-501.

16

Cf. W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie, op. cit., p. 222. Sobre la teología de Pannenberg, puede verse mi trabajo ``La historia como revelación de Dios según Pannenberg, Revista latinoamericana de teología 25 (1992) 59-81.

17

Cf. J. Moltmann, Perspektiven der Theologie. Gesammelte Aufsätze, München-Mainz, 1968, pp. 15-17. Ya Kant había entendido su filosofía de la historia como un intento de mostrar que, tras el aparente caos de la misma, había un orden querido por Dios.

18

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung. Untersuchungen zur Begründung und zu den Kosenquenzen einer christlicher Eschatologie, München, 1968.

19

Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, 2 vols., Frankfurt, 1959.

20

Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, op. cit., vol. 1, pp. 235-242.

21

Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, op. cit., vol. 1, pp. 237-239.

22

Cf. E.Bloch, Das Prinzip Hoffnung, op. cit., vol. 1, pp. 224 y ss. Puede verse también S. Zecchi, Ernst Bloch: utopía y esperanza en el comunismo, Península, Barcelona, 1978.

23

Cf. M. Heidegger, Sein und Zeit, Tübingen, 1953, p. 372-404.

24

Cf. Xavier Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Madrid, 1987, pp. 355-392.

25

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., pp. 12-13.

26

Cf. J. Moltmann, Teología de la esperanza, op. cit., p. 14.

27

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., pp. 20-21.

28

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., pp. 201-202; pp. 315-319.

29

Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, op. cit., vol. 1, p. 238.

30

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., pp. 299-312.

31

Cf. J. Moltmann, Der gekreuzigte Gott. Das Kreuz Christi als Grund und Kritik christilicher Theologie, München, 1987.

32

Cf. J. Sobrino, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, San Salvador, 1996, pp. 121-232.

33

Cf. J. Moltmann, La iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca, 1978, pp. 104-106.

34

Cf. J. Moltmann, Experiences in Theology. Ways and Forms of Christian Theology, Londres, 2000, p. 237; también su ``Carta sobre la teología de la liberación'', Selecciones de teología 15 (1976) 305-311.

35

Cf. J. Jeremias, Neutestamentliche Theologie, vol. 1, Gütersloh, 1971, p. 101.

36

Cf. G. R. Beasley-Murray, Jesus and the Kingdom of God, Grand Rapids, 1986.

37

Cf. H. Merklein, Jesu Botschaft von der Gottesherrschaft, Stuttgart, 1983.

38

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., p. 201. Del mismo modo, en la teología de la liberación se señala que el reino no se puede alcanzar sin la gracia de Dios, cf. J. Sobrino, Jesucristo liberador, op. cit., p. 137-139, 230.

39

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., pp. 200-201.

40

En alemán, el término ``señorío'' (Herrschaft) sugiere una política estatal tiránica, y la raíz utilizada (Herr) se refiere solamente a los varones, nunca a las mujeres, cf. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Madrid, 1997, p. 14 y 24. En castellano, el ``señorío'' se puede referir tanto a señores como a señoras. Sobre el problema político y la teocracia tendremos que tratar más adelante.

41

Cf. J. Moltmann, La iglesia, fuerza del espíritu, op. cit., pp. 232-233; también en su libro sobre El camino de Jesucristo. Cristología en dimensiones mesiánicas, Sígueme, Salamanca, 1993, pp. 144-145.

42

Cf. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, op. cit., p. 145.

43

Cf. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, op. cit., p. 14. En la teología de la liberación se señala ocasionalmente que el término más apropiado para explicar el concepto en el Antiguo Testamento sería el de ``reinado'' (cf. J. Sobrino, Jesucristo liberador, op. cit., pp. 128-129), pero después se sigue utilizando sistemáticamente el concepto de ``reino'' en el sentido de un estado de cosas deseado, que ya va irrumpiendo en la historia, cf. ibid., pp. 134ss.

44

Cf. J. Moltmann, La iglesia, fuerza del Espíritu, op. cit., p. 233.

45

Cf. J. Moltmann, Das Kommen Gottes, op. cit., pp. 202-209.

46

Cf. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, op. cit., p. 145.

47

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., pp. 280-312; Cristo para nosotros hoy, op. cit., 27-28.

48

Cf. J. Moltmann, Theologie der Hoffnung, op. cit., p. 199-200.

49

Cf. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, op. cit., pp. 371ss.

50

Cf. J. Sobrino, La fe de Jesucristo. Ensayo desde las víctimas, Madrid, 1999, pp. 214-216.

51

El Mesías presente convierte a unas masas desorganizadas y despreciadas en un pueblo estructurado, tal como muestra, por ejemplo, el relato de la alimentación de las multitudes (Mc 6,35-44 y par.). No se trata de que Pablo, por influencia del helenismo, se haya olvidado de las masas, como quieren algunos autores (cf. J. M. Castillo, El reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, Bilbao, 1999, pp. 301ss). Se trata de que Pablo, como judío, sabe que la misión de Dios para toda la humanidad requiere la constitución de un pueblo que le proporcione una alternativa real, práctica, y atrayente.

52

Cf. Antonio González, Estructuras de la praxis, Madrid, 1997.

53

Así reinterpretamos la ``realidad'' de Zubiri, cf. A. González, Estructuras de la praxis, op. cit., pp. 23-31; 59-61.

54

Cf. X. Zubiri, Inteligencia y razón, Madrid, 1983. Puede verse la reinterpretación praxeológica en mi libro Estructuras de la praxis, op. cit., pp. 147-162.

55

Cf. P. Krugman, El retorno de la economía de la depresión, Barcelona, 1999, pp. 171-173.

56

Cf. A. Costas, ``Más ricos y desiguales'', El País, 30-1-99, p. 12.

57

Cf. J. L. Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret. I: Fe e ideología, Madrid, 1982, pp. 13-26.

58

Cf. G. von Rad, Teología de Antiguo Testamento, vol. 2, Salamanca, 1969, pp. 461 y ss.

59

Cf. N. Lohfink, ``La ley y la gracia'', en Valores actuales del Antiguo Testamento, Buenos Aires, 1966, pp. 169-195.

60

Cf. A. González, Teología de la praxis evangélica, Santander, 1999, pp. 127-156, 215-221.

61

A diferencia de lo que sucede en la filosofía de G. Marcel, cf. D. Gracia, ``Pensar la esperanza en el horizonte de la posmodernidad'', op. cit., p. 135.

62

Cf. G. Marcel, Positions et approches concrètes au mystère ontologique, París, 1948, p. 49, citado en D. Gracia, ibid., p. 121.

63

Cf. J. H. Yoder, El ministerio de todos. Creciendo hacia la plenitud de Cristo, Guatemala, 1995.

64

Cf. Orígenes, Commentarium in Evangelium secundum Mattheum, XIV, 7, en J.-P. Migne (ed.), Patrologiae cursus completus. Series graeca, París, 1857, vol. 13, cc. 1197-1200.

65

Como es sabido, ``los Cielos'' es un circunloquio piadoso de los judíos para referirse a Dios. El reinado de los Cielos es el reinado de Dios. Orígenes entiende ``los Cielos'' como referidos a los aspectos superiores del ser humano (sobre los que Dios puede reinar), y no a toda su realidad. Pero nunca piensa que el reinado de los Cielos sea un reino en el cielo, precisamente porque entiende basileía como reinado, como soberanía actualmente ejercida. Orígenes no era judío, pero sabía griego.

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